martes, 10 de junio de 2025

Solemnidad de la Santísima Trinidad

 



(Ciclo C – 2025)

            La religión católica es una religión de misterios y tanto es así, que al comenzar la ceremonia sacramental y litúrgica más importante de la Iglesia, es la Iglesia misma la que nos invita a arrepentirnos de nuestros pecados, a fin de poder asistir con la máxima pureza espiritual al despliegue del más grande de sus misterios, la Santa Misa. En efecto, el Misal Romano dice así, apenas al inicio de la Santa Misa: “Hermanos, reconozcamos nuestros pecados, para que podamos participar dignamente de estos “sagrados misterios””. Como vemos, el Misal Romano llama a la Santa Misa “Sagrados Misterios”. Aquí el misterio al que se hace referencia, es un misterio que va más allá del alcance de nuestra razón y también de la inteligencia angélica. En otras palabras, no se trata de un misterio que pueda ser alcanzado por la razón natural, como por ejemplo, la existencia de una isla remota del Océano Atlántico. Es decir, para nosotros, es un misterio la existencia de dicha isla, en el sentido de que, aun sabiendo si existe, no sabemos cómo es en realidad, aunque sí podemos darnos una idea, podemos imaginarnos de qué se trata, al compararla mentalmente con otras islas que sí conocemos. Pero cuando el Misal Romano llama a la Santa Misa “sagrados misterios”, está haciendo referencia a una clase de misterios que es inalcanzable, en el sentido de que ni siquiera podemos saber que existen si no son revelados y estos misterios son aquellos que originan a la Santa Misa: la Santísima Trinidad, la Encarnación del Verbo en el seno de María Virgen, su prolongación en el tiempo y en el espacio por la liturgia eucarística y el don del Acto de Ser divino trinitario del Hombre-Dios Jesucristo a través de la Eucaristía. Estos se llaman, más que simplemente “misterios”, “misterios sobrenaturales absolutos” y son los misterios que se origina en la Santísima Trinidad, misterio el cual, a su vez, es conocido por nosotros gracias a la revelación de Jesucristo.

Precisamente, la revelación del dogma de la Santísima Trinidad por parte de Jesús, es decir, revelar que en Dios, que es Uno, hay tres Personas, es una de las causas del rechazo y de la condena a muerte por parte de los judíos a Jesús. Para los judíos, quienes a su vez habían sido elegidos para ser el inicio de la revelación de la constitución íntima de Dios y por eso eran el único pueblo monoteísta en medio de pueblos paganos, era algo impensable e inimaginable afirmar que en Dios hay Tres Personas. La mentalidad monoteísta judía no podía ni comprender y muchos menos aceptar la Trinidad de Personas en Dios que es Uno y por eso rechazan a Jesús y lo acusan de blasfemo, porque Jesús no solo revela que en Dios hay Tres Personas, sino que Él es una de esas divinas personas, Él revela que es Dios Hijo, encarnado para la salvación de los hombres. Pero aunque los judíos no lo crean -y hasta el día de hoy siguen sin creerlo-, la constitución íntima de Dios es la que revela Jesús: Dios es Uno en naturaleza, en Acto de Ser divino trinitario y en Él hay Tres Personas Divinas. Esta revelación de Dios como Uno y Trino constituye el misterio más grande y sublime de todos los misterios del catolicismo, el misterio que es la raíz de absolutamente todos los misterios del catolicismo, es el misterio del cual viene todo lo que es sobrenatural, trascendente y vivificante en la religión católica[1]; el misterio de la Santísima Trinidad es el misterio sin el cual no se explica la religión católica. es la substancia misma de la enseñanza evangélica, porque la revelación evangélica de Jesucristo de Dios como Trino en Personas completa la revelación de Dios como Uno en naturaleza; la vida divina que se comunica a los hombres por medio de los sacramentos es la vida de la Trinidad, es decir, los sacramentos comunican, por la gracia, la participación a la vida divina trinitaria y de esta manera, la Santísima Trinidad es el principio y la raíz de la vida divina comunicada y participada al hombre en los sacramentos. El misterio de la Santísima Trinidad es tan alto y sublime, que se encuentra absolutamente por fuera del alcance del intelecto de las creaturas inteligentes, sean hombres o ángeles.

El misterio de la Trinidad es tan importante, que es de este misterio del cual se desprenden y dependen todos los misterios de la Iglesia Católica: la constitución de Cristo como Dios Hijo del Eterno Padre, su Encarnación en el seno virgen de María, la prolongación de su Encarnación, por el misterio de la liturgia eucarística, en cada Santa Misa. Toda la vida de Cristo, su envío por el Padre, su Pasión y Resurrección, el envío del Espíritu Santo, la existencia de la Iglesia como Esposa Mística del Cordero, todo se origina en la Trinidad y todo tiende a la Trinidad.

            Es de la Trinidad de donde surge todo, porque es el Eterno Padre, Principio sin principio de la Trinidad quien, por su divina misericordia, decide enviar a su Hijo a morir en cruz, no sólo para el perdón de los pecados, sino para conceder gratuitamente al hombre la gracia de la filiación divina y esto para que el hombre, dejada la vida sobre la tierra, inhabite en su seno por toda la eternidad.

            Es del misterio de la Santísima de donde se desprenden todos los misterios de Cristo: Cristo es la Segunda Persona de la Trinidad y es por esto que los enfermos quedaban curados al tocarlo; los sacramentos, que son una extensión y prolongación de la Humanidad de Cristo -según afirma Santo Tomás de Aquino- santifican al hombre porque esa humanidad está unida personalmente al Verbo, a la Segunda Persona de la Trinidad, que es la Santidad Increada en Sí misma.

          Del misterio de la Trinidad se desprende el misterio de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia: la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, el Amor substancial de Dios, es enviado por el Padre y el Hijo como Fuego de Amor Divino para encender a las almas en el Amor de Dios: “He venido a traer fuego a la tierra, y cómo quisiera verlo prendido”. El Espíritu Santo es el Fuego Santo, espiritual y divino, que Jesús ha venido a traer, para que los corazones de los hombres se incendien y ardan como brasas ardientes en el Amor de Dios. Y es para esto para lo que ha venido Jesús, para redimir y santificar al hombre, por obra de la Trinidad, porque toda la obra de la Trinidad es redención y santificación del hombre por pura misericordia.

Del misterio de la Trinidad se desprende el misterio de la Iglesia, Esposa Mística del Cordero de Dios, a través de la cual la Trinidad alimenta a los hombres con el Amor substancial de Dios, por medio de la Comunión Eucarística. Es la Trinidad la que obra la redención y santificación de los hombres, que no es solo perdón de los pecados, sino donación de la filiación divina a los hombres, para que los hombres sean incorporados al seno mismo de la Trinidad.

Es del misterio de la Trinidad de donde se desprende el misterio de la Eucaristía, por la cual los hombres reciben, al recibir al Hombre-Dios Jesucristo en el Sacramento del altar, el Amor substancial de Dios y es así como la redención continúa en el signo de los tiempos por medio de la Eucaristía, don del Amor de la Santísima Trinidad a la humanidad caída. La redención continúa por la Eucaristía, porque al unirse el alma al Cuerpo Sacramentado de la Segunda Persona de la Trinidad, Cuerpo unido hipostáticamente al Verbo, la vida de los hombres se enlaza con la vida de la Trinidad.

Es el misterio de la Trinidad el que explica las palabras de Jesús: “Que todos sean una misma cosa y que como Tú estás en mí y yo en Ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros”. Esta unión con Jesús y en Jesús con el Padre, en el Amor Divino, se da en la Comunión Eucarística, porque por la Eucaristía se hace realidad el pedido de unión de los hombres en Jesús y por Jesús a la Trinidad, suprimiendo la distancia infinita entre el hombre y Dios. San Hilario interpreta estas palabras y las aplica al sacramento de la Eucaristía, y sostiene que la unidad de la naturaleza que existe entre Cristo y el Padre se extiende a nosotros a través del Sacramento de la Eucaristía, Sacramento trinitario por excelencia: “Si el Verbo verdaderamente se hizo carne y si nosotros en el pan del Señor manducamos verdaderamente el Verbo humanado (…) Él está en nosotros mediante su carne y nosotros estamos en Él, porque aquello que somos nosotros está con Él en Dios. Así hemos de creer que se ha establecido una unidad perfecta por el Mediador, permaneciendo el Padre en Él, mientras que nosotros permanecemos en Él; y Él, permaneciendo en el Padre, permanece también en nosotros, y así nosotros ascendemos a la unidad del Padre”[3]. Según San Hilario, el Verbo está en el Padre y viene a nosotros en la Eucaristía, y por esto mismo, cuando comulgamos la Eucaristía, nosotros estamos en el Verbo y por el Verbo en el Padre y así el misterio de la Eucaristía se explica en su origen y fin por el misterio de la Trinidad.

El misterio de la Trinidad explica que por la Eucaristía seamos convertidos en “oblación permanente”, tal como lo quiere la Iglesia: en la oración de las ofrendas pedimos que por los dones –el pan y el vino consagrados, la Eucaristía- seamos transformados en oblación permanente, es decir, seamos transformados en Cristo, que es oblación permanente ante el Padre y esto se produce con la Comunión Eucarística: Cristo nos dona el Espíritu Santo, el cual nos transforma en Él y como Él está ante el Padre como el Cordero Degollado, como la oblación perfectísima y pura y eterna y como sacrificio agradable a Dios, así nosotros, al comulgar, presentados en oblación permanente delante del trono de Dios, tal como lo pedimos en la oración de las ofrendas de la misa de la Santísima Trinidad: “…que por estos dones… seamos transformados en oblación permanente…”[4].

            Es Jesús entonces Quien revela el misterio inimaginable para el hombre y para el ángel: la Tri-unidad de Personas en el Dios Uno y Único. Esta revelación de que en Dios Uno hay una Trinidad de Personas provocó estupor y admiración entre los judíos de buena voluntad; de la misma manera, la revelación del sublime misterio de la Presencia Eucarística de Jesús también debe despertar en nosotros admiración y estupor y tanto más, cuanto que a este misterio se le agrega otro igualmente sublime: que en la Eucaristía Jesús no se contenta con revelar el misterio de la Trinidad, sino que Jesús nos hace el don de la Trinidad, de modo tal que es la Trinidad misma quien vendrá a habitar en el alma –si está en gracia- por la Comunión Eucarística. Por la Comunión Eucarística, dice San Hilario, incorporamos la carne divinizada del Verbo, y al Verbo mismo, que como Dios, está en unión íntima y real con Su Padre, del cual procede, y con el Espíritu Santo, al cual espira. De ahí las palabras de Jesús: “Quien me ve, ve al Padre”, “Quien a Mí me recibe, recibe al que me envió”; por eso, quien recibe a Jesús Eucaristía, recibe a la Trinidad divina. Al conmemorar el misterio sobrenatural absoluto de la Santísima Trinidad, la Santa Madre Iglesia va más allá de simplemente recordar la revelación del misterio por parte de Jesús: por medio de la donación del Hijo en la Eucaristía, nos conduce al seno del Padre, en el Amor de la Trinidad, el Espíritu Santo.

 

 




[1] Cfr. Émile MerschLa téologie du Corps Mystique, 11.

[2] Cfr. Matthias Joseph ScheebenLos misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 430.

[3] Cfr. Scheeben, Los misterios, 430.

[4] Cfr. Misal RomanoOración sobre las ofrendas de la Misa de la Solemnidad de la Santísima Trinidad.

 


sábado, 7 de junio de 2025

Solemnidad de Pentecostés

 


(Solemnidad de Pentecostés - Ciclo C - 2025)

“Sopló sobre ellos el Espíritu Santo” (cfr. Jn ...). Jesús, resucitado y glorioso, se aparece a sus discípulos, y sopla sobre ellos el Espíritu Santo, dando origen a la Solemne Fiesta de Pentecostés, caracterizada por el don de Cristo a su Iglesia, el Espíritu Santo. La fiesta de Pentecostés -en griego “pentekoste” significa “quincuagésimo”- ya existía entre los judíos: para Israel era una fiesta de la cosecha de primavera que terminaba los días de celebración después de la Pascua y era también la celebración de la entrega de la Ley en el monte Sinaí. Pero para la Iglesia Católica, tiene un significado muy distinto: es el “quincuagésimo día”, pero después de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, y se celebra el día en el que Jesucristo concede a su Iglesia el Don del Espíritu Santo[1].

Dice así el Catecismo de la Iglesia Católica (párrafos 731-732): “En el día de Pentecostés, cuando las siete semanas de Pascua habían llegado a su fin, la Pascua de Cristo se cumple en el derramamiento del Espíritu Santo, manifestado, dado y comunicado como una Persona Divina: de su plenitud, Cristo, el Señor, derrama el Espíritu en abundancia. Ese día, la Santísima Trinidad se revela completamente. Desde ese día, el Reino anunciado por Cristo está abierto a los que creen en él: en la humildad de la carne y en la fe, ya comparten la comunión de la Santísima Trinidad”.

Al recibir al Espíritu Santo, los discípulos, que habían sido testigos de su Pasión y su Resurrección, ingresan en un nuevo tiempo, el tiempo del Espíritu Santo y su obra dentro de la Iglesia. De una forma análoga y por medio del misterio de la liturgia, también la Iglesia, en Pentecostés, comienza a vivir el tiempo del Espíritu Santo: hasta antes de Pentecostés, la Iglesia era partícipe de la vida y del misterio de Cristo; ahora, se hace partícipe de la vida y del misterio del Espíritu[2]. Esto quiere decir que antes del envío del Espíritu Santo, la Esposa del Cordero, la Iglesia, celebra y participa del misterio pascual del Verbo Encarnado: su Encarnación, su Vida oculta, su Pasión, Muerte y Resurrección; luego del envío del Espíritu Santo, en Pentecostés, la Iglesia celebra y participa de los misterios y de la misión del Espíritu Santo, enviado por Cristo. Antes de Pentecostés, la misión del Verbo Encarnado, consistía en preparar a los discípulos para la misión del Espíritu Santo, y a su vez, la misión del Espíritu Santo, luego de Pentecostés, es continuar y extender la vida del Verbo en los hombres y en el mundo[3] por medio de la acción evangelizadora de la Iglesia; el Espíritu Santo tiene como misión el prolongar la encarnación del Verbo en cada criatura, mediante la acción de la Iglesia y en la Iglesia, es hacer de cada criatura otro Cristo, mediante la participación de la creatura, por la gracia, a la vida de la Trinidad. De ahora en adelante, el tiempo de la Iglesia estará bajo el influjo especial del Espíritu Santo; después de Pentecostés, la Iglesia recibirá la acción del Espíritu Santo universalmente y en cada uno de sus miembros, y la acción y la misión de este Espíritu es hacer de cada miembro otro Cristo, cada bautizado en la Iglesia Católica, viva con la vida de Cristo; es decir, que el bautizado no viva ya más con su mera vida humana, sino que viva con la vida misma del Cordero de Dios, participando de los misterios del Hombre-Dios Jesucristo por la gracia. Para que el ser humano participara de la vida divina trinitaria, es decir, para que el ser humano se endiosara, por medio de la gracia santificante, que hace que el alma participe de la vida de la Trinidad, es para lo que Cristo sopla el Espíritu Santo: “Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”, dice el evangelio, y lo hace para que los miembros de la Iglesia vivan en Cristo, en su Cuerpo Místico, de Cristo, de su substancia divina, comunicada en la Eucaristía, por Cristo, porque ahora el sentido de la vida del cristiano no es el mundo sino Cristo, para Cristo, porque el cristiano, sea cual sea su estado, debe tener a Cristo como motor de su vida y como el objetivo de su vida. En Pentecostés la Trinidad envíe al Espíritu Santo para que Él comunique a los bautizados en la Iglesia Católica la vida del Hombre-Dios Jesucristo, para que cada bautizado viva no ya con su simple vida humana natural, sino con la vida de Cristo, con la vida divina del Hombre-Dios, y por eso es enviado como soplo, porque el soplo significa y representa la espiración de vida y de amor.   

La razón por la que el Espíritu Santo es enviado como “soplo” -así lo dice el Evangelio: “Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”- es porque el soplo es una expresión que significa espiración vital, espiración de vida -respira el que tiene vida-, una vida que surge de las entrañas de quien espira; en el proceso de la respiración, el inspirar es la fuerza motriz, y el espirar es la emanación de la vida que fluye fuera, y por eso la espiración representa la comunicación de toda la vida[4]; debido a que Cristo es Dios, al espirar, el soplo que Cristo como Dios espira es espiración de vida y de amor no de una persona humana, no es el soplo de un hombre común, es el soplo del Dios Viviente y por eso mismo es la espiración de la Persona-Amor, el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad. Jesús, tanto como Dios y como Hombre, es el Espirador del Espíritu Santo[5], y por eso el don que hace a la Iglesia es un don personal suyo, es un don de su Persona Divina. A diferencia de la oración sacerdotal antes de la Pasión en la Última Cena, en donde Jesús implora al Padre el envío del Espíritu Santo, sino que ahora, resucitado, Él en Persona lo sopla, lo espira, lo concede, lo dona Él mismo en Persona.

Porque significa vitalidad, soplo de vida, es que Cristo dona al Espíritu Santo a través del soplo; esto significa que es de Él, de la profundidad de su Acto de Ser divino trinitario, de donde brota el Espíritu Santo desde la eternidad, como soplo de Espíritu de vida divina. Y puesto que Cristo es Dios-Hombre, esto es, Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios, el Espíritu Santo, procede como soplo de amor eterno del Corazón de Cristo, del Sagrado Corazón de Jesús, que es también el Corazón del Padre; de esta manera el Espíritu Santo como soplo del Divino Amor, surge de la espiración del único Corazón de Dios, el Corazón del Padre y del Hijo y surgiendo de ambos, lleva en Sí mismo toda la vida y todo el amor de las Divinas Personas de la Trinidad. Al comunicarse entre sí el Espíritu Santo -el Padre dona el Espíritu Santo al Hijo y el Hijo ama al Padre desde la eternidad, con el mismo Espíritu Santo, con el mismo Amor Divino- el Padre y el Hijo viven el uno en el otro; entre el Padre y el Hijo, hay un donar y recibir eternos, un aliento infinitamente vigoroso y vivo, que sopla de uno al otro y sale de ambos; la transmisión mutua del Espíritu entre el Padre y el Hijo se da por el latido de un corazón infinito que arde en el ardor supremo del amor; el Espíritu Santo que ambos se transmiten, es la llama flameante de una infinita hoguera de amor[6]: el Espíritu es fuego santo de Divino Amor y por eso se manifiesta y se simboliza su descenso sobre la Iglesia como llamas de fuego. Es este Amor substancial, amor con el cual se aman eternamente el Padre y el Hijo, lo que dona Jesucristo a su Iglesia en Pentecostés. El Espíritu Santo soplado sobre los Apóstoles se manifiesta visiblemente y se simboliza como lenguas de fuego, significando la combustión y la quema del mundo antiguo y la purificación por el fuego de la divinidad, que santifica todo a su contacto, elevándolo puro y santo para Dios.

“Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”. Al soplar con su divino aliento sobre la Iglesia Naciente, Jesús no dona a su Esposa simplemente una protección especial; tampoco es simplemente los dones del Espíritu Santo, los cuales son en sí mismos un tesoro de valor inapreciable: lo que Jesús dona con su soplo junto al Padre, es algo infinitamente más grandioso que una protección para su Iglesia o que los dones del Espíritu Santo, dona a Persona Tercera de la Trinidad, la Persona del Divino Amor, el Espíritu Santo; es decir, no dona sólo los dones del Espíritu, sino al Espíritu mismo.

La razón de este don es para que el Santo Espíritu de Dios una, en el Amor Puro y Santo de la Tercera Persona de la Trinidad, a los hombres con Dios, haciendo de ellos un solo cuerpo y un solo espíritu y esta unión se produce por medio de la sunción del Cuerpo Eucarístico de Cristo, es decir, a través de la Comunión Eucarística. Cristo dona a la Tercera Persona de la Trinidad no solo para que el Espíritu conceda sus dones y sus virtudes al alma, sino para que el alma de los miembros de su Iglesia, sea incorporada a Cristo y se haga su Cuerpo y sea animado por su mismo Espíritu, para que el Espíritu se haga Alma del alma, así como es Alma de la Iglesia; lo dona a su Iglesia para que sea posesión personal del alma que lo recibe y para que el alma se goce y se alegre por esa posesión. “Sopló sobre ellos el Espíritu Santo”.

Por último, debemos considerar que Pentecostés sucedió en el pasado, en el tiempo y en el espacio, en un momento determinado de la historia humana, pero no por eso debemos pensar que Pentecostés ya pasó, y que para nosotros como Iglesia nos queda sólo hacer memoria o imaginarnos el envío del Espíritu Santo. Cada vez que ingresa a nuestras almas por la Sagrada Comunión, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús sopla el Espíritu Santo sobre nuestras almas, renovando así el día de Pentecostés para el alma, y esto no sucede de manera imaginaria, metafórica, o simbólica, sino real y substancial, porque por la Comunión recibimos a la hipóstasis misma del Espíritu Santo, recibimos al Espíritu Santo en Persona. Esa es la razón por la que rezamos así en la oración colecta de la Misa de Pentecostés: “La comunión que acabamos de recibir, Señor, nos comunique el mismo ardor del Espíritu Santo...”[7]. “La comunión que acabamos de recibir...”: cada comunión eucarística es como un nuevo y pequeño Pentecostés personal, en donde del Corazón Eucarístico de Cristo es espirado en un soplo de amor el Amor substancial del Padre y del Hijo, el fuego del Espíritu Santo, que busca incendiar al alma en el fuego santo del Divino Amor.  

 



[2] Cfr. Divo Barsotti, Il Mistero Cristiano nell’anno liturgico, Libreria Editrice Fiorentina, Florencia 1956, 241.

[3] Cfr. Barsotti, ibidem, 241.

[4] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 111.

[5] Cfr. Èmile  Mersch, La théologie du Corps Mystique, Tomo II, Desclée de Brower, Paris2 1946, 124.

 

[6] Cfr. Scheeben, Los misterios, 110.

[7] Cfr. Misal Romano, Oración colecta para la Solemnidad de Pentecostés.