(Domingo XVII – TO – Ciclo B – 2012)
“Jesús multiplicó
panes y peces y dio de comer a la multitud” (cfr. Jn 6, 1-15). En una
de las predicaciones de Jesús en Palestina, se reúne una multitud de más de
diez mil personas, entre niños, jóvenes y adultos, según los cálculos del
evangelista. Llegada la hora del almuerzo, y debido a la cantidad de gente que
necesita ser alimentada, Jesús reúne a sus discípulos para deliberar acerca de
las medidas a tomar para poder alimentar a tanta gente.
En un primer momento, parecería una situación que en nada se diferencia de
otras situaciones humanas, en las que se aglomeran cientos y miles de personas.
Para afrontar la situación, Jesús quiere saber cuáles son las reservas
alimenticias de los Apóstoles, las cuales consisten en nada más que “cinco
cebadas de pan y dos pescados”, lo que resulta, a toda luces, completamente
insuficiente. Agrava más la situación el hecho de que no hay tiempo, ni dinero,
ni tampoco lugares disponibles en los cuales se pueda conseguir alimento. La
situación parece insoluble, tanto más que, a la pregunta de Jesús acerca de
dónde comprar pan, la respuesta es negativa. Jesús pregunta no porque no
supiera qué hacer, sino porque quería poner a prueba a sus discípulos.
Como en otras reuniones multitudinarias, la situación parecería ser la misma
que se da cuando se congregan grandes multitudes: los organizadores del evento,
deben procurar el acceso fácil a la alimentación, para que la gente no desfallezca
de hambre.
Hasta aquí, el episodio no se diferencia en nada a lo que sucede con los
eventos multitudinarios en los que la muchedumbre supera las expectativas de
los organizadores.
Pero en donde empieza a diferenciarse de las situaciones humanas, es cuando
interviene Jesús, quien obra un milagro que supera absolutamente a cualquier
intento de solución por parte de los hombres: Jesús multiplica los panes y la
carne de los peces, y de modo tan abundante, que todos comen hasta saciarse, y
encima sobran doce canastos.
La intervención de Jesús no está destinada a solamente satisfacer el hambre de
la multitud: con la multiplicación milagrosa de panes y peces, quiere dar una
señal, un signo, un anticipo, de otro milagro, infinitamente más grandioso que
multiplicar milagrosamente panes y carne de pescado, y es el Milagro de los
milagros, en el cual, por el poder omnipotente de Dios Trino, en al altar el
pan se convierte en la carne del Cordero de Dios y el vino en su Preciosísima
Sangre.
A su vez, el milagro de
la multiplicación de panes y pescados, que anticipa y prefigura la
multiplicación del Pan de Vida eterna y de la carne del Cordero en el altar
eucarístico, está prefigurado en el episodio del Antiguo Testamento, en el que
Yahveh alimenta a la multitud que peregrina hambrienta en el desierto, dándoles
de comer a los israelitas, carne de codornices y pan, el maná del cielo (cfr. Éx 16,
11-15).
Este hecho milagroso,
acaecido en el Antiguo Testamento, es también, al igual que la multiplicación
de panes y peces en el Nuevo Testamento, un anticipo y una figura del Milagro
de los milagros, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de
Jesús en la Santa Misa.
Así como en el
desierto, en su peregrinación a la Tierra Prometida, el Pueblo Elegido, Yahvéh
obra para ellos el milagro del maná del cielo y de las codornices, además del
agua que brota de la roca luego de golpear Moisés su bastón: “(…) Entre las dos
tardes comeréis carne y por la mañana os hartaréis de pan; y conoceréis
que Yo soy Yahvéh, vuestro Dios” (cfr. Éx 16, 12), así también Jesús,
en la Santa Misa, multiplica el Pan de Vida eterna y la carne del Cordero en el
altar eucarístico, para que el alma se colme de esa agua límpida que es la
gracia del Sagrado Corazón.
Al donarles el maná,
pan milagroso bajado del cielo, y al donarles también milagrosamente carne de
codornices, Dios muestra su amor sin límites hacia el Pueblo Elegido, ya que no
los deja perecer de hambre; del mismo modo, el milagro de Jesús, de multiplicar
panes y peces, es una muestra sin par del mismo amor misericordioso de Yahvéh,
porque así como Yahvéh obró con misericordia, así, por misericordia, obra
Jesús, multiplicando el alimento para que los discípulos no padezcan
hambre.
Pero hay alguien que
continúa la obra de amor misericordioso de Yahvéh y de Jesús, y es la Santa
Madre Iglesia: así como el Pueblo Elegido recibió el maná del cielo y carne de
aves; así como Jesús, Hombre-Dios de amor infinito, obrando en Persona,
multiplica los panes y la carne de pescado, así también la Santa Madre Iglesia
multiplica, en cada santa misa, la Carne del Cordero de Dios y el Pan Vivo
bajado del cielo.
Este último milagro,
anticipado por el episodio del desierto y por la multiplicación de panes y
peces, es un milagro infinitamente más grande; es el Milagro de los milagros,
que muestra, en sí mismo, la inmensidad infinita del Amor eterno que Dios Trino
experimenta por el hombre.
La conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre obrada por la
Iglesia en cada Santa Misa, constituye un milagro incomparablemente mayor que
los realizados por Yahvéh en el Antiguo Testamento y por el mismo Jesús
en la multiplicación de panes y peces, puesto que mientras en el episodio del
Evangelio Jesús multiplica solamente pan material, hecho de harina y agua,
y carne de pescado, y lo hace para satisfacer el hambre corporal de la
multitud, alimentándolos con alimentos puramente materiales.
Por el contrario, en la
Santa Misa, Jesús dejará para su Iglesia el don de su Cuerpo y su Sangre
de resucitado, con lo cual demuestra un amor infinitamente más grande que
el maná del desierto y que el mismo milagro suyo de los panes y peces, ya que
la Eucaristía extra-colma y extra-sacia el apetito del alma con la substancia
divina y humana del Hombre-Dios, de Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser
Dios.
Yahvéh en el Antiguo Testamento, Jesús en Palestina, la Iglesia en
el mundo y en la historia: los tres obran milagros portentosos, multiplicando,
respectivamente, carne de codornices y pan del cielo, carne de pescado y pan de
harina y agua, y carne del Cordero de Dios y Pan de Vida Eterna. De estos tres
milagros portentosos, es la Iglesia la que obra un milagro infinitamente más
portentoso que el de Yahvéh en el Antiguo Testamento y que el de Jesús en el
evangelio, porque Yahvéh multiplica carne de codornices y pan, Jesús, panes y
peces, mientras que la Iglesia santa multiplica el Pan de Vida Eterna y la
Carne del Cordero de Dios.
En el Nuevo Testamento,
los que se dan cuenta de que Jesús ha obrado un milagro, la multiplicación de
panes y peces, dicen, asombrados: “Éste es, verdaderamente, el Profeta que
debía venir al mundo”. Así mismo, nosotros, que en la iglesia santa asistimos a
la multiplicación de la carne del Cordero y del Pan de Vida eterna, el cuerpo
resucitado de Jesús de Nazareth, debemos exclamar, llenos de asombro y de
admiración agradecida: “La Iglesia Católica es la verdadera Iglesia del único
Dios verdadero”.
Por último, los cristianos debemos considerarnos inmensamente más afortunados
que los israelitas peregrinando en el desierto, y que la multitud que recibió
el milagro relatado por el Evangelio, porque para ellos, Jesús multiplicó panes
y peces, pero no les dió a comer de su Cuerpo y de su Sangre; a nosotros nos
alimenta con un manjar de ángeles, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad. Para recibir dignamente este alimento celestial, es que el alma debe
vivir de Dios y de su Amor, rechazando aunque sea la más mínima deliberación en
obrar el mal, y perdonar a sus enemigos, y obrar la misercordia para con el
prójmo.
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