sábado, 25 de septiembre de 2010

Es el amor lo que nos salva y es el desamor el que nos condena


“Había un rico llamado Epulón (…) cuando murió fue a la región de los muertos, en medio de los tormentos (…) Había un pobre llamado Lázaro (…) cuando murió fue llevado al seno de Abraham” (cfr. Lc 16, 19-31). En este evangelio se nos revela, entre otras cosas, la asombrosa realidad de la otra vida: un infierno de dolores, que es lugar al cual va el rico Epulón, y una eternidad de alegría, que es adonde va el pobre Lázaro.

Una primera lectura, superficial, podría hacer creer que el rico Epulón se condena por sus riquezas, ya que se asocia su figura con “magníficos banquetes” y vestidos de “púrpura y lino finísimos”, mientras que, por otro lado, se podría pensar que el pobre Lázaro se condena por su pobreza, ya que su figura es la de un mendigo, despreciado y olvidado por todos, a quien los perros de la calle van a “lamer sus heridas”, tal es el estado de indefensión en el que se encuentra.

Si nos dejamos llevar por esta primera impresión, pensaríamos que la causa de la condena en el infierno de Epulón –no es otra cosa lo que describe el evangelio como “lugar de los muertos” y de “tormentos”- son las riquezas, mientras que la causa de la salvación de Lázaro es su pobreza.

Sin embargo, no es ése el mensaje que nos transmite el evangelio. La causa de la condena de Epulón no son las riquezas en sí, sino el mal uso que hace de ellas, y hace mal uso de ellas, debido a su corazón frío y egoísta, que se desinteresa por el prójimo: mientras él banquetea, Lázaro pasa hambre, porque el evangelio no dice que se alimentaba de las sobras del banquete de Epulón, sino que “ansiaba comer” de lo que sobraba, pero no lo comía, y mientras Epulón está vestido con “lino y púrpura finísima”, Lázaro está cubierto de heridas, las cuales son “lamidas por los perros”. Ésta es la causa de la condena de Epulón: su corazón egoísta y frío, que se desentiende de las necesidades de su prójimo Lázaro, que está a las puertas de su casa. Todo lo que Epulón debía hacer era preocuparse por Lázaro: con sus riquezas, podía curar las heridas de Lázaro, y podía saciar su hambre, y sin embargo, banquetea despreocupadamente.

A su vez, la causa de la salvación de Lázaro no es la pobreza, sino la serenidad y la fortaleza con la cual sobrelleva la tribulación permitida por Dios, como prueba que lo conducirá a la vida eterna. Lázaro, siendo pobre, y más que pobre, indigente y miserable desde el punto de vista material; padeciendo enfermedades –las llagas o heridas a las que van a lamer los perros indican un estado de enfermedad crónica-, dado que por su condición no puede hacerse atender por los médicos, en ningún momento reniega de Dios, ni se queja de Dios, sino que soporta todos los males que Dios le envía con un corazón humilde, fiel y sereno, pero tampoco se queja contra Epulón, cuando podría haberlo hecho, al comprobar la dureza de corazón de Epulón, que prefiere satisfacer su vientre con manjares y banquetes, antes que dar de su plato para que Lázaro calme en algo su hambre.

Es por esto que, al final de su vida, es recompensado por Dios, y es llevado “al seno de Abraham”, es decir, al lugar de los justos, adonde esperará la resurrección de Cristo, que abrirá las puertas de los cielos para siempre, cuando ascienda glorioso y triunfante del sepulcro.

Debemos estar muy atentos al evangelio de hoy, porque podemos reproducir, con mucha facilidad, la dureza de corazón de Epulón, que es la causa de su condenación.

Epulón se condena por su corazón frío y egoísta, y no puede ser de otra manera, puesto que la frialdad en los afectos humanos simples, cotidianos, es ya un indicio de que se está bajo el influjo del ángel caído[1], del espíritu del mal, que se opone a toda compasión y a todo gesto humano de ternura y de afecto. Es esto lo que evidenciaba Epulón, con su egoísmo: no tenía compasión de Lázaro, que estaba indefenso, enfermo, hambriento, a las puertas de su casa, y como no había compasión y misericordia en su corazón, luego de su muerte, no pudo soportar la Presencia de Dios, que es Amor puro y substancial, porque no había amor en su corazón.

No en vano la Iglesia prescribe las obras de misericordia corporales y espirituales, porque se necesita la compasión humana y el amor humano en el corazón, para que la gracia divina pueda actuar en ese corazón y transformarlo, de humano, en una copia del Corazón de Jesús. Pero si no hay compasión, afecto, amor humano, no podrá la gracia actuar, en un corazón frío y egoísta, y por lo tanto ese corazón permanecerá en ese estado, y si la muerte lo sorprende en ese estado, no podrá nunca ir delante de Dios, que es Amor Puro y perfectísimo.

La gracia de Dios actúa en el corazón humano moviéndolo a la compasión, por eso es que la negativa a hacer una obra de misericordia es, en el fondo, una negativa a la gracia, y es la negativa al Amor de Dios. Dice así Juan Pablo II: “…la caridad tiene en el padre su manantial, se revela plenamente en la Pascual del Hijo crucificado y resucitado, es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella, Dios nos hace partícipes de su mismo amor. Si se ama de verdad con el amor de Dios, se amará también al hermano como Él le ama. Aquí está la gran novedad del cristianismo: no se puede amar a Dios, si no se ama a los hermanos, creando con ellos una íntima y perseverante comunión de amor”[2].

. Si se responde a la gracia, a la moción interior de compadecerse del prójimo, luego sobreviene más gracia aún, que termina por convertir al corazón humano en una copia viva del Corazón de Jesús. Si alguien muere en ese estado, entra directamente en comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad, para siempre, que es lo que llamamos “cielo”, y de esto se ve la importancia de que la misericordia, de la compasión, de la caridad y del amor para con el prójimo.

El amor a Dios y el amor al prójimo están estrechamente unidos, porque no se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama al prójimo, a quien se ve (cfr. 1 Jn 4, 20-21), porque el prójimo es la imagen viva del Dios Viviente, Jesucristo. Epulón se condenó por no saber ni querer amar, por no querer ser compasivo y misericordioso para con su prójimo Lázaro.

Ayudando a Lázaro, habría ayudado a su propia alma a salvarse; negando la compasión y el amor al prójimo más necesitado, se niega el amor a Jesucristo, que está en él.

El amor a Jesucristo, ése que nos abrirá las puertas del cielo, se demuestra en la misericordia y en la caridad para con el más necesitado; quien niega el amor al prójimo, cierra su alma al Amor de Dios, el Espíritu Santo. Dice Juan Pablo II: “Sólo quien se deja involucrar por el prójimo y por sus indigencias, muestra concretamente su amor a Jesús. La cerrazón y la indiferencia hacia los demás, es cerrazón hacia el Espíritu Santo, olvido de Cristo y negación del amor universal del Padre”[3].

No hace falta que venga un muerto a decirnos que el infierno existe, y que para ir al cielo debemos amar a Dios y al prójimo: nos basta el ejemplo de Jesucristo, la Palabra de Dios, que nos deja el mandato del amor fraterno, y nos basta su muerte en cruz, y el don de su Cuerpo y de su Sangre en la Eucaristía, para convencernos de que sin el Amor de Dios no podremos entrar en el cielo.

Según Abraham, los hermanos de Epulón no creerían en el infierno y en la vida eterna ni siquiera si un muerto se les apareciera. A nosotros no se nos aparece un muerto, sino Cristo resucitado en la Eucaristía, y además de decirnos que debemos amar al prójimo, nos sopla el Espíritu del Amor divino en la comunión, y es con ese Espíritu con el cual podemos y debemos amar a nuestro prójimo. Ya en la comunión sacramental tenemos entonces las puertas abiertas del cielo, porque ahí se nos da el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y con el Cuerpo y la Sangre, el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor de Dios, con el cual podemos amar a Dios y al prójimo.


[1] Cfr. Malachi Martin, El rehén del diablo, …

[2] Catequesis del Papa, 20 de octubre de 2000.

[3] Cfr. ibidem.

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