jueves, 30 de septiembre de 2010

La fe es como una luz sobrenatural, celestial, divina, que nos hace ver más allá de lo que ven nuestros ojos y nuestra razón


“…si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y le dijeran a esa morera: “¡Plántate en el mar!”, ella les obedecería” (cfr. Lc 17, 5-10). Claramente nos plantea el Señor el tema de la fe. ¿Qué es la fe? Según San Pablo, es “creer en lo que no se ve” (cfr. Heb 11, 1-7). Por la fe, entonces, creo en lo que no veo. Pero tenemos que saber de qué fe habla Jesús, porque si nos fijamos bien, todos los días, en las situaciones cotidianas, nos guiamos en nuestro obrar por una fe que se denomina "natural". Esta fe natural es la que usamos todos los días, como por ejemplo, cuando alguien nos dice su nombre, y nosotros le creemos, sin ver su documento de identidad.

“Creemos sin ver”, es decir, tenemos “fe” natural, muchas veces al día, en muchas situaciones cotidianas, y es esta fe natural la que guía la mayoría de nuestras relaciones con nuestro prójimo. Es una fe en la que se comprenden asuntos que pueden ser captados por los ojos del cuerpo y por la luz de la razón natural.

Sin embargo, la fe de la cual nos habla Jesús no es esta fe natural, sino otra fe, llamada “sobrenatural”, porque se trata de realidades a las cuales no podemos acceder ni con los sentidos ni con la luz de la razón natural, como por ejemplo, el misterio de Dios como Uno en substancia y Trino en Personas, o el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.

La luz de la razón natural es absolutamente insuficiente para iluminar los misterios de Jesucristo: es como pretender alumbrar el fondo de un abismo con la luz de una candela. Sólo la luz de la fe sobrenatural, que ilumina con la luz misma de Dios, es una luz potente que permite escrutar el abismo insondable del misterio de Dios Trinidad.

Es por esta fe y luz sobrenatural que podemos vivir la vida de la gracia, y todo lo que la vida de la gracia implica, porque la fe nos muestra qué es lo que debemos creer, qué es lo que debemos amar, y qué es lo que debemos esperar. En este sentido, la oración de los pastorcitos en Fátima es una oración llena de fe, que muestra con claridad en qué creer, en qué esperar, en qué amar: “Dios mío, yo creo, espero, Te adoro y Te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran, ni Te aman”.

Si no tenemos fe, no sabemos en qué creer, ni en qué esperar, ni qué cosa amar. El que no tiene fe, no sabe en qué creer, y por eso no sabe que está destinado, al final de su vida terrena, a la íntima comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad, y si no sabe lo que le espera, nunca obrará para dirigirse en esa dirección, y así vivirá esta vida como si esta vida fuera el comienzo y el final de todo.

El que no tiene fe, no tiene esperanza, no sabe en qué esperar: no espera en una vida eterna, en una vida absolutamente feliz y dichosa en la eternidad, en la contemplación y en la adoración del Ser divino de Dios Uno y Trino, y en la compañía gozosa y alegre de miríadas de ángeles y santos, y así, vive una vida con una esperanza humana, no teniendo más esperanza que la de formar una familia, tener una profesión, un trabajo, una casa, un auto, y una vida sin sobresaltos. El que no tiene fe, sólo tiene esperanza para una vida puramente humana.

El que no tiene fe, no sabe amar a Dios Uno y Trino, no sabe que Dios es un Océano Infinito de Amor eterno, que se nos dona todo entero, sin restricciones, en la cruz y en la Eucaristía, y que en el amor a Dios Trinidad radica toda la felicidad que el corazón humano busca desde que es creado, y así, sin saber que en el amor de Dios está la plenitud de la vida y de la felicidad, el que no tiene fe se dedica, tristemente, a amar cosas que no son Dios ni llevan a Dios, y así ama las cosas del mundo y a las criaturas, que por ser del mundo y por ser criaturas, no sólo no satisfacen el alma, sino que la llenan de angustia, de vacío, de hartazgo y de soledad.

Quien no tiene fe, no sabe que en la adoración a la Eucaristía se encuentra la felicidad completa del hombre, y que un instante de adoración eucarística, da más felicidad que mil años vividos en el lujo y en la abundancia material.

La fe es como una luz sobrenatural, celestial, divina, que nos hace ver más allá de lo que ven nuestros ojos y nuestra razón: nos hace ver las asombrosas y gloriosas realidades misteriosas de nuestra fe: nos hace ver a Dios no solamente como Dios Uno, como lo conocen todas las religiones, sino como es en su íntima realidad, como la Trinidad de Divinas Personas, las Tres iguales en poder y en majestad y en honor divino, distintas sólo por su procedencia a partir del Padre, Principio sin Principio de las Divinas Personas; la fe nos hace ver la Encarnación del Hijo de Dios, que se encarna en el seno virgen de la Madre, en el tiempo, procediendo desde el seno eterno del Padre, en donde fue engendrado, no creado, desde la eternidad, entre esplendores sagrados, como dice el salmo; la fe nos hace ver a Cristo como Hombre-Dios y no como al hijo del carpintero: como es en su realidad, como el Logos, la Palabra del Padre, que está junto a Dios, que es Dios, que procede de Dios, que es Luz divina que procede de la luz divina, que es el Padre, y que, como Logos, como Palabra eterna, desciende al seno virgen de María y se reviste de una substancia humana, permaneciendo Dios, para iluminar al mundo como luz eterna y para donarse a sí mismo como Pan Vivo que da la Vida eterna; la fe nos hace ver a la Eucaristía no como un pan bendecido, sino como lo que es, la Presencia Personal de todo un Dios que se dona a sí mismo en su Ser divino y en su amor divino, para hacernos el don del Espíritu Santo, el Espíritu del Amor de Dios, en la comunión sacramental; la fe nos hace ver la Santa Misa no como una asamblea cristiana, sino como el sacrificio en cruz de Jesús, que hace en el altar lo mismo que hace en el Calvario: entrega su cuerpo en la Hostia, así como lo entregó en la cruz, y derrama su sangre en el cáliz, así como la derramó en la cruz; la fe nos hace ver, en Cristo crucificado, y en su herida abierta del costado, al Corazón traspasado de Jesús, de donde brota su Sangre, que contiene el Amor de Dios, el Espíritu Santo; la fe nos hace ver, en Cristo crucificado, no a un fracasado maestro hebreo de religión, traicionado y abandonado por sus discípulos, sino al Cordero de Dios, que es inmolado en el ara de la cruz, y que derrama su sangre en el cáliz del altar, para establecer con los hombres una Alianza Nueva y Eterna, sellada con su Sangre, por medio de la cual Dios se nos entrega, por Amor, en la totalidad de su Ser divino, concediéndonos su Misericordia sin límite alguno; la fe nos hace vivir la caridad cristiana, es decir, el amor a Dios y al prójimo, que no es un amor simplemente humano, sino que es un amor divino y humano, el amor mismo de Jesucristo, que es un amor que lleva a amar hasta la muerte de cruz, incluso y sobre todo, en primer lugar, a los enemigos, porque Cristo desde la cruz nos amó y nos perdonó a nosotros, siendo sus enemigos.

“…si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y le dijeran a esa morera: “¡Plántate en el mar!”, ella les obedecería”. No tenemos fe como para mover una morera, pero sí tenemos la fe de la Santa Iglesia Católica, y por la fe de la Iglesia, la Esposa de Cristo, Dios Hijo en Persona baja del cielo hasta la Hostia, y eso es infinitamente más grande que mover una morera y plantarla en el mar.

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