(Domingo
XVI - TO - Ciclo A – 2017)
“Un hombre sembró trigo (...) y su enemigo la cizaña” (Mt 13, 24-43). Jesús utiliza la figura
de un hombre que posee un campo y que siembra una buena semilla de trigo. Al
caer la noche, su enemigo, que lo odiaba, entra sigilosamente en su campo y
siembra cizaña en medio del trigo. Para comprender la parábola, es necesario
detenernos un instante en la consideración de qué es la cizaña: la cizaña es
muy similar exteriormente al trigo, pero la diferencia es que es esta es inútil
para la alimentación, por lo que para lo único que sirve es para ser arrojada
al fuego. El enemigo del hombre de la parábola, lo odiaba tanto, que en su odio
había ideado un plan perverso para arruinar económicamente a aquel que tanto
odiaba, y era volver inútil el sembrado de trigo, sembrando la cizaña: pensaba
que al crecer juntos le trigo y la cizaña, el hombre no se tomaría el trabajo
de separarlos, mandaría a quemar toda la cosecha, y se vería arruinado
económicamente y esa es la razón por la cual siembra la cizaña en medio del
trigo. Hecha esta consideración, continuamos con la parábola, que nos dice que,
con el tiempo, parecen cumplirse los deseos perversos del enemigo del hombre,
ya que empezaron a crecer las semillas de trigo, pero también las de la cizaña,
lo que llevó a los criados a preguntarle al amo si quería que la arrancaran, a lo
que el amo –que sabía que era su enemigo el que le había provocado este daño-
les contesta que no, porque al arrancar la cizaña, se podría arrancar también
el trigo. Les dice entonces que los dejen crecer juntos hasta la siega; allí se
les dirá a los segadores que arranquen primero la cizaña, que la aten en
gavillas y que la arrojen al fuego, mientras que el trigo será almacenado en el
granero. De esa manera, el hombre destruye y frustra el plan maligno que su
enemigo había trazado para él.
La parábola, que es explicada por el mismo Jesús, se
comprende cuando se atribuyen personas y roles a los elementos presentes en la
parábola: “el que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es
el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los
partidarios del maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es
el fin del tiempo, y los segadores son los ángeles”.
Con esta parábola, entonces, Jesús describe qué es lo que
sucederá en el Día del Juicio Final: los buenos, aquellos que se saben
pecadores pero que a pesar de esto luchan para combatir el pecado y perseverar
hasta el final en la gracia, en la negación de sí mismos y en el seguir a Jesús
por el camino de la Cruz, serán llevados al Cielo; los malos, los que negando
la gracia de la conversión persistan en el mal querido y deseado
voluntariamente, como forma de rebelión contra Dios, Bondad infinita, participando
voluntariamente de la rebelión del Demonio contra Dios en los cielos, serán
condenados en el Infierno, aunque nadie caerá en el Infierno sin saberlo, y
nadie irá al Cielo sin desearlo; todos irán al destino eterno que libremente
eligieron por sus obras hechas en plena conciencia, buenas o malas. Dice el
libro de la Sabiduría: “Los justos vivirán eternamente: recibirán de la mano
del Señor un reino espléndido y una maravillosa diadema”.
Pero a los que antepusieron la maldad a la bondad, los bienes perecederos a los
bienes eternos, el pecado a la gracia, se preguntarán, una vez que ya hayan
sido condenados, una vez que estén ya en el lago de fuego infernal: “¿De qué
nos sirve el orgullo? ¿Qué utilidad no ha reportado la vanidad de las riquezas?
Todo esto se ha desvanecido como una sombra, ha desaparecido como ligera posta,
como la huella de un navío en el agua… hubimos nacido apenas y dejamos de
existir… y en nuestra malicia nos consumiremos”.
Mientras
los buenos, los que perseveren en la gracia, serán llevados al cielo, los
malos, los que voluntariamente quisieron hacer el mal para apartarse de Dios,
serán conducidos al Infierno; en ese momento los malvados se darán cuenta,
aunque ya muy tarde, que la gracia era el bien más valioso de esta vida, y que
todos los bienes malhabidos, por inmensos que hubieran sido, ya no existen más,
y que sólo tienen con ellos el odio a Dios, al Demonio, a los ángeles caídos, a
los otros condenados, además del dolor insoportable causado por el fuego, dolor
del que se darán cuenta, en el instante en que comienzan a percibirlo, que nunca
jamás habrá de finalizar. Que el Infierno sea un lugar real y para siempre, nos
lo enseña el Magisterio de la Iglesia y también los santos de la Iglesia
Católica, como Santa Verónica Giuliani,
quien así lo describe: “En un momento, me encontré en un lugar oscuro, profundo
y pestilente; escuché voces de toros, rebuznos de burros, rugidos de leones,
silbidos de serpientes, confusiones de voces espantosas y truenos grandes que
me dieron terror y me asustaron. También vi relámpagos de fuego y humo denso.
¡Despacio! que todavía esto no es nada. Me pareció ver una gran montaña como
formada toda por una enrome cantidad de víboras, serpientes y basiliscos
entrelazados en cantidades infinitas; no se distinguía uno de las otras. La
montaña viva era un clamor de maldiciones horribles. Se escuchaba por debajo de
ellos maldiciones y voces espantosas. Me volví a mis Ángeles y les pregunté qué
eran aquellas voces; y me dijeron que eran voces de las almas que serían
atormentadas por mucho tiempo, y que dicho lugar era el más frío. En efecto, se
abrió enseguida aquel gran monte, ¡y me pareció verlo todo lleno de almas y demonios!
¡En gran número! Estaban aquellas almas pegadas como si fueran una sola cosa y
los demonios las tenían bien atadas a ellos con cadenas de fuego, que almas y
demonios son una cosa misma, y cada alma tiene encima tantos demonios que
apenas se distinguía. El modo en que las vi no puedo describirlo; sólo lo he
descrito así para hacerme entender, pero no es nada comparado con lo que es. Fui
transportada a otro monte, donde estaban toros y caballos desenfrenados los
cuales parecía que se estuvieran mordiendo como perros enojados. A estos
animales les salía fuego de los ojos, de la boca y de la nariz; sus dientes
parecían agudísimas espadas afiladas que después reducían a pedazos todo
aquello que les entraba por la boca; incluso aquellos que mordían y devoraban
las almas. ¡Qué alaridos y qué terror se sentía! No se detenían nunca, fue
cuando entendí que permanecían siempre así. Vi después otros montes más
despiadados; pero es imposible describirlos, la mente humana no podría nunca
comprender. En medio de este lugar, vi un trono altísimo, larguísimo, horrible
¡y compuesto por demonios! Más espantoso que el infierno, ¡y en medio de ellos
había una silla formada por demonios, los jefes y el principal! Ahí es donde se
sienta Lucifer, espantoso, horroroso. ¡Oh Dios! ¡Qué figura tan horrenda!
Sobrepasa la fealdad de todos los otros demonios; parecía que tuviera una capa
formada de cien capas, y que ésta se encontrara llena de picos bien largos, en
la cima de cada una tenía un ojo, grande como el lomo de un buey, y mandaba
saetas ardientes que quemaban todo el infierno. Y con todo que es un lugar tan
grande y con tantos millones y millones de almas y de demonios, todos ven esta
mirada, todos padecen tormentos sobre tormentos del mismo Lucifer. Él los ve a
todos y todos lo ven a él. Aquí, mis Ángeles me hicieron entender que, como en
el Paraíso, la vista de Dios, cara a cara, vuelve bienaventurados y contentos a
todos alrededor, así en el infierno, la fea cara de Lucifer, de este monstruo
infernal, es tormento para todas las almas. Ven todas, cara a cara el Enemigo
de Dios; y habiendo para siempre perdido Dios, y no tenerlo nunca, nunca más
podrán gozarlo en forma plena. Lucifer lo tiene en sí, y de él se desprende de
modo que todos los condenados participan de ello. Él blasfema y todos
blasfeman; él maldice y todos maldicen; él atormenta y todos atormentan. - ¿Y
por cuánto será esto?, pregunté a mis Ángeles. Ellos me respondieron: - Para
siempre, por toda la eternidad. ¡Oh Dios! No puedo decir nada de aquello que he
visto y entendido; con palabras no se dice nada. Aquí, enseguida, me hicieron
ver el cojín donde estaba sentado Lucifer, donde eso está apoyado en el trono.
Era el alma de Judas. Y bajo sus pies había otro cojín bien grande, todo
desgarrado y marcado. Me hicieron entender que estas almas eran almas de
religiosos; abriéndose el trono, me pareció ver entre aquellos demonios que
estaban debajo de la silla una gran cantidad de almas. Y entonces pregunte a
mis Ángeles: - ¿Y estos quiénes son? Y ellos me dijeron que eran Prelados,
Jefes de Iglesia y de Superiores de Religión. ¡Oh Dios!!!! Cada alma sufre en
un momento todo aquello que sufren las almas de los otros condenados; me
pareció comprender que ¡mi visita fue un tormento para todos los demonios y
todas las almas del infierno! Venían conmigo mis Ángeles, pero de incógnito
estaba conmigo mi querida Mamá, María Santísima, porque sin Ella me hubiera
muerto del susto. No digo más, no puedo decir nada. Todo aquello que he dicho
es nada, todo aquello que he escuchado decir a los predicadores es nada. El
infierno no se entiende, ni tampoco se podrá aprender la acerbidad de sus penas
y sus tormentos. Esta visión me ha ayudado mucho, me hizo decidir de verdad a
despegarme de todo y a hacer mis obras con más perfección, sin ser descuidada.
En el infierno hay lugar para todos, y estará el mío si no cambio vida. ¡Sea
todo a gloria de Dios, según la voluntad de Dios, por Dios y con Dios!”.
Otro
elemento que debemos considerar es que en la cizaña están representados los que
voluntariamente viven alejados de Dios, mientras que en el trigo, están
simbolizados quienes viven en gracia, pues Jesús mismo, se compara a sí mismo
con un grano de trigo, cuando dice que “el grano de trigo debe caer en tierra
para dar fruto”, ya que ése es Él que
muere en la cruz y da el fruto de la
Resurrección. Y así como Jesús, cuyo Cuerpo es trigo que es molido en la Pasión
y cocido en el Fuego del Espíritu Santo en la Resurrección, para ser donado
como Pan de Vida eterna en el altar eucarístico, así también, sus seguidores,
quienes sean cristianos no solo de nombre sino de obra también, son comparados
con el trigo de la parábola, porque por la gracia, los cristianos son unidos a
Él y participan de su Pasión redentora, convirtiéndose en corredentores de sus
hermanos.
Jesús
es el Dueño del mundo, el Creador del universo, tanto visible como invisible, y
Él siembra la semilla buena de la gracia en los corazones de los hombres para
que, participando de su divinidad, se unan a Él en su sacrificio redentor y se
ofrezcan como trigo limpio y puro para ser convertidos en otros tantos cristos,
ofrecidos al Padre en el Santo Sacrificio del altar, para la salvación de los
hombres. Así como Jesús, que es trigo molido en la Pasión y cocido en el Fuego
del Espíritu Santo, se convierte en Pan de Vida eterna, ofrecido al Padre como
sacrificio purísimo y perfectísimo en expiación por los pecados del mundo, así
también los cristianos que, por la gracia, se convierten en otros cristos, al
unirse a su Cuerpo Místico por el Espíritu Santo, y son ofrecidos por María
Virgen al Padre, en su Hijo y por su Hijo, como víctimas en la Víctima que es
Cristo, para expiar los pecados del mundo.
Por
este motivo es que, si deseamos ser la buena semilla de trigo y no la cizaña,
debemos unirnos espiritualmente al pan y al vino que se ofrecen en el altar
eucarístico, pero que todavía no son Jesús, para que cuando venga el Espíritu
Santo, Fuego de Amor Divino, en el momento de la consagración, en la
transubstanciación, se incendien con este Divino Fuego nuestros corazones en el
Amor de Dios. Ofrezcamos, interior y espiritualmente, todo lo que somos y
tenemos, toda nuestra vida, todo nuestro ser, simbolizado en los granos de
trigo unidos en el pan del altar, el pan de la ofrenda, para ser quemados por
el Fuego que viene de lo alto al pronunciar el sacerdote las palabras de la
consagración, que convierten el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del
Señor. De esa manera, así como el pan corriente, hecho de trigo sin levadura,
por la acción del Fuego Divino que es el Espíritu Santo, se convierte en el Pan
de Vida eterna, el Cuerpo resucitado y glorioso de Jesús, así también nuestro
ser y nuestra vida, ofrecidos en la patena antes de la consagración, interior y
espiritualmente, se convertirán en ofrenda agradable a Dios, al subir como
aroma de suave incienso, al estar unidos al Cuerpo de Jesús como su Cuerpo
Místico, animado por su Espíritu, el Espíritu Santo.
Pero de la misma manera a como Cristo tiene su Cuerpo
Místico, que es ofrecido en oblación por la salvación del mundo, así también el
Diablo o Demonio, la Serpiente Antigua, también tiene su contra-cuerpo místico,
la masonería eclesiástica y política, los hombres que participando y uniéndose
al Demonio en su odio deicida, buscan de todas formas la destrucción de la
Iglesia, de la familia, del orden natural y que se ofrecen para la obra
destructora satánica. Es la cizaña, que solo sirve para ser arrojada al fuego
del Infierno, porque quien se une al Demonio en su lucha contra Dios, tiene un
único destino, la eterna condenación, de no mediar la conversión. Sin embargo, no
hace falta pertenecer a la Masonería para formar parte de las filas del
Demonio: basta con ser indiferentes a la gracia, a los Mandamientos de la Ley
de Dios, a los sacramentos de la Iglesia Católica; basta con cruzarse de brazos
ante el embate infernal que, día a día, por los medios de comunicación,
destruyen a pasos agigantados, desde dentro y fuera de la Iglesia, a la
Iglesia, a la familia y a todo lo que sea el orden natural, creado y querido
por Dios. Basta con apoyar la anti-natura y las expresiones de la cultura de la
muerte –aborto, eutanasia, FIV, alquiler de vientres, clonación humana, etc.-
para ser la cizaña, condenada al fuego eterno. Basta con integrar, de modo
voluntario y sin intención alguna de salir de ellos, los grupos explícitamente
nombrados en la Escritura como aquellos que nunca entrarán en el Reino de los
cielos: los apóstatas, los criminales, los hechiceros –y aquí están las
prácticas de la Nueva Era, como yoga, reiki, metafísica gnóstica, vudú,
esoterismo, ocultismo, satanismo-, los que se embriagan, los fornicarios, los
adúlteros, los homosexuales –no quiere decir que el homosexual, por serlo, se
condenará, sino aquel que no desee ni busque vivir la castidad, que es lo que
se le pide a todo heterosexual. En definitiva, forman la cizaña sembrada por el
Maligno los obradores de iniquidad en todas sus variantes, aunque se condenarán
aquellos que, voluntaria y deliberadamente, persistan en el mal, y no quienes,
cayendo por la debilidad humana, hagan propósito de enmienda y busquen, con
todas sus fuerzas, vencerse a sí mismos con la ayuda de la gracia y seguir al
Cordero por el Camino Real de la Cruz.