Jesús
expulsa a los demonios de dos gadarenos poseídos (cfr. Mt 8, 28-34). El episodio evangélico revela, por un lado, el poder
divino de Jesús, quien con su sola palabra expulsa a una multitud de demonios;
por otro lado, revela la existencia de los demonios, es decir, los ángeles
caídos, los que se rebelaron contra Dios, siguiendo a Lucifer. El hecho de que
Jesús los expulse indica, además, que los demonios están presentes por todas
partes y que Él ha venido “para destruir” las obras del Demonio. El exorcismo
que practica Jesús y la posterior expulsión de los ángeles caídos es una señal
de que Dios encarnado ha iniciado la obra de la redención de la humanidad,
rescatándola de las garras de la Serpiente Antigua. La lucha entablada en el
cielo, entre los ángeles fieles a Dios, comandados por San Miguel Arcángel, por
la cual los demonios fueron expulsados del cielo, continúa en la tierra y
continuará hasta el fin de los tiempos, solo que ahora quien combate en Persona
contra la infestación demoníaca del mundo y de las almas, ya no es un Arcángel,
sino Dios Hijo en Persona, por lo que el triunfo está asegurado desde el
inicio. Será en el momento de su mayor humillación y en la muestra de aparente
debilidad, su agonía y muerte en la cruz, cuando el Hombre-Dios venza a la
Serpiente Antigua y a todo el infierno, además de derrotar para siempre a la
muerte y el pecado. Quienes niegan la existencia del Demonio –como por ejemplo,
el superior de los jesuitas, P. Abascal, quien sostiene que es una figura
simbólica[1]-, deberían
releer las Escrituras, sobre todo en pasajes como este, en el que está
claramente revelada la existencia de los demonios, además del poder divino de
Jesús, que es con lo que los derrota. El Padre Pío afirmaba que, si pudiéramos
ver sensiblemente, corporalmente, a los demonios que actualmente están en la
tierra, buscando perder almas en el infierno, no podríamos ver la luz del sol,
ya que es tal la cantidad de demonios sueltos por el mundo, que formarían un
espeso muro entre nosotros y el cielo. Sólo Jesús, el Hombre-Dios, con su
sacrificio redentor en la cruz, nos puede liberar de las garras del Demonio y del
infierno entero. Y lo hará cuando, llegada la Hora que sólo el Padre conoce, le
permita a su Madre, la Virgen Santísima, aplastar la cabeza del Dragón rojo. Hasta
ese entonces, y conscientes de que la presencia y actividad demoníaca en
nuestros días es la más intensa jamás registrada en la historia de la
humanidad, junto con la Iglesia, la Esposa del Cordero, decimos: “¡Ven, Señor
Jesús!” (Ap 22, 20).
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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