jueves, 19 de septiembre de 2024

“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre quién era el más grande”

 


(Domingo XXV - TO - Ciclo B - 2024)

“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre quién era el más grande” (Mc 9, 30-37). El episodio del Evangelio demuestra claramente que la crisis de la Iglesia que se vive en nuestros días es, por un lado, una crisis de santidad y que esa crisis de santidad proviene desde el nacimiento mismo de la Iglesia, desde su mismo origen y desde su seno y que se origina en la evidente incomprensión entre el mensaje transmitido por Jesús, el Hombre-Dios, a sus discípulos, y el mensaje recibido por estos. Es decir, es una crisis de comunicación, o también podríamos decir, una crisis de transmisión-recepción en cuanto al mensaje, que viene de lo alto, que viene del Hombre-Dios Jesucristo y que, o no es recibido, o es recibido en forma completa y absolutamente distorsionada por parte de sus discípulos más cercanos. Y si sus discípulos más cercanos interpretan en forma distorsionada el mensaje de salvación de Jesús, entonces este mensaje se transmite cada vez más distorsionado a los demás integrantes de la Iglesia, cuanto más distantes se encuentren en la escala jerárquica de la misma.

De manera concreta, vemos en este pasaje cómo, mientras Jesús les revela proféticamente su misterio pascual de Muerte y Resurrección, misterio que implica la traición de uno de ellos, Judas Iscariote; misterio que implica el apresamiento por parte de la guardia de los sacerdotes del Templo; misterio que implica un juicio injusto basado en calumnias, en mentiras, en acusaciones falsas, en testigos falsos, en una sentencia falsa, en una condena a muerte falsa, en una muerte en cruz sumamente dolorosa, en el rechazo de todo el pueblo de Jerusalén, para luego recién resucitar al tercer día, mientras Jesús les anticipa que debe atravesar todo este dolor para recién resucitar en la gloria, como único medio de rescatar a la humanidad del pecado, de la muerte y del infierno, los discípulos, aquellos elegidos por Jesús para que participaran de su Pasión y Muerte y luego de su gloria, demuestran una cortedad de miras y una poquedad de ánimos que asusta; demuestran claramente que no están mínimamente a la altura de los acontecimientos, demostrando estar aferrados, no al porvenir de grandeza eterna y de felicidad celestial que Jesús les promete por medio de la Cruz, sino a las migajas de su propio ego y de su propio bienestar; demuestran que se encuentran muy bien así como están; quieren ser considerados como los discípulos del Maestro que resucita muertos, que da alegría a quienes han perdido por la muerte a un ser querido; quieren ser reconocidos como discípulos de un Maestro que sacia el hambre corporal de quien multiplica panes y peces; quieren reconocidos y saludados por las calles como discípulos de un Maestro que enseña “con autoridad”; quieren ser discípulos de un Maestro que cura enfermedades crónicas incurables, que dejan a todos asombrados; quieren ser discípulos de un Maestro que provoca la admiración y el respeto al curar paralíticos, sordos, mudos y ciegos; quieren ser discípulos de un Maestro que expulsa demonios y hace exorcismos espectaculares, con el solo poder de su boca, expulsando demonios y dejando a los posesos en total normalidad; en definitiva, quieren la fama y la gloria que les dan los hombres por ser ellos los discípulos de un Maestro que deja contentos a todos, porque a todos les soluciona sus problemas, pero no quieren a un Maestro que viene a hablarles de cruz, de traición, de muerte, de persecución, de sufrimiento, aunque ello implica la derrota de la muerte, del demonio y del infierno. La incomprensión entre lo que Jesús les revela y lo que ellos reciben como mensaje, es decir, lo que ellos “no comprenden”, radica principalmente en la Pasión: no entienden ni qué es la Pasión ni el por qué ni para qué Jesús ha de sufrir la Pasión y esto porque todo lo analizan con categorías puramente humanas, racionales. Dice así el Evangelio: “Jesús (les decía): “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”. Jesús les habla claramente de su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual habrá de salvar a los hombres, pero ellos “no entienden” lo que Jesús les dice: “Una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: “¿De qué hablaban en el camino?”. Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. “No entienden”, porque en la Pasión los modos humanos se invierten: el rey es humillado y lleva la cruz, mientras que el servidor del rey sirve de acompañante del rey y solo ocasionalmente, como el Cirineo, puede ayudar a su rey llevar la cruz. En la Pasión el rey es insultado, blasfemado, escupido, golpeado, insultado, pateado, maldecido, mientras que el ayudante del rey pasa desapercibido y solo se limita a compadecerse de su rey.

Los discípulos no piensan en las humillaciones y dolores de la Pasión, que vienen de lo alto; piensan con categorías humanas y según las categorías humanas, es más importante quien más aplausos, quien más honores, quien más alabanzas recibe de los propios hombres, sin contar que para Dios eso no vale nada; para Dios, los aplausos que los hombres se dan unos a otros y las glorificaciones que los hombres se dan unos a otros, valen menos que un puñado de arena que se escurre entre los dedos de una mano. Los discípulos “no entienden” lo que Jesús les dice porque mientras Jesús les revela proféticamente los dramáticos acontecimientos del plan divino de redención que pasa por el misterio de la Cruz, ellos están enfrascados en el egoísmo humano, discutiendo sobre banalidades que no cuentan para nada, como, por ejemplo, “cuál de ellos es el más grande”: “Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. De esta manera demuestran que no solo no están a la altura de los graves acontecimientos sobrenaturales que están por sobrevenir, sino que, peor aún, demuestran una mentalidad humana infantil, caracterizada por un espíritu orgulloso, vanidoso, soberbios, apegado a los honores, a los aplausos de los hombres, a los vanos homenajes con que los hombres se halagan unos a otros. Deberían estar disputándose el primer lugar al pie de la cruz, el primer lugar ante Jesús crucificado y ante la Virgen de los Dolores, para participar de sus penas y angustias y humillaciones, pero no, están peleándose, como niños, por inútiles honores mundanos que, ante los ojos de Dios, son como estrellas fugaces que aparecen un instante en el cielo y luego se pierden para siempre en la oscuridad del universo para nunca más aparecer.

“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía (estaban) discutiendo sobre quién era el más grande”. La crisis actual de la Iglesia, caracterizada por, más que falta de fe verdaderamente católica, en ausencia de fe católica, tal como se expresa en el Credo de los Apóstoles y se manifiesta en una apostasía masiva jamás antes vista en su historia, se inicia en esta actitud de los discípulos de Jesús: en vez de pensar en la feliz eternidad a la que nos conduce el Misterio Pascual de Muerte y Resurrección del Hombre-Dios Jesucristo, los integrantes del Cuerpo Místico de Cristo, los bautizados en la Iglesia Católica, piensan en los honores mundanos, en los placeres de la tierra, en el éxito temporal, en la vanidad de ocupar el primer puesto en cualquier institución eclesial, para así recibir vanos y superfluos honores, aplausos y hosanas de los hombres, que nada valen ante Dios y que de nada sirven para la vida eterna. La apostasía, núcleo de la crisis de la Iglesia de nuestros días, se origina en la actitud de los discípulos que escuchaban a Jesús, pero en realidad no lo escuchaban, porque estaban absortos en problemas mundanos: “Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. No podían saber qué era lo que Jesús les había dicho, porque el centro de su atención, el principal problema a resolver para sus egoístas espíritus era determinar “quién era el más grande”, “quién era el más importante”, “quién era el que más honores y aplausos y títulos” habría de recibir por parte de los hombres. Pero a ninguno le importaba la salvación de las almas, ni la cruz, ni el Calvario, ni la vida eterna, ni el Reino de los cielos. Debemos tener mucho cuidado, porque también nosotros podemos cometer el mismo error -sino es que ya lo hemos cometido-; también nosotros podemos caer en el error del inmanentismo del presente, según el cual solo existe el aquí y ahora y nada más; también nosotros podemos caer en el error de olvidar que debemos subir al Monte Calvario para mirar, desde allí, a través del Costado traspasado de Jesús, el destino de eternidad que nos espera en la otra vida.

“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía porque estaban discutiendo sobre quién era el más grande”. Tengamos mucho cuidado de no ser nosotros esos mismos discípulos que, por buscar la vanagloria de los hombres, cuando Jesús nos llame ante Su Presencia para preguntarnos qué hicimos para salvar nuestras almas, para glorificar a la Trinidad y para salvar las almas de nuestros hermanos, no seamos capaces de entender de qué está nos está hablando Jesús, porque estuvimos perdiendo el tiempo buscando, no la gloria de Dios, sino inútiles puestos de poder y los todavía más inútiles aplausos de los hombres.


No hay comentarios:

Publicar un comentario