(Domingo XXV - TO - Ciclo B -
2024)
“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía
(estaban) discutiendo sobre quién era el más grande” (Mc 9, 30-37). El episodio del Evangelio demuestra claramente que la
crisis de la Iglesia que se vive en nuestros días es, por un lado, una crisis
de santidad y que esa crisis de santidad proviene desde el nacimiento mismo de
la Iglesia, desde su mismo origen y desde su seno y que se origina en la
evidente incomprensión entre el mensaje transmitido por Jesús, el Hombre-Dios,
a sus discípulos, y el mensaje recibido por estos. Es decir, es una crisis de
comunicación, o también podríamos decir, una crisis de transmisión-recepción en
cuanto al mensaje, que viene de lo alto, que viene del Hombre-Dios Jesucristo y
que, o no es recibido, o es recibido en forma completa y absolutamente
distorsionada por parte de sus discípulos más cercanos. Y si sus discípulos más
cercanos interpretan en forma distorsionada el mensaje de salvación de Jesús,
entonces este mensaje se transmite cada vez más distorsionado a los demás
integrantes de la Iglesia, cuanto más distantes se encuentren en la escala
jerárquica de la misma.
De manera concreta, vemos en este pasaje cómo, mientras
Jesús les revela proféticamente su misterio pascual de Muerte y Resurrección,
misterio que implica la traición de uno de ellos, Judas Iscariote; misterio que
implica el apresamiento por parte de la guardia de los sacerdotes del Templo;
misterio que implica un juicio injusto basado en calumnias, en mentiras, en
acusaciones falsas, en testigos falsos, en una sentencia falsa, en una condena
a muerte falsa, en una muerte en cruz sumamente dolorosa, en el rechazo de todo
el pueblo de Jerusalén, para luego recién resucitar al tercer día, mientras
Jesús les anticipa que debe atravesar todo este dolor para recién resucitar en
la gloria, como único medio de rescatar a la humanidad del pecado, de la muerte
y del infierno, los discípulos, aquellos elegidos por Jesús para que
participaran de su Pasión y Muerte y luego de su gloria, demuestran una
cortedad de miras y una poquedad de ánimos que asusta; demuestran claramente
que no están mínimamente a la altura de los acontecimientos, demostrando estar
aferrados, no al porvenir de grandeza eterna y de felicidad celestial que Jesús
les promete por medio de la Cruz, sino a las migajas de su propio ego y de su
propio bienestar; demuestran que se encuentran muy bien así como están; quieren
ser considerados como los discípulos del Maestro que resucita muertos, que da
alegría a quienes han perdido por la muerte a un ser querido; quieren ser
reconocidos como discípulos de un Maestro que sacia el hambre corporal de quien
multiplica panes y peces; quieren reconocidos y saludados por las calles como
discípulos de un Maestro que enseña “con autoridad”; quieren ser discípulos de
un Maestro que cura enfermedades crónicas incurables, que dejan a todos
asombrados; quieren ser discípulos de un Maestro que provoca la admiración y el
respeto al curar paralíticos, sordos, mudos y ciegos; quieren ser discípulos de
un Maestro que expulsa demonios y hace exorcismos espectaculares, con el solo
poder de su boca, expulsando demonios y dejando a los posesos en total
normalidad; en definitiva, quieren la fama y la gloria que les dan los hombres
por ser ellos los discípulos de un Maestro que deja contentos a todos, porque a
todos les soluciona sus problemas, pero no quieren a un Maestro que viene a hablarles
de cruz, de traición, de muerte, de persecución, de sufrimiento, aunque ello
implica la derrota de la muerte, del demonio y del infierno. La incomprensión
entre lo que Jesús les revela y lo que ellos reciben como mensaje, es decir, lo
que ellos “no comprenden”, radica principalmente en la Pasión: no entienden ni
qué es la Pasión ni el por qué ni para qué Jesús ha de sufrir la Pasión y esto
porque todo lo analizan con categorías puramente humanas, racionales. Dice así
el Evangelio: “Jesús (les decía): “El Hijo del hombre va a ser entregado en
manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”.
Jesús les habla claramente de su misterio pascual de muerte y resurrección,
misterio por el cual habrá de salvar a los hombres, pero ellos “no entienden”
lo que Jesús les dice: “Una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: “¿De
qué hablaban en el camino?”. Ellos callaban, porque habían estado discutiendo
sobre quién era el más grande”. “No entienden”, porque en la Pasión los modos
humanos se invierten: el rey es humillado y lleva la cruz, mientras que el
servidor del rey sirve de acompañante del rey y solo ocasionalmente, como el
Cirineo, puede ayudar a su rey llevar la cruz. En la Pasión el rey es
insultado, blasfemado, escupido, golpeado, insultado, pateado, maldecido,
mientras que el ayudante del rey pasa desapercibido y solo se limita a
compadecerse de su rey.
Los discípulos no piensan en las humillaciones y
dolores de la Pasión, que vienen de lo alto; piensan con categorías humanas y
según las categorías humanas, es más importante quien más aplausos, quien más
honores, quien más alabanzas recibe de los propios hombres, sin contar que para
Dios eso no vale nada; para Dios, los aplausos que los hombres se dan unos a
otros y las glorificaciones que los hombres se dan unos a otros, valen menos
que un puñado de arena que se escurre entre los dedos de una mano. Los discípulos
“no entienden” lo que Jesús les dice porque mientras Jesús les revela
proféticamente los dramáticos acontecimientos del plan divino de redención que
pasa por el misterio de la Cruz, ellos están enfrascados en el egoísmo humano,
discutiendo sobre banalidades que no cuentan para nada, como, por ejemplo,
“cuál de ellos es el más grande”: “Ellos callaban,
porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. De esta
manera demuestran que no solo no están a la altura de los graves acontecimientos
sobrenaturales que están por sobrevenir, sino que, peor aún, demuestran una
mentalidad humana infantil, caracterizada por un espíritu orgulloso, vanidoso,
soberbios, apegado a los honores, a los aplausos de los hombres, a los vanos
homenajes con que los hombres se halagan unos a otros. Deberían estar
disputándose el primer lugar al pie de la cruz, el primer lugar ante Jesús
crucificado y ante la Virgen de los Dolores, para participar de sus penas y
angustias y humillaciones, pero no, están peleándose, como niños, por inútiles
honores mundanos que, ante los ojos de Dios, son como estrellas fugaces que
aparecen un instante en el cielo y luego se pierden para siempre en la
oscuridad del universo para nunca más aparecer.
“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía
(estaban) discutiendo sobre quién era el más grande”. La crisis actual de la
Iglesia, caracterizada por, más que falta de fe verdaderamente católica, en
ausencia de fe católica, tal como se expresa en el Credo de los Apóstoles y se
manifiesta en una apostasía masiva jamás antes vista en su historia, se inicia
en esta actitud de los discípulos de Jesús: en vez de pensar en la feliz
eternidad a la que nos conduce el Misterio Pascual de Muerte y Resurrección del
Hombre-Dios Jesucristo, los integrantes del Cuerpo Místico de Cristo, los
bautizados en la Iglesia Católica, piensan en los honores mundanos, en los
placeres de la tierra, en el éxito temporal, en la vanidad de ocupar el primer
puesto en cualquier institución eclesial, para así recibir vanos y superfluos
honores, aplausos y hosanas de los hombres, que nada valen ante Dios y que de
nada sirven para la vida eterna. La apostasía, núcleo de la crisis de la
Iglesia de nuestros días, se origina en la actitud de los discípulos que
escuchaban a Jesús, pero en realidad no lo escuchaban, porque estaban absortos
en problemas mundanos: “Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre
quién era el más grande”. No podían saber qué era lo que Jesús les había dicho,
porque el centro de su atención, el principal problema a resolver para sus
egoístas espíritus era determinar “quién era el más grande”, “quién era el más
importante”, “quién era el que más honores y aplausos y títulos” habría de
recibir por parte de los hombres. Pero a ninguno le importaba la salvación de
las almas, ni la cruz, ni el Calvario, ni la vida eterna, ni el Reino de los
cielos. Debemos tener mucho cuidado, porque también nosotros podemos cometer el
mismo error -sino es que ya lo hemos cometido-; también nosotros podemos caer
en el error del inmanentismo del presente, según el cual solo existe el aquí y
ahora y nada más; también nosotros podemos caer en el error de olvidar que
debemos subir al Monte Calvario para mirar, desde allí, a través del Costado
traspasado de Jesús, el destino de eternidad que nos espera en la otra vida.
“Los discípulos no comprendían lo que Jesús les decía
porque estaban discutiendo sobre quién era el más grande”. Tengamos mucho cuidado
de no ser nosotros esos mismos discípulos que, por buscar la vanagloria de los
hombres, cuando Jesús nos llame ante Su Presencia para preguntarnos qué hicimos
para salvar nuestras almas, para glorificar a la Trinidad y para salvar las
almas de nuestros hermanos, no seamos capaces de entender de qué está nos está
hablando Jesús, porque estuvimos perdiendo el tiempo buscando, no la gloria de
Dios, sino inútiles puestos de poder y los todavía más inútiles aplausos de los
hombres.
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