martes, 29 de julio de 2025

“¿Para quién será lo que has acumulado?”



(Domingo XVIII - TO - Ciclo C- 2025)

            “¿Para quién será lo que has acumulado?” (cfr. Lc 12, 13-21). En el Evangelio de hoy se plantean dos temas: el pecado de la avaricia, que es la acumulación egoísta y desmedida de bienes materiales y el tema de la muerte, no tanto el de la muerte en sí misma, sino en el vivir esta vida terrena como si no existiera una vida eterna, un Juez al cual dar cuenta de nuestros actos y un destino eterno, cielo e infierno, al cual habremos de ser destinados según nuestras acciones libremente realizadas en esta vida. El pecado de la avaricia se ve retratado en la construcción y acumulación innecesaria, por parte del hombre de la parábola, de graneros y más graneros -lo que equivaldría, en términos actuales, a vehículos, propiedades, bienes raíces, campos, cuentas bancarias, etc.-, que van más allá de lo necesario para el sustento cotidiano; después de acumular hasta el hartazgo, el hombre de la parábola se felicita a sí mismo, dice el Evangelio, porque -y aquí está el segundo error- supone que tiene “para bastantes años”; por el contrario, Dios, lejos de felicitarlo por haber acumulado en vano tantas riquezas, lo llama “insensato”: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has acumulado?”[1]. Dios llama al hombre “insensato”, y según la Real Academia Española, un sinónimo de “insensato” es “tonto”, “aquel que actúa de manera imprudente e irreflexiva”, aquel que actúa sin usar lo que diferencia al hombre del animal, la inteligencia. Es decir, lejos de felicitar al hombre por su conducta avara, Dios lo reprocha en sus dos aspectos: por haber acumulado en forma avara y por no haber pensado que podía morir esa misma noche, con lo cual todos esos bienes acumulados no le servían para nada. Entonces, el reproche de Dios no va dirigido a la sucesión de los bienes, aunque eso pudiera parecer en un primer momento, porque Dios le dice: “Insensato, ¿para quién será lo que has acumulado?”, pero no es la herencia de los bienes lo que le importa a Dios, sino que lo que Dios le quiere hacer ver al alma es la inutilidad de acumular bienes, porque los bienes materiales de esta vida, no se llevan a la otra. En el ataúd no hay espacio más que para el cuerpo, y para la ropa que se lleva puesta. Y si esa ropa luego será alimento para los gusanos, entonces no hay nada, absolutamente nada que sea llevado de esta vida a la otra. Éste es el sentido de la pregunta: “¿Para quién será lo que has acumulado?”: “¿Para qué acumulas en esta vida, sino habrás de llevarte nada a la otra?”.

          El otro aspecto del reproche divino hacia el hombre de la parábola es el de no pensar en la muerte, en el sentido de que esta vida terrena no es para siempre y que, tarde o temprano, en el momento fijado por Dios desde la eternidad, cada uno de nosotros debemos de atravesar el umbral de la muerte para ingresar en la eternidad. Tan cierta es esta realidad, que esta vida terrena es solo una preparación para la muerte, esta vida terrena, dicen los santos de la Iglesia Católica, es en realidad una preparación para ingresar a la vida eterna, en el Reino de los cielos. Pero sucede que si no nos preparamos para el Reino de los cielos, en el momento de morir, al no estar preparados, indefectiblemente seremos arrojados al Reino de las tinieblas, al Infierno eterno, que es la Segunda Muerte o Muerte Eterna o Verdadera Muerte.

          Como fruto envenenado de la religión del Anticristo, la secta de la Nueva Era, la New Age o Conspiración de Acuario, se han difundido, especialmente en el seno de la Iglesia Católica, teorías falsas y anticristianas sobre la muerte y es por eso que no solo en las falsas religiones, sino en el seno mismo de la Iglesia Católica, se difunden toda clase de falsedades acerca de las postrimerías, es decir, acerca de la muerte y del más allá. Se han introducido teorías sincretistas, budistas, hinduistas, ocultistas, que mezclan al catolicismo con la reencarnación, la migración de almas, la transmutación, la disolución en un cosmos impersonal, etc., todas teorías absolutamente incompatibles con la Revelación de Jesucristo y con el Dogma Católico. Por ejemplo, se cree, con absoluta liviandad, que la muerte es una aventura de la cual se puede regresar, como en el caso de las películas demoníacas de Harry Potter[2]. Dicho sea de paso, en estos días se está llevando a cabo una producción de una serie de Harry Potter por parte HBO y las críticas se basan en aspectos superficiales, como por ejemplo, el aspecto de los actores, el uso de CGI o el uso de tomas reales, el rechazo de la autora J. K. Rowling a la ideología LGBT (lo cual está bien, dicho sea de paso) etc., cuando la verdadera crítica debería ser que la serie no debería hacerse por ser satanismo explícito y por inducir a la iniciación al ocultismo a generaciones enteras de niños y adolescentes. Regresando al tema de las teorías anticristianas sobre la muerte, todas estas son teorías falsas y engañosas, que buscan dar la idea de que no hay un Dios que castigue las obras malas y premie a las buenas, y buscan así tranquilizar las conciencias, porque si en la otra vida no hay ni premio ni castigo, entonces en esta hay que hacer lo que se nos venga en gana, total, nadie nos pedirá cuenta de nada.

            Esto es un gran engaño: hay un Dios que está esperando inmediatamente después de traspasado el umbral de la muerte para juzgar al alma en lo que se cono como “Juicio Particular”, en donde el alma recibe la justa sentencia merecida según sus obras libremente realizadas en la vida terrena: si obró el bien, merecerá el Cielo; si obró el mal, merecerá el Infierno y esto porque Dios es Justo Juez, no puede dejar de premiar al bueno y de castigar al malo.

          El alma no se disuelve en la nada, ni es aniquilada, ni comienza a migrar en búsqueda de nuevos cuerpos para comenzar a vivir una nueva vida en la tierra, como equivocadamente dice la teoría de la reencarnación: el alma comparece inmediatamente ante Dios, apenas se separa del cuerpo en el momento de la muerte y su destino es, o el Cielo, o el Infierno, siendo el Purgatorio un destino temporal, por así decirlo, antes de entrar en el Cielo.

            Que el infierno sea un lugar real y posible, nos lo dice Santa Teresa de Ávila, quien, en vida, fue transportada por Dios al infierno, al lugar que estaba reservado para ella. Dice así la Santa: “Después de haber pasado bastante tiempo en que Dios me favorecía con grandes regalos, estando un día en oración me encontré, sin saber cómo, metida dentro del infierno. Entendí que el Señor quería que viese el lugar que se me tenía preparado por mis pecados. Todo ocurrió en un instante pero, aunque viviere muchos años, nunca lo olvidaré. La entrada se parecía a un callejón largo y estrecho como la entrada de un horno, baja, oscura y angosta. El suelo era como de lodo que apestaba y repleto de alimañas. La entrada terminaba en una concavidad en una pared, como un nicho. Allí fui colocada a presión. Todo lo que vi era una delicia en comparación a lo que sentí en aquel lugar. Sentí un fuego en el alma que no sé explicar cómo es. Unos dolores corporales tan horrendos que no se pueden comparar con los que aquí tenemos, a pesar de haber soportado yo muy dolorosas enfermedades. Al mismo tiempo, vi que había de ser sin fin y sin ninguna interrupción. Pero todo eso es nada, absolutamente nada, en comparación a la agonía del alma; una angustia, una asfixia, una tristeza tan penetrante y atroz que no hay palabras para expresarla. Decir que es como si siempre nos estuvieran arrancando el corazón, es poco. Es como si el mismo corazón se deshiciera en pedazos, sin término ni fin. Yo no veía quién me producía los dolores, pero sí sentía los tormentos. En ese nauseabundo lugar no hay modo de sentarse ni de recostarse. En el agujero en que estaba metida hasta la pared no había alivio alguno, pues hasta las mismas paredes, que son horrendas, aprietan y todo ahoga. No hay luz sino oscuras tinieblas. Yo no entiendo cómo puede ser esto que, sin haber luz, todo lo que nos puede acongojar por la vista se ve. El Señor me hizo un gran favor al mostrarme el lugar del cual me había librado por su misericordia. Pues una cosa es imaginarlo y otra cosa verlo. La diferencia que existe entre los dolores de esta tierra y los tormentos del infierno es la misma diferencia que hay entre un dibujo y la realidad. Quedé tan espantada que, aunque ya pasaron seis años desde eso aún ahora, al escribirlo, me tiembla todo el cuerpo. Desde entonces todos los trabajos y dolores no me parecen nada. (…) Ruego a Dios que no me deje de su mano pues ya he visto a dónde iré a parar. Que no lo permita el Señor por ser Él quien es. Amén”[3].

Pero en la otra vida no sólo espera el fuego del infierno: también espera el fuego del Amor de Dios, que envuelve al alma no sólo sin provocarle dolor, sino llenándola de un gozo y de una alegría indescriptibles. Nuestro Señor se le apareció a Santa Brígida, y Él permitió que un santo, alguien que murió confesado, le dijera qué era lo que experimentaba en el cielo. Dice así Santa Brígida: “Aparecióse a santa Brígida un santo, y le dijo: Si por cada hora que en este mundo viví, hubiera yo sufrido una muerte, y siempre hubiese vuelto a vivir nuevamente, jamás con todo esto podría yo dar gracias a Dios por el amor con que me ha glorificado; porque su alabanza nunca se aparta de mis labios, su gozo jamás se separa de mi alma, nunca carece de gloria y de honra la vista, y el júbilo jamás cesa en mis oídos”.

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has acumulado?”. Ninguno de los bienes materiales que acumulemos en esta vida habremos de llevarnos a la otra vida, por lo tanto es inútil acumularlos, pero sí debemos acumular tesoros espirituales, porque esos sí nos serán de mucha utilidad, según las palabras de Jesús: “No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6, 19-21). Los tesoros espirituales son las obras de misericordia, sean espirituales o corporales; los tesoros espirituales son obras de caridad, de compasión, de piedad, de amor a Dios y al prójimo; son horas de adoración al Santísimo y de oración del Rosario; son rezos a los santos y a las almas del Purgatorio; los tesoros espirituales son comuniones eucarísticas hechas con fervor, con piedad, con amor y en estado de gracia y con sincero y profundo deseo de unión íntima en el Amor del Espíritu Santo con el Sagrado Corazón de Jesús. Esos son los tesoros que debemos acumular, y no las riquezas materiales, que de nada sirven para la vida eterna.     

            “Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. Que ahora, y en la hora de nuestra muerte, nuestro tesoro sea la Santa Eucaristía, para que nuestro corazón repose en ella; que nuestro tesoro sea la Divina Eucaristía, para que cuando muramos, nuestro corazón sea abrasado en el horno ardiente del Amor del Sagrado Corazón de Jesús.

 





[1] https://www.rae.es/diccionario-estudiante/insensato. insensato, ta

1. adj. Dicho de persona: Que piensa o actúa de manera imprudente e irreflexiva. Un conductor insensato se ha saltado el semáforo. Tb. m. y f. Es una insensata, ¿a quién se le ocurre bañarse en un lago helado?

[2] Harry Potter satánico: http://www.nlbchapel.org/potter.htm

[3] Autobiografía.


miércoles, 23 de julio de 2025

El Padrenuestro se vive en la Santa Misa


 

(Domingo XVII - TO - Ciclo C - 2025)

“Señor, enséñanos a rezar…” (Lc 11, 1-13). Los discípulos le piden a Jesús que les enseñe a rezar y Jesús les enseña el Padrenuestro, con lo cual, esta oración se convierte en una oración muy particular, por un doble motivo: por ser precisamente una oración enseñada por el mismo Señor Jesucristo en Persona y por tener una característica que no la tiene ninguna otra oración y esta característica es que, si bien es una oración que puede ser recitada en cualquier momento, tiene la particularidad de que es una oración que se vive, se actualiza, en la Santa Misa. En otras palabras, el Padrenuestro no solo se recita, sino que se actualiza, se hace realidad, se hace vida, en cada Santa Misa. Veamos de qué manera el Padrenuestro se vive en la Santa Misa, analizando cada una de sus oraciones.

“Padre nuestro, que estás en el cielo”: en el Padrenuestro nos dirigimos, con la mente y el corazón, a Dios, nuestro Padre, que está en el cielo; en la Santa Misa, mucho más que nosotros dirigirnos a Dios, que está en el cielo, es Dios Quien, por la liturgia eucarística, viene a nosotros, porque en la Santa Misa el altar material desaparece y se convierte en el majestuoso cielo eterno en donde reside la divina majestad.

“Santificado sea tu Nombre”: en el Padrenuestro pedimos que el Nombre de Dios sea santificado; en la Santa Misa, el Nombre Tres veces Santo de Dios es santificado por Dios Hijo en Persona, el cual glorifica a Dios por medio de su Sacrificio en cruz, renovado incruenta y sacramentalmente en el altar eucarístico.

“Venga a nosotros tu Reino”: en el Padrenuestro pedimos que el Reino de Dios venga a nosotros; por la Santa Misa, esta petición se hace realidad, porque mucho más que venir a nosotros el Reino de Dios, por la liturgia eucarística viene el Rey del Reino de Dios, Cristo Jesús en la Eucaristía.

“Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”: en el Padrenuestro pedimos que la voluntad de Dios se cumpla; en la Santa Misa, esta petición se hace realidad, porque la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y Quien cumple esta voluntad divina es el Cordero de Dios, Jesucristo, al entregar su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Sagrada Eucaristía, para la salvación de todos los hombres.

“Danos hoy nuestro pan de cada día”: en el Padrenuestro pedimos a Dios que nos asista con su Divina Providencia, para que no nos falte el alimento cotidiano; en la Santa Misa, esta petición se hace realidad y de una manera tal que supera todo lo que podemos siquiera imaginar, porque Dios no solo nos concede el sustento material, es decir, el alimento del cuerpo, sino que nos concede algo que no podríamos jamás ni siquiera imaginar si no fuera revelado y es que por la Santa Misa Dios nos concede el sustento del espíritu, aquello que alimenta nuestra alma con la substancia divina trinitaria, el Verdadero Maná bajado del cielo, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Sagrada Eucaristía.

“Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en el Padrenuestro pedimos a Dios que perdone nuestros pecados y al mismo tiempo hacemos el propósito de perdonar a quien nos haya cometido algún mal; en la Santa Misa, todo esto se hace realidad por Jesucristo, porque Dios nos perdona nuestros innumerables pecados gracias a la Sangre de Jesús, derramada en el Calvario y recogida en el Cáliz del altar y así se cumple la primera parte de la oración; pero además de esto, Jesucristo nos concede la fuerza de su Amor, la Sangre de su Sagrado Corazón, para que nosotros seamos capaces de perdonar a quien nos ofende, con el mismo perdón y el mismo Amor con el cual Cristo nos perdona y nos ama desde la Cruz y desde el Altar eucarístico.

“No nos dejes caer en la tentación”: en la Santa Misa pedimos a Dios la fuerza para no caer en la tentación; en la Santa Misa, esta petición se cumple con creces, porque no solo recibimos la gracia santificante, que nos da la fuerza necesaria para no ceder ante ninguna tentación, por fuerte que esta pueda ser, sino que además, al recibir la Sangre de Cristo, recibimos al mismo tiempo la gracia de participar de su vida trinitaria y de sus virtudes divinas, lo cual es infinitamente más grandioso que solamente no caer en la tentación.

“Y líbranos del mal”: en el Padrenuestro pedimos a Dios que nos libre del mal y esta petición se cumple con creces en la Santa Misa, porque Jesús por la Misa nos libra de un triple mal: del mal en persona, que es Satanás; del mal del alma, que es el pecado y del mal de la inteligencia, que es el error y la ignorancia, que conducen a la herejía y a la apostasía. Por este motivo, la petición que hacemos a Dios en el Padrenuestro, de que nos “libre del mal”, se cumple sobradamente, porque como dijimos, Jesús no solo nos libra del mal personificado, que es Satanás, el Demonio, el Ángel caído, porque Jesucristo derrota para siempre al Demonio en la Cruz y renueva este triunfo sobre el Demonio en cada Santa Misa, sino que nos concede su Bondad Infinita y Eterna, el Amor de su Sagrado Corazón que late en la Eucaristía. Pero además de librarnos del mal en persona, que es el Ángel caído, Jesús nos libra del mal que es el pecado, el mal raíz de todos los males, porque por el pecado se nos quita la gracia y el alma se ve envuelta en las tinieblas de la negación voluntaria de Dios, que es el pecado; Jesús nos libra también del mal que es el error, la ignorancia y la herejía, porque Él es la Sabiduría Divina, la Sabiduría del Padre, que se carne en Jesús de Nazareth y prolonga esta encarnación en la Eucaristía, colmándonos de la luz de su sabiduría divina cada vez que lo recibimos en gracia, con fe y con amor en la Sagrada Eucaristía.

          Por todo esto, vemos entonces cómo el Padrenuestro es una oración que se vive, se actualiza, en la Santa Misa, en cada Santa Misa y es esta la principal enseñanza que nos deja Jesús en el Evangelio de hoy. Pero el Evangelio de hoy también se refiere a otros aspectos de la oración, como por ejemplo, el hecho de que, siendo Dios infinitamente bueno, solo obtendremos de Él cosas buenas, ya que es imposible que nos dé cosas malas y para que nos demos una idea de esto, Jesús hace la comparación de un hombre que está acostado con sus hijos y que es importunado por un amigo a altas horas de la noche, pidiéndole pan; solo para que no lo importune, le dará el pan, significando a Dios Padre que nos da el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía; el otro ejemplo es el de un padre que no da cosas malas a sus hijos: mucho menos Dios, que es infinitamente bueno, y en el que no hay la más mínima sombra de maldad, no solo no dará cosas malas a nosotros, sus hijos, sino que nos dará algo que ni siquiera podemos imaginar, nos dará el Amor de su Corazón Divino, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Pidamos a Dios, por medio de la Santa Misa, por medio del Sacrificio del Cordero, por medio del Padrenuestro, que venga a los corazones de los hombres de todo el mundo, el Amor de la Trinidad, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.


miércoles, 16 de julio de 2025

“Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, pero una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”


 

(Domingo XVI - TO - Ciclo C - 2025)

         “Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, pero una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada” (cfr. Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de los hermanos Lázaro, Marta y María, quienes son sus amigos. Precisamente, por la gran amistad que los hermanos tienen con Jesús y por la importancia que Él tiene en sus vidas, los hermanos lo reciben con frecuencia y con mucho amor. Pero en esta ocasión, sucede algo particular: mientras una de las hermanas, Marta, se esfuerza por tener la casa preparada y acondicionada, para adecuarla a la importancia de la visita y porque además de Jesús viene junto a Él una gran cantidad de gente, a las cuales también hay que atenderlas, se encuentra muy atareada, yendo y viniendo, disponiendo todo en la casa, como suelen hacerlo las amas de casa dedicadas y delicadas para con sus visitas. Lo que sucede es que su hermana María, en vez de atender a Jesús, como lo hace Marta, María se queda contemplándolo, por lo que todo el peso del trabajo de la casa recae en Marta. Esta situación es la que lleva a Marta a pedirle a Jesús que le diga a su hermana María que la ayude: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude”. Contra toda suposición, Jesús no solo no le da la razón a Marta, sino que le responde de la siguiente manera, aprobando explícitamente la actitud de María: “Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola, es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.

         Debemos preguntarnos entonces cuál es la enseñanza que nos deja el Evangelio.

         En relación a su enseñanza, hay algunos autores que ven en las hermanas Marta y María la personificación o representación de dos tipos de vocaciones o de estados dentro de la Iglesia: así, Marta, que sirve a Jesús en medio de la gente, estaría representando a la vocación o al estado laical, cuya característica es servir a Jesús en medio del mundo, ocupándose de las cosas del mundo para llevarlas a Dios, mientras que María, que contempla a Jesús, estaría representando a la vocación religiosa o al estado religioso –sacerdotes, monjas, contemplativos, ermitaños, etc.-, cuya característica esencial es la contemplación divina.

Esta es una buena interpretación de las dos hermanas y en realidad puede ser así, aunque también cabe otra interpretación: Marta y María estarían representando dos estados diferentes de una misma alma. Así, por ejemplo, Marta sería el alma cuando se ocupa de las cosas de la tierra, de su casa, de la familia, del trabajo, del estudio, de las obligaciones cotidianas, o incluso el mismo consagrado o religioso cuando por razones obvias debe ocuparse de cosas mundanas o no relacionadas directamente con la contemplación divina, como por ejemplo, prestar ayuda en la sacristía o en lo que sea necesario en la iglesia, en el templo, en la casa parroquial, etc. María, en cambio, sería esa misma alma, pero en el momento en el que el alma, sea laico o consagrado, se dedica a las cosas de Dios, como por ejemplo: rezar, asistir a Misa, hacer Adoración Eucarística, etc. Entonces, según esta interpretación, Marta y María no representarían a dos estados o  vocaciones distintas dentro de la Iglesia, sino a dos estados diferentes de una misma alma.

         Si es así, debemos preguntarnos entonces cuál de esos dos estados predomina en nosotros, teniendo siempre presentes las palabras de Jesús, que dice que la contemplación que hace María es “la mejor parte”: “María ha elegido la mejor parte y no le será quitada”. Es decir, tenemos que preguntarnos si en nosotros predomina Marta, que se ocupa de las cosas del mundo, o María, que elige contemplar a Cristo, sabiendo que la contemplación de Cristo -como sucede en la Adoración Eucarística- es siempre “la mejor parte”, que lo que se realice en el mundo, aun cuando eso que se realice en el mundo esté orientado a Dios.

         Con relación a esto último, hay que hacer la siguiente consideración: es verdad -y también muy necesario- que las cosas del mundo deben ser atendidas, porque si hacemos las cosas que por nuestro estado debemos hacer, si uno no las hace, no se hacen por sí solas: es necesario preparar la comida, es necesario salir a trabajar para ganar el pan de cada día, es necesario estudiar, para aprender y ser cada vez mejores personas; es decir, es necesario dedicarse a las cosas del mundo -siempre y cuando tengan a Dios por meta y por fin-, porque las cosas del mundo están para que nosotros las manejemos, y si no las manejamos nosotros, nadie lo hará por nosotros.

Todo esto es verdad, pero también es verdad lo que dice Jesús: la parte de María, que es la contemplación divina -que puede ser a través de la Adoración Eucarística, o a través de la meditación guiada por el Santo Rosario-, es “la mejor parte”, y por esta razón también deberíamos de contemplar a Cristo con el mismo empeño, con las mismas fuerzas, y con el mismo amor con el cual nos dedicamos a las cosas del mundo, y todavía más.

María, arrodillada a los pies de Jesús, y contemplándolo, elevando los ojos del cuerpo y del alma a Jesús, representa al alma en sus momentos de oración: ya sea cuando hace oración vocal, o cuando hace oración mental, cuando se dirige a Dios de alguna manera, cuando reza a Dios con el cuerpo, esto es, ofreciendo sus sentidos a su Divina Majestad -es la “oración de los sentidos” de San Ignacio de Loyola- o cuando tiene alguna enfermedad y la ofrece a Cristo Dios para participar de su cruz, cuando asiste a Misa.

El alma es María especialmente cuando en la Santa Misa contempla, arrodillada ante el altar, en el momento de la consagración, a Cristo que renueva su sacrificio en cruz incruenta y sacramentalmente; cuando adora al Hombre-Dios que desde el cielo viene para dejar su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía; cuando alaba y da gracias a Jesús Eucaristía por el inmenso don que le ha hecho de quedarse en la Hostia consagrada; cuando recibe en su corazón, al comulgar, el mar infinito de amor inagotable que brota del Corazón Eucarístico de Jesús como de una fuente celestial. El alma es María cuando contempla a Cristo Eucaristía y se alegra de su Presencia Eucarística, así como se alegran los ángeles y los santos en el cielo por la Presencia misericordiosa, alegre y majestuosa del Cordero de Dios, Cristo Jesús.

Entonces sí es cierto que las cosas del mundo tienen que ser hechas y que nos tenemos que preocupar y afanar por hacer las cosas -siempre orientándolas a Dios, jamás hacer algo en contra de Dios o fuera de Dios- y es verdad que debemos hacerlas con sacrificio y del modo más perfecto posible, para ofrecerlas a Dios, porque a Dios no se le pueden ofrecer cosas mal hechas, o cosas hechas con pereza, o con mala voluntad, o por obligación: lo que se ofrece a Dios debe ser un verdadero sacrificio, lo cual quiere decir que, sea lo que sea que hagamos, así sea pegar la suela de un zapato o construir un cohete espacial, todo lo debemos hacer de cada a Dios, con el mayor esmero y perfección posible, porque Dios es perfecto y quiere que seamos perfectos, tal como lo dice Jesús: “Sean perfectos, como mi Padre es perfecto” (Mt 5, 48). Así vemos cómo, el alma que está llamada a ser como Marta, no tiene las cosas fáciles por el hecho de no ser religiosa; al contrario, debe esforzarse para alcanzar la perfección de la vida cristiana en medio del mundo, para dar testimonio de Cristo Jesús allí donde es llamada por Dios.

Es verdad que tenemos que ser como Marta, que se ocupa de las cosas del mundo, pero es verdad también que no podemos dejar de ser como María -recordemos que una misma alma puede ser las dos hermanas en dos momentos distintos-, porque María, en la contemplación de Jesús, elige “la mejor parte”. Entonces, como Marta, debemos trabajar y estudiar, debemos preparar la comida y estudiar para aprobar el examen, pero como María, debemos rezar el Rosario, hacer Adoración Eucarística, asistir a la Santa Misa, sabiendo que “la parte de María” es siempre “la mejor”. Si nos ocupamos de las cosas del mundo, como tenemos que hacerlo, no podemos dejar que estas cosas del mundo abarquen toda nuestra vida; es más, debemos procurar que la contemplación de Cristo, como lo hace María, esto es, la oración, la meditación, la contemplación, la Adoración Eucarística, el rezo del Rosario, la asistencia a Misa, la recepción de la Eucaristía con piedad, devoción y amor, para fundir el propio corazón con el Corazón Eucarístico de Cristo, sea el centro de nuestra vida.

Una y otra vía, tanto la de Marta como la de María, son válidas para la unión en el Amor del Espíritu Santo con Cristo, aunque debemos procurar ser menos como Marta, y más como María.

        


viernes, 11 de julio de 2025

 


(Domingo XV – TO – Ciclo C – 2010)

         “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna”? (cfr. Lc 10, 25-37). Los judíos tenían muy presente el hecho de que después de esta vida terrena, luego de la muerte, venía la vida eterna y que esta vida eterna debía ser “ganada”, es decir, “conquistada”; tenían presente que la vida eterna tenía una doble vertiente, de dicha o de dolor, porque creían en el cielo y en el infierno, creían en una vida eterna de felicidad o de dolor y por esto, cuando el doctor de la ley le pregunta a Jesús “qué debe hacer para ganar la vida eterna”, le está preguntando, implícitamente, qué es lo que debe hacer para ganar una vida eterna de felicidad en el cielo, junto a Dios y, obviamente, para evitar una vida eterna de dolor, en el infierno, junto al Demonio. Jesús responde a su vez con una pregunta, citando la ley de Moisés, para hacerle ver al doctor de la ley que él ya conoce, en parte, la respuesta, y el doctor de la ley responde: “Amarás a tu Dios por sobre todas las cosas, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, con todo tu corazón, y al prójimo como a ti mismo”. Esta respuesta, correcta parcialmente por parte del doctor de la ley, le vale el ser felicitado por parte de Jesús; el doctor de la ley sabe que, si quiere ganar la vida eterna para la felicidad, debe amar tanto a Dios como al prójimo.

         Sin embargo, Jesús ha venido para completar la Revelación Divina; por eso la respuesta del doctor de la ley, si bien es correcta, lo es parcialmente y para completar su respuesta, Jesús enseña la parábola la parábola del Buen Samaritano. En esta parábola el samaritano, alguien que no solo no pertenecía al Pueblo Elegido sino que por definición era enemigo, realiza una obra de misericordia con su prójimo que ha sido asaltado y golpeado por ladrones del camino, mientras que los integrantes del Pueblo Elegido, un levita y un doctor de la ley, pasan de largo y lo dejan malherido.

         Con la parábola Jesús nos quiere hacer ver varias cosas relacionadas con nuestra salvación eterna: por un lado, nuestra eterna salvación en el cielo -o nuestra eterna condenación en el infierno- no es indiferente a las acciones que nosotros podemos hacer con nuestro prójimo: si obramos la misericordia con el prójimo, como el buen samaritano de la parábola, salvaremos nuestras almas; pero si pudiendo ser misericordiosos, no lo somos, estaremos, con toda seguridad, condenando nosotros mismos, a nuestras almas, al infierno eterno, por haber negado la misericordia a nuestro prójimo. Esto se debe a las palabras de Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio: “El que da misericordia, recibe misericordia; el que no da misericordia, no recibe misericordia, en el Día del Juicio Final”.

         Otro aspecto a tener en cuenta en la parábola del Buen Samaritano es que nos previene de caer en la ilusión de engañarnos a nosotros mismos, la del fariseo del Evangelio, que se creía bueno y el mejor de todos porque asistía al templo todos los días y porque daba limosnas y en su arrogancia se sentaba en los primeros bancos y su conciencia orgullosa no le reprochaba ningún pecado, haciéndole sentir inmaculado y santo delante de Dios, al revés del publicano, que se de rodillas se colocaba en las últimas columnas del templo, ocultando su rostro delante de Dios, sintiéndose indigno de estar ante la presencia de Dios, por ser él un gran pecador, lo cual es cierto, porque todos somos grandes pecadores mientras estemos en esta vida. Precisamente, la parábola del Buen Samaritano nos previene de la ilusión de creernos santos, inmaculados, sin pecados, engañándonos a nosotros mismos y a Dios, pensando que amamos a Dios porque así nos lo creemos falsamente, pero al mismo tiempo, despreciamos al prójimo al que consideramos “enemigo”, como sucede con el levita y el sacerdote de la parábola. Si ellos fueran realmente buenos, si estuvieran realmente en el camino de la santidad, como el Buen Samaritano, si amara a Dios y también al prójimo, incluido al enemigo, se habrían detenido a socorrerlo, como hizo el Buen Samaritano, cumpliendo así el mandato de la caridad de Jesús, “amad a vuestros enemigos”, lo cual no quiere decir probar un afecto o un sentimiento inexistente hacia quien es verdaderamente un enemigo, hacia quien nos hizo un verdadero mal y por eso es nuestro enemigo, sino que “amar al enemigo” significa pedir a la Virgen, Mediadora de toda gracia, la gracia de Jesucristo de rechazar de raíz el más mínimo grado de rencor, de enojo, de deseo de venganza, y más que eso, desear el bien, y más que eso, hacer el bien, de forma concreta, obrar el bien, si es que se presenta la ocasión, ayudando de forma concreta a nuestro enemigo en lo que nuestro enemigo necesite cuando se encuentre en situación de urgencia. Actuaríamos como necios, hipócritas, y malos y falsos cristianos y católicos de doble cara, merecedores del reproche y del juicio de Dios y de los hombres, si por un lado venimos al templo a rezar a Dios y cuando salimos, apenas cruzamos el umbral de la puerta, dejamos de lado nuestro falso ser católico para que salga a la luz nuestro ser luciferino, vomitando calumnias contra aquel prójimo al que consideramos, tal vez ni siquiera nuestro enemigo, pero solo lo hacemos porque solamente no nos cae bien. Pero no nos engañemos: ni una sola palabra, ni una sola palabra, dicha en vano, pasará sin ser pesada y medida y juzgada en el Día del Juicio Final. Entonces, esta es otra lección que nos deja la parábola del Buen Samaritano: no podemos pretender, cínicamente, burlándonos de Dios, alcanzar la vida eterna, si por un lado hacemos como que rezamos con los labios, pero por otro, con el corazón, nos burlamos o, peor aún, maldecimos a nuestro prójimo, aquel al que consideramos nuestro enemigo, olvidándonos de lo que dice la Escritura: “De Dios nadie se burla” (Gál 6, 7). Si hacemos así, jamás alcanzaremos la vida eterna, es decir, la vida feliz en la eternidad del Reino de Dios, porque la vida sin fin el infierno, esa sí la alcanzaremos, porque nosotros mismos nos estaremos cerrando las Puertas del Reino de Dios y abriendo las Puertas del Reino de las tinieblas.

         La razón es que, en nuestra relación con Dios, es muy fácil que nos auto-engañemos: si rezamos, podemos creer que somos buenos con Dios porque rezamos y amamos a Dios y que Dios está muy contento con nuestras oraciones, pero si al mismo tiempo que rezamos a Dios descuidamos nuestra relación con nuestro prójimo, que es imagen viviente de Dios y no buscamos obrar la misericordia con nuestro prójimo, entonces nuestra relación con Dios es falsa, porque el prójimo es imagen de Dios según el Génesis, ya que el hombre fue creado a “imagen y semejanza de Dios” (cfr. Gn 1, 26-27) y, todavía más, a partir de la Encarnación del Verbo, el prójimo pasa a ser una imagen viviente de Cristo, es otro cristo, ya que Cristo asumió una naturaleza humana como la del prójimo. Es decir, mi prójimo representa a Dios doblemente: primero, a Dios Uno, según el Génesis; segundo, a Dios Encarnado. Esto quiere decir que, así como yo trato a la imagen, así es como trato a la realidad. No puedo tratar a la imagen de una forma y a la realidad de otra. En otras palabras, si no soy misericordioso con el prójimo, si no amo a mis enemigos, en realidad demuestro que no tengo amor a Dios: si no amo a su imagen, visible, el prójimo, ¿cómo voy a amar al mismo Dios, que es invisible, al cual no veo? El prójimo está puesto por Dios para que yo, a través de él, a través de sus necesidades, pueda acercarme a Dios. Ésta es la razón por la cual San Juan dice que “el que dice que ama a Dios, a quien no ve, pero no ama a su prójimo, a quien ve, es un mentiroso” (cfr. 1 Jn 4, 20).

         Esto explica la razón de porqué el primer mandamiento de la Ley de Dios indica al amor humano una doble dirección: hacia Dios, pero también al prójimo: “Amar a Dios y al prójimo”. El amor a Dios es inseparable del amor al prójimo, incluido el prójimo que es mi enemigo, según el mandato de Jesús: “Ama a tu enemigo”. Mi amor a Dios será verdadero cuando se manifieste en obras de misericordia para con mi prójimo; al amar a mi prójimo, mi amor a Dios se amplificará al pasar a través de él, y en ese amor al prójimo amaré a Dios, de quien el prójimo es imagen y semejanza; por el contrario, si no amo a mi prójimo, mi amor a Dios disminuirá y terminará por desaparecer.

         “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna”? “Amarás a tu Dios por sobre todas las cosas, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, con todo tu corazón, y al prójimo como a ti mismo”. Eso es lo que decía el Antiguo Testamento. Esto era válido para el Antiguo Testamento. Pero ya no es suficiente para nosotros, los católicos. Para nosotros, los católicos, eso ya no es suficiente. Para nosotros, los católicos, es otra la respuesta. Cuando nosotros preguntamos a Jesús: “Jesús, ¿qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?” Jesús nos responde desde el sagrario: “Amarás a la Trinidad por sobre todas las cosas y amarás al prójimo como a ti mismo y el amor con el que amarás será el Amor de mi Sagrado Corazón Eucarístico. Aliméntate con el Amor de mi Corazón Eucarístico para amar a la Trinidad y al prójimo y así serás capaz de llegar al Reino de los cielos, a la feliz eternidad en la Jerusalén celestial”.

 


jueves, 3 de julio de 2025

“El Reino de Dios está cerca”

 


(Domingo XIV - TO - Ciclo C - 2025)

“El Reino de Dios está cerca” (cfr. Lc 10, 1-20). Jesús nos revela que “el Reino de Dios está cerca”. Frente a esta revelación, debemos preguntarnos lo siguiente: cuán cercano está ese Reino, en qué consiste el Reino de Dios, quién es el Rey de este Reino y cuál es la riqueza que nos trae este Rey Divino, porque de lo contrario no podremos sacar provecho de lo que Dios quiere darnos con su Reino.

Para comenzar a responder a estas preguntas tenemos que saber, ante todo, que el Reino de Dios es espiritual y por eso no tiene una ubicación geográfica, como los reinos de la tierra, y por esto es que no se puede decir “está aquí” o “está allí”, y por esa razón no tiene un lugar determinado, no tiene fronteras físicas. Es un reino principalmente espiritual y lo que es espiritual, no tiene límites físicos: el Reino de Dios es la presencia de la gracia en el alma del bautizado que dan los sacramentos, es una presencia  espiritual, y por eso es que allí donde reina la gracia, allí está el Reino de Dios. Esta es la primera consideración que debemos hacer cuando Jesús nos dice que “el Reino de Dios está cerca”, el considerar que está cerca, tan cerca del alma que está en estado de gracia, porque ahí está el Reino de Dios, en esa alma en gracia, porque el Reino de Dios consiste en la presencia de la gracia santificante en el alma del bautizado. La otra consideración, más importante todavía, sobre el Reino de Dios, es quién es el Rey del Reino de Dios y cuál es la riqueza de ese Rey, porque la riqueza del Rey es inseparable del Rey, porque si el Reino de Dios está cerca, también está cerca el Rey de ese Reino y la riqueza que este Rey viene a traer.

En este sentido, las palabras de Cristo: “El Reino de Dios está cerca”, deben alegrarnos desde un inicio, porque al traernos su Reino a la tierra, Dios ha querido venir a visitarnos en su Hijo Jesús, porque Jesús es el Rey del Reino de Dios y con Jesús, Dios nos dona toda la riqueza divina, que es infinita y eterna: su gracia santificante, su vida divina, su amor celestial, su paz y su Misericordia Divina.

“El Reino de Dios está cerca”, dice Jesús, y es para nosotros una maravillosa noticia, pero lo más maravilloso de la llegada del Reino es que, no solo viene el Reino de Dios al alma, sino que viene el mismo Rey en Persona, Cristo Jesús y el mismo Rey en Persona es el Tesoro Inagotable de la Divinidad para la humanidad. Es decir, más que la llegada del Reino, la Buena Noticia para la humanidad es la Llegada del Rey del Reino, Cristo Jesús, en Quien se encuentran todos los tesoros de la Divinidad, al Ser Él Dios Hijo en Persona.

Es por esto que, para apreciar el don del Reino de Dios, nos conviene hacer una comparación del Rey del Reino de Dios con los reyes de la tierra, porque el Rey del Reino de Dios es el verdadero don del cielo, el verdadero don del Reino de Dios. Con relación al Rey de este Reino, también es diferente a los reyes de la tierra: estos últimos reinan desde tronos de marfil, y coronados con coronas de oro y plata, incrustadas en diamantes y toda clase de piedras preciosas. El Rey del Reino de Dios, Jesucristo, no reina desde un trono de oro y plata, sino desde un trono muy distinto, un trono que tiene forma de cruz, porque Jesucristo reina desde el madero de la cruz, y coronado de espinas. Los reyes de la tierra tienen cetros de ébano y marfil, signos visibles de su poderío terreno y tiránico; el cetro del Rey Jesús está formado por los clavos que sujetan sus brazos, y el escabel lo forman los clavos de hierro que atraviesan sus Sagrados Pies. Los reyes de la tierra se cubren con mantos regios de púrpura y lino finísimo; en cambio, el manto regio de este Rey Divino no es de seda ni está bordado con hilos de plata: el manto sagrado que cubre a este Rey del Cielo, Cristo Jesús, es de color rojo, el rojo sangre, porque su Cuerpo Sacratísimo está cubierto con su Sangre Preciosísima que brota a borbotones de todas sus heridas abiertas y sangrantes. Los reyes de la tierra están rodeados por una corte de aduladores, que alaban y cortejan al rey, aun cuando este rey sea cruel y cometa atrocidades; en cambio, el Rey del Cielo, Jesucristo, tiene por corte a una multitud enceguecida por el pecado y por Satanás, que pide desaforadamente su muerte y su crucifixión, aun cuando este Rey solo quiere dar su Vida Divina para salvarlos a ellos, a los mismos que piden su muerte.

Los reyes de la tierra basan su poder en las riquezas materiales: cuantas más riquezas, cuanto más oro, cuanta más plata, cuantas más tierras posea un rey terreno, tanto más aparentará poder y tanto más será respetado por el mundo. El Rey del Cielo, Jesucristo, aunque en la cruz aparece como despojado de todo tipo de riquezas, es sin embargo el Creador y el Dueño del universo, tanto visible como invisible; a Él le pertenecen todos los hombres, todas las almas, todos los ángeles, todas las potestades y principados del Cielo y por eso, más que ser un rey poderoso, es Dios, que es Rey y es Omnipotente. Y aún cuando Jesús esté crucificado, con su Cuerpo llagado, con sus heridas abiertas y sangrantes, agonizando; aún cuando parezca el último de los hombres y el más indefenso de todos, aún así, Cristo Crucificado es el Hombre-Dios, es Dios Hijo del Eterno Padre, es Dios Eterno, Creador del mundo visible e invisible, Creador de los hombres y de los ángeles y por eso mismo es Rey de Cielos y Tierra y su poder es infinitamente inmenso, inimaginablemente grandioso. Por esto, Cristo es rico, pero su mayor riqueza no proviene de su Creación; su mayor riqueza no consiste en los planetas, en los universos y en los ángeles: su mayor riqueza se encuentra dentro de Él, en su Sagrado Corazón; su riqueza es su gracia y su gracia está contenida, como si fuera un preciosísimo tesoro -es la “perla escondida de gran valor” de la que habla el Evangelio-, en su Sangre Preciosísima.

Otra diferencia con los reyes de la tierra es que cuando estos últimos desean agasajar a sus súbditos, o cuando quieren premiarlos o festejarlos, mandan a que sus arcones, sus cajas fuertes, que contienen oro y plata, diamantes y rubíes, sean abiertas, para ser repartidos para alegría de todos. Pero en el caso del Rey del Cielo, Jesucristo, cuando Él quiere agasajarnos, aun cuando no tenemos ningún mérito para ser agasajados por Él, lo que hace, no es abrir un cofre de tesoros, para sacar un metal dorado como el oro: Él nos agasaja con algo que es imposible de valorar, por ser tan infinitamente grande su valor; Él nos agasaja con un tesoro de valor incalculable, que vale infinitamente más que miles de toneladas de oro y de plata y este tesoro es su Sagrado Corazón, su Preciosísima Sangre, en la Sagrada Eucaristía y así nos colma de dicha, de felicidad, de alegría y de amor sobrenatural, imposibles de ser alcanzados con las riquezas de la tierra.

El arcón en donde se resguarda este divino tesoro se abre en el momento en el cual el Sagrado Corazón de Jesús es traspasado por la lanza del soldado romano; en ese momento, su Preciosísima Sangre se derrama, como un océano inextinguible, sobre las almas de los hombres pecadores, inundando a estas almas con su gracia y su misericordia. El oro de este Rey del Cielo es entonces su Sangre Preciosísima, derramada sobre la humanidad toda en el momento en el que el frío hierro de la lanza del soldado romano atraviesa su Costado, abriendo una brecha sagrada en su Sagrado Corazón. De esta manera es como, desde el corazón abierto del Rey celestial, Cristo Jesús, surge el tesoro de valor incalculable para los hombres: la Sangre Divina del Cordero, vehículo de la divina gracia, Sangre que es recogida con piedad, amor y fervor por su Esposa Mística, la Iglesia, en cada Santa Misa, en cada Cáliz del altar eucarístico.

Al ser atravesado el Sagrado Corazón de Jesús, se abre desde entonces, para toda la humanidad, la Puerta de los cielos, y así abierta, derrama el tesoro de la Divina Misericordia sobre todos los hombres, colmándolos de la gracia y de la Misericordia Divina. El tesoro más preciado para la humanidad no son montañas de oro y plata, sino la Sangre Preciosísima del Corazón de Jesús, vertida desde el Calvario una vez en la historia y cada vez en cada Santa Misa. La Sangre del Cordero, vertida en el Calvario y recogida en el cáliz de la Santa Misa, es el tesoro más preciado de todos los tesoros imaginables para el hombre, porque quita los pecados, satisface a la Ira Divina y nos concede la filiación divina y la participación en la Vida Divina Trinitaria.

Entonces, un signo palpable de la presencia del Reino de Dios en la tierra es el poseer la Iglesia, Esposa Mística del Cordero, la Sangre Preciosísima del Hijo de Dios, Jesucristo, que desde su Sagrado Corazón traspasado se recoge en el Cáliz del altar, para luego ser derramada en los corazones de los que aman a Jesús y lo reciben en gracia, con fe, piedad y amor.

Pero otro signo de la presencia del Reino de Dios es la presencia del Adversario de Dios, el Demonio, quien precisamente desea, en su odio deicida, arrebatar a las almas de los hombres, destinadas a forma parte del Reino de los cielos, para conducirlas al Infierno eterno. Jesús nos advierte acerca de la presencia del Demonio entre los hombres, en la tierra: “Vi a Satanás caer como un relámpago”, advierte Jesús. Esta advertencia la hace Jesús porque el Demonio, que es “la mona de Dios”, quiere imitar en todo a Dios y así como Dios tiene su Reino celestial, así el Demonio establece su reino infernal en la tierra, para atraer a los hombres y conducirlos al Infierno. El corazón del hombre, de cada hombre, es el terreno en donde se libra una batalla espiritual en el que tanto el Reino de Dios como el reino del Demonio, quieren implantar sus banderas. Pero es el hombre, en última instancia, quien decide a qué Reino quiere pertenecer, si al Reino de Dios, o al reino del Demonio. Si queremos pertenecer al Reino de Dios, entonces debemos suplicarle a la Virgen que sea Ella quien clave en nuestros corazones el estandarte ensangrentado de la Santa Cruz, el emblema del Rey de los cielos, Cristo Jesús, y el estandarte celeste y blanco que representa a su Inmaculada Concepción.

“El Reino de Dios está cerca”, dice Jesús y nosotros nos preguntamos cuán cerca está este Reino celestial. La respuesta es que está cerca, muy cerca, más cerca de lo que nos imaginamos: el Reino de Dios está en Cristo crucificado; está en el prójimo; está en la confesión sacramental, que nos concede la gracia santificante, pero sobre todo el Reino de Dios está en la Eucaristía, porque la Eucaristía es el Rey del Reino de Dios, en Persona. El Reino de Dios está cerca, muy cerca, está en la Eucaristía.