“No
he venido a abolir la ley sino a darle plenitud” (Mt 5, 17-19). Jesús, siendo Dios, había dado –junto al Padre y al
Espíritu Santo- a Israel una Ley: “Dios, nuestro creador y nuestro redentor, se
escogió a Israel como pueblo de su propiedad y le reveló su ley, preparando así
la venida de Cristo”[1]. Pero
esta Ley, dada en el Antiguo Testamento, no tenía fuerzas para llevar a la
santificación, puesto que, escrita en tablas de piedra, sólo mostraba el
precepto que conducía a la santidad, pero no otorgaba la santidad: “La ley
antigua es la primera etapa de la ley revelada. Sus prescripciones morales
están resumidas en los diez mandamientos (…) Prohíben lo que es contrario al
amor de Dios y del prójimo y prescriben lo que le es esencial. El decálogo es
una luz ofrecida a la conciencia de toda persona para manifestarle la llamada y
los caminos de Dios y para protegerla del mal”. Siendo “buena y santa” en sí
misma, la Ley del Antiguo Testamento, reflejada en el Decálogo, no concedía por
sí misma la fuerza misma de Dios, necesaria para vivirla en plenitud: “Según la
tradición cristiana, la ley santa, espiritual y buena (Rm 7,12ss) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (Ga 3,24) la ley indica lo que hay que
hacer, pero no da por sí misma la fuerza, la gracia del Espíritu, para ponerlo
por obra. A causa del pecado, que la ley no puede borrar, ésta sigue siendo una
ley de servidumbre... Es una preparación al evangelio”[2]. La
Ley antigua no concedía la santidad, ni quitaba el pecado; sólo mostraba el
camino para llegar a Dios.
Ahora,
en cuanto Verbo de Dios Encarnado, Jesús viene “no a abolir”, sino a “darle
plenitud” a esa Ley, es decir, viene a darle aquello que la Ley antigua no
tenía ni podía dar: la fuerza de Dios para cumplirla, y la santidad de Dios en
el alma, objetivo último del Decálogo y de la Nueva Ley de Jesús.
Esta
“plenitud” que Jesús viene a dar a la Ley, es “la gracia del Espíritu Santo
concedida a los fieles por la fe en Cristo –y, añadimos nosotros, por los
sacramentos de la Iglesia Católica- (…) La ley nueva o la ley evangélica es la
perfección aquí en la tierra, de la ley divina, natural y revelada. Es obra de
Cristo (y) del Espíritu Santo y, por él, se convierte en la ley interior de la
caridad: “...yo concluiré con el pueblo de Israel y de Judá una alianza
nueva...Pondré mis leyes en su mente y las escribiré en su corazón; yo seré su
Dios, y ellos serán mi pueblo” (Heb
8, 8-10)”[3].
En
otras palabras, la “Ley Nueva” que viene a traer Cristo, que es la “plenitud”
de la Ley mosaica, es la ley de la gracia, la ley por la cual Dios Uno ya no
está en el Monte Santo, siendo accesible sólo a Moisés, sino que, revelado en
Cristo como Uno y Trino, como Trinidad de Personas, está en el corazón del
justo. Inhabitación de la Trinidad en el alma del justo, participación a la
santidad misma de Dios Uno y Trino, es en eso en lo que consiste la “plenitud”
de la Ley o la Ley Nueva de la caridad de Jesucristo.
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