“Serán
odiados por todos a causa de mi Nombre” (Lc 21, 12-19). Jesús profetiza la
persecución a la cual será sometida su Iglesia en tres tiempos distintos: luego
de su muerte, en el tiempo de la Iglesia, y al final de los tiempos, en el
tiempo previo a su Segunda Venida en la gloria o Parusía. La razón de la
persecución será el odio luciferino –preternatural, angélico, diabólico- a la
Verdadera y Única Iglesia de Cristo, la Esposa del Cordero, que en cuanto tal,
está inhabitada por el Espíritu Santo. Esta persecución está anunciada en el
Apocalipsis, en el pasaje en el que “la Mujer vestida de sol huye al desierto
con dos alas de águila” para salvar a su Niño de la furia homicida del Dragón,
que pretende ahogarlo con su vómito (cfr. Ap 12, 1-17). La Mujer es la Virgen,
quien es a su vez prefiguración de la Iglesia; el Niño es Jesús, el Niño Dios;
el desierto es la soledad de la Iglesia Santa que huye de la mundanidad; el
Dragón es el Demonio, que por medio de los hombres malvados busca la
destrucción de la Iglesia desde su inicio hasta el fin de los tiempos.
“Serán
odiados por todos a causa de mi Nombre”. La Iglesia será perseguida, como lo
profetiza Jesús, y esta persecución se acentuará a medida que la Humanidad se acerque al Día
del Juicio Final, pero las fuerzas diabólicas que pretenden su destrucción “no
prevalecerán” (cfr. Mt 16, 18), tal como el mismo Jesús lo promete y la razón
es que la Iglesia –los miembros de su Cuerpo Místico, los bautizados- estarán
asistidos por el Espíritu Santo, razón por la cual “no deberán preocuparse por
su defensa”, porque será el mismo Espíritu de Dios el que los asistirá en su
defensa. La Iglesia será perseguida, parecerá débil, pero solo en apariencia,
porque en su debilidad radica su fortaleza, que no es humana, sino
sobrenatural, y por lo tanto, superior a las fuerzas angélicas diabólicas de
sus perseguidores.
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