“Difícilmente
un rico entrará en el Reino de los cielos (…) pero lo que es imposible para los
hombres, es posible para Dios” (Mt
19, 23-30). Jesús dice que los ricos –tanto de bienes materiales, como de
cargas espirituales, como la soberbia y la autosuficiencia-, “difícilmente”
entrarán en el Reino de los cielos, y esto se debe a que estos bienes, en el
momento de la muerte, se convierten en pesados lastres que impiden al alma
remontar el vuelo que los conduce hacia la Casa del Padre. Aún más, no solo
impiden al alma remontar vuelo, sino que la arrastran hacia abajo, hacia el abismo
del cual no se regresa, con tanta más velocidad, cuanto mayor sean los bienes
acumulados, y esta es la razón por la cual Jesús dice que “difícilmente un rico
entrará en el Reino de los cielos”. Y para graficar esta dificultad, Jesús usa
la figura de un camello que, cargado de mercaderías, intenta pasar “por el ojo
de una aguja”, es decir, por la puerta estrecha de las ovejas, que eran las
pequeñas puertas por donde pasaban las ovejas a la ciudad de Jerusalén. La dificultad
de la salvación se hace evidente, porque inmediatamente, los discípulos se dan
cuenta que entonces, casi nadie puede salvarse, porque Jesús no se está
hablando de personas millonarias: cuando Jesús habla de “ricos”, está hablando
de personas comunes y corrientes, pero cuyos corazones están apegados a las
cosas materiales y a su propia razón y además son soberbios, y por eso son como
camellos cargados de mercaderías, altos y anchos por los costados, que no
pueden pasar por una puerta que es baja y angosta. El amor al dinero –no necesariamente
se debe ser millonario, sino solamente poseer amor al dinero, ya que se puede
tener un corazón de avaro aunque no se posea un tesoro-, es el principio de
todos los males en el hombre, y así lo advierte la Palabra de Dios: “Raíz de
todos los males es el amor al dinero; y algunos, por dejarse llevar de él, han
quedado sumergidos en un mar de tormentos”[1]. Y
el Qoelet dice: “(Dios) al pecador da el trabajo de amontonar y atesorar para
dejárselo a quien él le plazca. También esto es vanidad y atrapar vientos”[2].
Los
discípulos se dan cuenta de que Jesús está hablando de personas comunes y
corrientes, y no de millonarios con toneladas de oro, cuando
habla de los “ricos” que “difícilmente podrán salvarse” y por eso es que preguntan,
angustiados: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?”. Y Jesús responde: “Lo que es
imposible para los hombres, es posible para Dios”. Dios hace posible la
salvación de un rico, es decir, de un corazón apegado a los bienes materiales,
a su razón y henchido por su soberbia. ¿De qué manera? Así como un camello
puede pasar a través de una puerta baja y angosta, si primero se arrodilla y
luego se quita su carga, así también el hombre, puede entrar en el Reino de los
cielos, si primero se arrodilla ante Jesús crucificado y luego, postrado en
adoración ante Jesús, le pide que su Sangre caiga sobre él y purifique su negro
corazón, quitándole sus pecados; de esa manera, el pecador no solo se ve libre
de la carga opresiva del pecado, sino que su alma se siente impulsada a
elevarse, con la fuerza del Espíritu Santo, que viene desde el Sagrado Corazón
traspasado de Jesús, y lo conduce hacia el mismo Corazón de Jesús y, desde Él,
hacia el Padre. Y así el alma se salva, porque de rico se ha convertido en
pobre, de soberbio en humilde, de pecador en santo, porque ha sido santificado
por la gracia que emana de la Sangre que brota del Sagrado Corazón de Jesús. Así
es como Dios hace posible, lo que es imposible para el hombre.
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