“Apártense
de Mí los que obran el mal” (Lc 13,
22-30)). Llamativamente, las terribles palabras que dirigirá Jesús, Juez Eterno, a los que se
condenen, en el Juicio Final, tendrán por destinatarios –al menos, según se
desprende del relato evangélico- a quienes en esta vida terrena fueron
religiosos, entiéndase por “religiosos” tanto a los consagrados como a los
laicos, es decir, los bautizados en la Iglesia Católica.
Esto
se desprende de los argumentos que esgrimirán los que, finalmente, no podrán
pasar el examen del Justo Juez, quien terminará por rechazarlos definitivamente:
“Apártense de Mí los que obran el mal”.
Los
que reciban esta inapelable sentencia, le dirán: “Hemos comido y bebido
contigo, y tú predicaste en nuestras plazas”, y este “comer y beber” con Jesús,
no es otra cosa que la Santa Misa, y el hecho de “predicar” el Señor en sus “plazas”,
significa que los condenados tenían a su disposición todos los medios
necesarios para conocer y practicar los mandatos evangélicos.
Otro
dato que indica que los condenados serán personas que en vida tuvieron fe, pero
no caridad, porque sino se habrían salvado, es el hecho de llamarlo “Señor”, lo
cual indica conocimiento de Jesucristo: “Señor, ábrenos”, a lo que el Señor
responderá: “No sé de dónde son ustedes. ¡Apártense de Mí los que obran el mal!”.
La
parábola nos hace ver que no basta el mero conocimiento de las verdades de fe,
y tampoco basta el llamarse “católicos”, “bautizados”, “cristianos”, para
alcanzar la salvación; no basta llamar “Señor” a Jesús; ni siquiera basta el
ser consagrado, el haber recibido el orden sagrado: si no hay amor sobrenatural
–caridad- a Dios y al prójimo, de nada vale el bautismo, ni la consagración
religiosa, ni el orden sacerdotal. Si “Dios es Amor” (1 Jn 4, 16), como dice San Juan, como lo semejante conoce a lo
semejante, el hecho de decir Jesús que “no conoce” a alguien, es porque no
encuentra, en ese tal, el amor que lo haga semejante a Él. Si Dios no conoce a
alguien, es porque ese alguien no se acercó nunca a un prójimo necesitado, en
donde estaba Él oculto, misteriosamente, y como nunca se acercó a ayudar, no lo
conoce.
“Apártense
de Mí los que obran el mal; apártense de Mí, los que no aman ni a Dios ni al
prójimo; vayan para siempre, malditos, al lugar donde podrán hacer lo que sus
perversos corazones desean, y es odiar para siempre, el infierno”, les dirá
Jesús a los que se condenen.
Por
el contrario, a los que se salven, les dirá: “Venid a Mí, benditos de Mi Padre,
ustedes que aman a Dios y al prójimo; vengan conmigo para siempre, benditos, al
Reino de los cielos, donde podrán continuar amando, con el Amor Santo, el
Espíritu de Dios, por toda la eternidad”.
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