“Epifanía” quiere decir en griego “manifestación” o “aparición”. Se usaba en la liturgia de los antiguos emperadores romanos, cuando regresaban triunfantes de batallas en las que habían vencido a sus enemigos; se usaba también este término entre las antiguas religiones mistéricas, para designar la presencia de la divinidad en el ritual.
El término por lo tanto era usado en el ámbito profano y en el ámbito de las religiones antiguas, para designar la aparición de poderosos emperadores en medio de su pueblo, o de atemorizantes divinidades en medio de la asamblea.
Por el contrario, la Iglesia adopta y usa este término para designar la presencia de un niño recién nacido, tierno, frágil, que reposa en un pesebre. El contraste es evidente: “epifanía” significaba, para los antiguos, la aparición o manifestación de un emperador victorioso, que ingresaba en la ciudad en medio de gritos de triunfo, y de sonidos de trompetas, y de aclamaciones del populacho entusiasmado; “epifanía” significaba para los paganos la aparición de divinidades siniestras que, con su poder, atemorizaban y llenaban de miedo y de terror a sus fieles, amenazándolos con severos castigos si no cumplían lo que ellos exigían.
Para la Iglesia, el término “epifanía” se designa para la aparición de un frágil niño que acaba de nacer en un lugar remoto y desconocido de la tierra, ignorado por los grandes del mundo pero también por el pueblo, porque nace en un lugar oscuro, en una gruta, precisamente porque en el pueblo no encuentra lugar para nacer; “epifanía”, para la Iglesia, es el término que designa la aparición de un niño débil, pequeño, que acaba de nacer, que tiembla de frío y llora de hambre, que se encuentra necesitado de todo, como todo recién nacido. Es muy diferente la “epifanía” de la Iglesia, de la “epifanía” de los emperadores y de las divinidades de la Antigüedad.
Y sin embargo, este Niño, es más poderoso que todos los emperadores de todos los tiempos, y es más poderoso que cualquiera de las divinidades de las religiones paganas. Este Niño es Dios Hijo, y no necesita venir con poder, con majestad y con gloria, porque Él mismo es la Omnipotencia personificada, Él mismo es la majestad personificada, y Él mismo es la gloria de Dios Padre, y reflejo y espejo de su esplendor, porque este Niño, bajo el velo de su cuerpecito pequeño de niño recién nacido, es el Dios Todopoderoso, Omnisciente, Creador del universo visible y del invisible; este Niño es Dios, ante quien los ángeles tiemblan, y ante quien los ángeles se postran en adoración, en alabanzas y en acción de gracias; este Niño, ignorado por los hombres, que lo reciben con la frialdad de sus corazones ennegrecidos por el pecado, es el Dios del Amor, que viene a donar a los hombres el Amor divino, la Persona Tercera de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo.
No necesita Dios venir en su esplendor y grandeza, pues todo lo sostiene en sus frágiles manitos de niño; no necesita mostrar su gloria y su esplendor en medio de ráfagas y truenos, pues la gloria de Dios se trasluce en y a través de su cuerpo de niño pequeño.
Este Niño, que nace en la noche, en el tiempo, es Dios eterno, nacido antes de todos los tiempos, como dicen las primeras vísperas de la solemnidad de Epifanía: “Él es generado antes que la estrella de la mañana, antes de todos los tiempos, Él es Kyrios”, y es por eso que los Magos, venidos de Oriente, lo adoran con oro, incienso y mirra, porque Él es el Rey de los reyes, y el Kyrios, el “Señor de la gloria” .
En Epifanía, la escena que contempla la Iglesia es la misma escena de Navidad: un niño recién nacido, sostenido en los brazos de su madre, que lo envuelve en pañales y lo deposita en una cuna; un hombre, el padre adoptivo de este niño, que contempla en éxtasis de adoración a su niño; unos animales, que con sus alientos de bestias irracionales calientan el ambiente; una pobre gruta que, de refugio de animales, pasa a ser lugar de nacimiento.
La escena es la misma de la Navidad, pero hoy, en Epifanía, la Iglesia ve, con los ojos de la fe, la manifestación de gloria y de esplendor de su Señor, del Kyrios, que en Navidad nace como Niño –puer natus est- y en Epifanía se manifiesta como Dios –apparuit-. La Iglesia en Epifanía ve el esplendor divino y sobrenatural que se desprende de ese Niño; la Iglesia contempla, iluminada por el Espíritu, la luz eterna que emana del cuerpo de este Niño, como de su fuente, porque ese Niño es Dios; la Iglesia contempla, en el éxtasis del amor, a su Divino Esposo, que la ha elegido desde la eternidad.
En Epifanía la Iglesia ve la luz que se irradia del Niño de Belén, y que la cubre y la ilumina, y esa luz es la gloria de Dios: “Kyrios es Dios y Él es nuestra luz”. “La gloria del Señor brilla sobre ti” (Sal 117, 27; Is 60, 1).
Esa gloria de Dios, que cubre a la Iglesia en Epifanía, se extiende a los paganos, simbolizados en los Magos de Oriente, y en ellos se revela la intención de Dios de revelarse a toda la humanidad: “Dios, Tú has revelado hoy a tu Hijo Unigénito a los paganos” (Oración del día).
En Epifanía entonces, en ese Niño que ha nacido en Navidad, Dios se revela en su gloria, a los ojos espirituales de la Iglesia, y a los paganos; asume un cuerpo de un Niño, para abrazar, con los brazos abiertos del Niño, a todo aquel que con amor y reverencia, se acerque a Él a adorarlo; el abrazo del Niño será luego el abrazo de Cristo en la cruz, cuando con sus brazos extendidos en el madero de la cruz abarque y abrace a toda la humanidad, para conducirla al Padre.
En acción de gracias por su amor misericordioso, ofrendemos al Niño Dios las ofrendas de los Magos de Oriente, oro, incienso y mirra: el oro de nuestras buenas obras; el incienso de nuestra oración, y la mirra de la pureza del cuerpo y del alma.
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