(Ciclo A - 2013)
En
Navidad, la Iglesia se congrega en torno al Pesebre de Belén, exultando de gozo
y alegría por el Nacimiento del Niño de Belén. La alegría de la Iglesia no se
explica con la razón humana; si alguien intentara explicar la alegría de la
Iglesia en Navidad, y lo hiciera por medio de razonamientos humanos, no
encontraría los motivos, porque visto con ojos humanos, el Pesebre de Belén no
dista de una escena familiar o de un nacimiento, como tantos otros a lo largo
del tiempo y del mundo. En el Pesebre hay una madre primeriza, un niño recién
nacido, un hombre que es su padre, y toda la escena se desarrolla en una gruta,
la gruta de Belén, refugio de dos animales, un buey y un burro, que con sus
cuerpos dan calor al niño en medio del frío de la noche.
Pero
la Iglesia no contempla esta escena con ojos humanos; no puede hacerlo, porque
Ella es de origen divino, y su Alma es el Espíritu Santo. La Iglesia contempla
el Pesebre con los ojos de la fe, con los ojos del alma iluminados con la luz
del Espíritu Santo; la Iglesia, como lo dice el libro de los Números, abre sus
ojos espirituales y contempla en el Niño de Belén, con la luz del Espíritu
Santo, a Dios omnipotente: “Habla el hombre al que se le abrieron los ojos. Así
habla el que oye las palabras de Dios, el que ve el rostro del Omnipotente, y
le es quitado el velo de sus ojos…” (24, 3ss).
Así
la Iglesia contempla hoy la magnificencia, la belleza, la majestuosidad y el
poder del Hijo de Dios, que se manifiesta no en el esplendor de su
omnipotencia, sino en la frágil naturaleza de un niño que, por recién nacido,
tiene necesidad de todo. A través de la realidad material, la Iglesia ve la
realidad pneumática, la realidad del espíritu, la realidad divina, que se le
revela a sus ojos espirituales: la Iglesia ve en el Niño de Belén al Cristo,
que se le aparece como Niño, pero es al mismo tiempo Dios omnipotente, que se
manifiesta como Niño, pero sin dejar de ser Dios.
En
Navidad, y por la acción iluminadora interior del Espíritu de Dios, la Iglesia
no ve simplemente a un niño que acaba de nacer en una pobre gruta, acompañado
de su madre y de un pobre leñador; la Iglesia ve en este Niño la gloria de
Dios, encarnada y manifestada como un Niño de pocas horas de vida; para la Iglesia,
este Niño es el Kyrios, el Señor de
la gloria, el Creador del universo, y es por eso que es para Ella el versículo
del profeta Isaías: “La gloria del Señor brilla sobre ti” (60, 1ss).
Para la Iglesia, este Niño, nacido en Belén, que significa "Casa de Pan", es Dios, que ha venido para donarse como Pan de Vida eterna en la Cruz y en la Santa Misa, Nueva Casa de Pan, y así salvar a la humanidad, con el don de su Cuerpo, de su Sangre, de su Alma y de su Divinidad.
Para la Iglesia, este Niño, nacido en Belén, que significa "Casa de Pan", es Dios, que ha venido para donarse como Pan de Vida eterna en la Cruz y en la Santa Misa, Nueva Casa de Pan, y así salvar a la humanidad, con el don de su Cuerpo, de su Sangre, de su Alma y de su Divinidad.
La
fiesta de Navidad consiste en esto, en contemplar, a la luz del
Espíritu de Dios, el misterio insondable que significa el Nacimiento del Niño
de Belén, que no es un niño más, sino Dios de majestad y gloria infinitas que,
para donarnos su Amor, no duda en venir a nuestro mundo como Niño recién
nacido, para que nadie tenga temor en acercársele y en abrazarlo, así como
nadie tiene temor a un niño de pocas horas de nacido.
Los
cristianos que secularizan y mundanizan la Navidad despojándola de todo
misterio y viven la Nochebuena y Navidad como si fuera un evento mundano,
cometen un grave error porque profanan el Nacimiento del Niño Dios, pero sobre
todo, se provocan a sí mismos un daño espiritual de incalculable magnitud,
porque al secularizar la Navidad, la convierten en una fiesta triste y sombría,
cuyas alegrías mundanas, vanas y efímeras, desaparecen antes de aparecer,
dejando un sabor amargo en el alma, el sabor del pecado. Quien vive la Navidad
de modo secular y mundanizado, es decir, quien festeja con bailes y cantos
mundanos, quien “celebra” con beberajes y comilonas, embriagándose y cometiendo
todo tipo de excesos, profana la Navidad y la pervierte y no solo no se
alegra con la única alegría posible, la Alegría de la fe de la Iglesia, sino
que, pasadas las efímeras alegrías vanas del mundo, se queda con el amargo
sabor del mal cometido, la profanación de la Navidad, el pecado de sacrilegio y
de blasfemia contra la Noche Santa, la Nochebuena, la Noche del Nacimiento de
Dios Hijo en la tierra.
Por el contrario, la
Iglesia, iluminada con la luz del Espíritu Santo, se alegra con Alegría Santa,
con la Alegría que le contagia el Niño Dios, el Niño nacido en el Pesebre de
Belén. Esta es la única alegría posible en Navidad, la Alegría que nos comunica
el Niño Dios.
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