“El
que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos” (Mc 9, 30-37). Llevados por
la ambición y la codicia, los discípulos de Jesús comienzan a discutir entre
ellos sobre “quién sería el más grande”. En todos late el deseo desordenado de fama,
de poder, de recibir honores y glorias mundanas. A pesar de estar con Jesús y
de recibir de Él sus enseñanzas; a pesar de ser testigos directos de sus más
grandes milagros; a pesar de haber recibido la Buena Noticia del Reino de los
cielos, de labios del mismo Jesús, Buena Noticia que les habla de un destino
ultraterreno y eterno, Buena Noticia que les habla de la caducidad de la vida
presente y de la cercanía y proximidad de la vida eterna, los discípulos siguen
aferrados a esta vida material, terrena, temporal; vida que se termina
indefectiblemente, aunque el hombre viva ochenta, cien, ciento veinte años, y
se termina para dar paso, indefectiblemente también, a la eternidad. A pesar de
esto, a pesar de ser conscientes de la próxima llegada del Reino de los cielos
y de la eternidad, los discípulos actúan como si esta vida terrena fuera la
única y como si las pasiones que los dominan tuvieran que ser satisfechas a
toda costa, y ese es el motivo por el cual “discuten para ver quién es el más
grande”.
Cuanto
más se ama el mundo y menos el Reino de Dios, tanto más se aman las pompas del
mundo, sus fastos vanos y pasajeros, fastos más efímeros que un soplo de suave brisa.
La falta de amor a Dios y a su Reino, el desprecio y olvido de las palabras de
Jesús, conducen a esta situación de discordia en el seno de la Iglesia,
discordia producida por la malicia del hombre y la perversidad del demonio, que
atiza de todas las maneras posibles el carbón del odio que late en el corazón
del ambicioso.
Jesús
escucha las disputas de sus discípulos y con voz pausada pero firme les
advierte que a los ojos de Dios las cosas son diametralmente opuestas: “El que
quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”, y será Él en
Persona quien dará ejemplo de lo que predica. En la Encarnación, siendo Dios,
es engendrado en el seno de María Virgen como un cigoto; en su vida oculta, es
conocido como un vecino más entre el pueblo; en la Última Cena, siendo Dios
Hijo encarnado, se arrodilla ante cada uno de sus discípulos para lavarles los
pies, como si fuera un esclavo; en el Juicio inicuo al que es sometido antes de
su Pasión, es pospuesto a favor de un gran malhechor, Barrabás; en la Cruz,
muere como el más grande de los fracasados entre los hombres; una vez muerto,
ni siquiera tiene un sepulcro propio, y debe ser sepultado en un sepulcro nuevo,
propiedad de José de Arimatea.
Sin
embargo, este hecho de ser Jesús “el último y como el servidor de todos”, le
vale conseguir, para toda la humanidad, la gloria de Dios, a la que tienen
acceso al concederles el perdón de los pecados por su sacrificio en Cruz.
“El
que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”. Lo que
Jesús quiere decir a sus discípulos, que se ven envueltos en la discordia a
causa de su codicia y ambición, que aquel que sea ambicioso y tenga codicia de
dinero, de poder, de fama, de honra y gloria mundana, eleve sus ojos a la Cruz,
y así se dará cuenta que el más grande en el Reino de los cielos es el que en esta
vida es más insignificante a los ojos de los hombres.
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