“Tomó los panes y
pronunció la bendición” (cfr. Mc 5,
34-44). El milagro de la multiplicación de los panes y peces, por el cual Jesús
alimenta a una multitud de más de cinco mil personas, es un signo que anticipa otro
milagro, infinitamente más grandioso, y es el milagro de la conversión del pan
y del vino en su Cuerpo y en su Sangre, con los cuales alimentará a toda la
humanidad.
Si en la multiplicación de panes y peces Jesús obra un
prodigio maravilloso, como es el de multiplicar la materia inerte, en la
conversión del pan y del vino en su Cuerpo y su Sangre, Jesús no multiplica la materia
de cosas inertes, sino que convierte a la materia sin vida de las ofrendas, el pan y el vino, en fuente
de vida y de vida eterna, porque los convierte en su Cuerpo resucitado, en su
Sangre preciosísima, en su Alma Inmaculada, y en su Divinidad, que es la Vida Increada
y fuente de toda vida creada.
“Tomó los panes y pronunció la bendición”. Si el milagro de
la multiplicación de panes y peces asombra -al comprobar la omnipotencia del
Hombre-Dios, quien como Creador de la materia es capaz, más que multiplicar los
átomos y las moléculas existentes, crear
nuevos átomos y moléculas, obrando un signo que recuerda al Génesis, al instante
de la Creación del universo-, aun así, siendo como es un signo admirable, al ser comparado
con el Milagro de los milagros, la Eucaristía, es igual a nada, porque si en el
milagro de los panes y peces Cristo crea materia inerte para alimentar los
cuerpos humanos, en el altar eucarístico Cristo convierte a la materia inerte
del pan y del vino en la materia glorificada de su Cuerpo humano resucitado y de
su Sangre humana glorificada, a los cuales está unida su Alma humana, unida
hipostáticamente a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
“Tomó los panes y pronunció la bendición”. El gesto de
Cristo es imitado formal y materialmente por el sacerdote ministerial en la
consagración eucarística, al tomar el pan de la patena y pronunciar sobre él la
fórmula consagratoria, fórmula por la cual las substancias sin vida del
ofertorio se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo. Por esto, si los asistentes al milagro de la
multiplicación de panes y peces podían considerarse afortunados, puesto que el
Hombre-Dios obraba un milagro prodigioso para saciar el hambre de sus cuerpos,
cuánto más debe considerarse afortunado quien asiste a la Santa Misa, en donde
el Hombre-Dios no sacia el hambre corporal con trigo y carne de pescado, sino que
sacia el hambre espiritual de Dios que todo hombre posee, con Pan de Vida eterna y Carne
de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, alimentando de esta manera al alma con la
substancia misma del Ser divino.
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