El ícono representa la multiplicación milagrosa de panes y pescados realizada por Jesús. En el extremo izquierdo se encuentra Jesús, el Hombre-Dios, quien sostiene en sus manos los cinco panes y dos pescados, proporcionados por el niño relatado por el Evangelio, retratado en el ícono, en la figura pequeña. La aureola dorada de Jesús, propia de los íconos orientales, indica la divinidad de Jesucristo, puesto que Él es el Hijo de Dios encarnado. Jesús acaba de pronunciar la bendición sobre los panes y pescados y acaba de producir el milagro, y todavía se encuentra en oración, cuando sus discípulos se acercan ya a pedir las raciones para servir a la multitud. Los discípulos, a su vez, aparecen en actitud de servicio, con los panes y pescados ya multiplicados, repartiéndolos a la multitud, la cual aparece ordenadamente sentada de a grupos, tal como lo ha ordenado Jesús, esperando su ración. La sobre-abundancia del alimento –el Evangelio señala que “todos comieron hasta saciarse y con las sobras llenaron doce canastos”- se representa con cestos repletos de panes. El milagro, prodigioso en sí mismo, no representa sin embargo nada para la omnipotencia del Hombre-Dios; en realidad, es un anticipo de un milagro infinitamente más asombroso y maravilloso: la multiplicación, no de pan y de pescado, sino del Pan de Vida Eterna y de la Carne del Cordero, en la Santa Misa.
(Domingo
XVII - TO - Ciclo B – 2015)
“Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó (…) Lo
mismo hizo con los pescados (…) llenaron cinco canastas con los panes que
sobraron” (Jn 6, 1-15)”. Jesús
multiplica los panes y pescados de modo prodigioso, milagroso, para dar de
comer a más de cinco mil personas. No es extraño que Jesús obre un milagro de
este tipo, ya que Él puede hacerlo, porque es Dios omnipotente, todopoderoso:
el que creó el universo visible e invisible, el que creó al mundo de la nada, el
que creó a los ángeles de la nada, no tiene ninguna dificultad en crear los
átomos y las moléculas materiales del pan y de los pescados, para alimentar los
cuerpos y saciar el hambre de la multitud que ha venido a escuchar su Palabra. Y
si bien el Evangelio dice que eran unos “cinco mil hombres”, se supone que,
contando con los niños y las mujeres, la cifra se elevaría a unos diez mil, con
lo que el milagro se acrecienta, puesto que el relato evangélico dice que “llenaron
cinco canastas con los panes que sobraron”, es decir, Jesús multiplicó
milagrosamente los panes y los pescados, de forma sobre-abundante.
Con todo, es sólo un milagro insignificante, comparado con
el Milagro de los milagros, que Él mismo obrará, más adelante: la Transubstanciación,
por el cual no multiplica la materia inerte de panes y pescados, sino su
Presencia sacramental en los altares eucarísticos, por medio de la Santa Misa. Por
el milagro de la Transubstanciación, producido en el momento en el que el
sacerdote ministerial pronuncia las palabras de la consagración, Jesús
multiplica no la materia sin vida de panes, sino la Presencia de su Cuerpo
glorificado, la Eucaristía, que es Pan de Vida eterna, que alimenta al alma con
la vida misma de Dios Uno y Trino; por el milagro de la Transubstanciación,
Jesús multiplica no la carne sin vida de pescados, sino la Presencia de su
Carne resucitada y llena de la gloria y de la vida de Dios, el Santo Sacramento
del altar, la Eucaristía. En otras palabras, el milagro de la multiplicación de panes y pescados, es nada en comparación con el milagro obrado en la Santa Misa, por el cual Jesús multiplica la Presencia del Pan Vivo bajado del cielo y la Carne del Cordero.
Ahora bien, Jesús hace este milagro de multiplicar panes y pescados y con él satisface el
hambre corporal de la multitud; sin embargo, no es éste el objetivo último de
Jesús, de su Encarnación, de su misterio pascual. El milagro es sólo prefiguración
del Milagro de los milagros, la Eucaristía. Jesús no ha venido a satisfacer
nuestra hambre corporal, no ha venido para saciar el hambre y la sed corporales
del hombre: Él ha venido para saciar un hambre y una sed mucho más profundas, y
es el hambre y la sed que de Dios tiene toda alma humana y esta hambre y esta
sed de Dios que tiene toda alma humana, sólo se satisfacen con el mismo Dios, y
ése es el motivo por el cual la Iglesia, continuando la obra de Jesús, no multiplica
panes y pescados, para satisfacer el hambre del cuerpo de la humanidad, sino
que la misión principal de la Iglesia es multiplicar la Presencia sacramental
de Jesucristo, la Eucaristía. Así, la Iglesia obra, por medio del sacerdote
ministerial, un milagro infinitamente más grande que el obrado por el mismo
Jesús en el Evangelio, la Eucaristía, para satisfacer el hambre y la sed que de
Dios tiene toda alma humana.
“Quisieron
hacerlo rey, pero Jesús se escondió de ellos”. La multitud se da cuenta del
milagro producido por Jesús; tratándose de un prodigio tan grande, el milagro
no pasa desapercibido por la gente, quien se da cuenta de que Jesús es quien ha
obrado la multiplicación prodigiosa de panes y pescados, permitiéndole así
satisfacer el hambre del cuerpo, y por eso es que exclaman: “Éste es el profeta que
había de venir, hagámoslo rey”.
Ahora bien, también nosotros, los cristianos, queremos hacerlo rey, pero no queremos hacerlo rey temporal porque multiplicó panes y pescados para dar de comer y satisfacer el hambre corporal de una multitud, sino porque Jesús obra para nosotros un milagro infinitamente más grande, que es la Eucaristía; nosotros queremos que Él reine en nuestros corazones, porque Él es nuestro Rey, por naturaleza y por conquista, por derecho propio, y porque más que multiplicar panes y pescados, convierte la materia inerte del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, por el milagro de la Transubstanciación, en la Santa Misa.
Ahora bien, también nosotros, los cristianos, queremos hacerlo rey, pero no queremos hacerlo rey temporal porque multiplicó panes y pescados para dar de comer y satisfacer el hambre corporal de una multitud, sino porque Jesús obra para nosotros un milagro infinitamente más grande, que es la Eucaristía; nosotros queremos que Él reine en nuestros corazones, porque Él es nuestro Rey, por naturaleza y por conquista, por derecho propio, y porque más que multiplicar panes y pescados, convierte la materia inerte del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, por el milagro de la Transubstanciación, en la Santa Misa.
“Quisieron
hacerlo rey, pero Jesús se retiró a la montaña”. Cuando pretenden coronarlo como
rey, por haber satisfecho el hambre corporal, Jesús “se retira a la montaña”, es decir, escapa de la vista de la
multitud, porque Él no es rey terreno, ni ha venido para satisfacer el hambre
del mundo. Jesús no desea los tronos del mundo, porque Él es Dios y ser rey del
mundo es contrario a su santidad y a su misión. Por el contrario, para quien
desee entronizarlo en su corazón y lo busque, Jesús no se esconde, sino que se
da a conocer, y se manifiesta y se le aparece, oculto en la apariencia de pan,
el Santo Sacramento del altar. Para quien desee hacer de su cuerpo un “templo
del Espíritu” (cfr. 1 Cor 6, 19) y de su corazón un altar en donde sea
entronizado el Sagrado Corazón Eucarístico, para ese tal, Jesús no solo no se
esconde, sino que se hace el encontradizo, va al encuentro de quien lo busca,
baja del cielo al altar eucarístico, para darse a sí mismo en la Eucaristía.
“Quisieron
hacerlo rey, pero Jesús se retiró a la montaña”. La multitud quiso hacer rey a
Jesús, sólo por el hecho de que Jesús multiplicó para ellos la materia sin vida
del pan terreno y el cuerpo sin vida de los pescados. Para con nosotros, Jesús
obra un milagro que supera infinitamente el milagro obrado en el Evangelio,
puesto que multiplica su Presencia sacramental, para alimentarnos con el Pan de
Vida eterna y con la Carne del Cordero, y no se esconde de nosotros, como lo
hizo con la multitud del Evangelio, sino que se nos manifiesta en Persona,
oculto en la apariencia de pan, en la Eucaristía, para que todo el que esté en
gracia y comulgue, lo entronice en su corazón. ¿Qué esperamos para hacerlo Rey
de nuestros corazones, a Jesús Eucaristía?
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