(2015)
“Lo reconocieron al
partir el pan” (Lc 24, 13-35). Los
discípulos de Emaús se encuentran con Jesús resucitado. Al igual que sucede con
otros discípulos, no reconocen a Jesús en un primer momento y, aunque conversan
y caminan con Él, lo tratan como a un desconocido, como a un extranjero. Esto
último es muy llamativo, puesto que, habiendo sido discípulos de Jesús en su
vida terrena, lo ven ahora, resucitado, cara a cara, pero no lo reconocen,
tratándolo como “forastero”: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que
ignora lo que pasó en estos días!”. Es decir, al igual que María Magdalena y
otros discípulos a los que se les aparece Jesús resucitado, los discípulos de
Emaús confunden a Jesús, en este caso, con un “forastero”, un extranjero. No se
dice qué es, pero “algo” les impide reconocer a Jesús: “algo impedía que sus
ojos lo reconocieran”. Ahora bien, sea lo que sea lo que les impedía reconocer
a Jesús, es retirado de en medio en el momento en el que Jesús, sentado a la
mesa con ellos, “parte el pan”: “Y estando a la mesa tomó el pan y pronunció la
bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se
abrieron”. Paralelamente, el reconocimiento de Jesús, por parte de la
inteligencia iluminada por la gracia, va acompañado de un encenderse los
corazones en el Amor de Dios, el cual es experimentado como un ardor en sus
pechos: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y
nos explicaba las Escrituras?”. La fracción del pan, la acción sacramental de
Jesús, representa para los discípulos el fin de sus tinieblas espirituales,
puesto que, a partir de ese momento, reconocen a Jesús resucitado, y esto se
debe a que, en ese momento, en la fracción del pan, Jesús sopla sobre ellos el
Espíritu Santo, que es quien les concede la iluminación sobrenatural de sus
inteligencias y les incendia sus corazones en el fuego del Divino Amor.
“Lo
reconocieron al partir el pan”. Hasta entonces, los discípulos de Emaús no solo
no reconocen a Jesús, sino que lo tratan de “forastero” y de “forastero
ignorante”, y esto tiene una fuerte connotación: un forastero es, por esencia,
ignorante: es ignorante de la costumbre y de la historia del lugar, y por lo
tanto, no tiene nada que aportar a los que sí saben, así se lo hacen saber y
sentir los discípulos de Emaús: “¿Eres el único forastero que ignora lo
sucedido?” Le están diciendo: “forastero” e “ignorante”, y además de eso,
imponen su propia versión de la historia, que es una versión en la cual dudan
de la resurrección de Jesús y del testimonio de las mujeres que han visto a
Jesús resucitado, con lo cual, paradójicamente, presentan una versión ignorante
de la Resurrección. Recién hacia el final del episodio, con la luz de la gracia
concedida por Jesús, los discípulos podrán salir de sus tinieblas y reconocer a
Jesús.
También
nosotros nos comportamos, la mayoría de las veces, como los discípulos de
Emaús, porque tratamos a Jesús, el Hijo de Dios encarnado, como a un “forastero”,
como a un “extranjero”, y por lo tanto, como en el caso de los discípulos, pensamos
que Jesús no tiene nada para aportarnos en nuestra vida personal, desde el
momento en que sus enseñanzas no nos sirven para aprender a ganar el cielo; lo
tratamos como “extranjero”, cuando no cumplimos sus Mandamientos, los
Mandamientos de Jesús, que son los Mandamientos de Dios; lo tratamos como un
“extranjero” y le decimos “forastero ignorante”, cuando queremos vivir como nos
parece, siguiendo nuestra propia voluntad y nuestro propio parecer y nuestro
propio camino, olvidándonos a cada momento de Él y de su Pasión, sufrida por
nuestro amor y para nuestra salvación, y esto hacemos cuando pensamos que esta
vida puede ser vivida tranquilamente sin su Presencia, sin su gracia, sin su
Espíritu, y haciendo así, vamos por el mundo “con el semblante triste” y
sombrío, como los discípulos de Emaús, porque no hemos entendido que Jesús ha
resucitado para hacernos partícipes de su Pascua, su “paso” de “este mundo al
Padre”, por medio de su cruz”; olvidándonos de Jesús, como los discípulos de
Emaús, perdemos de vista la vida eterna y la eterna bienaventuranza en el Reino
de los cielos, viviendo en esta vida como si esta vida fuera para siempre y
como si no fuera a terminar en algún momento, como si no fuéramos a “ser
juzgados en el Amor, en el atardecer de nuestras vidas”, como si no tuviéramos
que rendir cuentas de nuestras acciones, buenas y malas, en el juicio
particular primero y en el Día del Juicio Final después.
“Lo
reconocieron al partir el pan”. Sin embargo, si nosotros tratamos a Jesús como
a un “forastero ignorante”, Jesús, en cambio, nos trata como a amigos, como en
la Última Cena: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”, y nos da su Amor, como a
los discípulos de Emaús, partiéndonos para nosotros el Pan y lo hace en cada
Santa Misa, pero a nosotros nos trata con un amor infinitamente más grande que
a ellos, porque si a ellos les dio la gracia de reconocerlo, para desaparecer al
instante, a nosotros en cambio, en cada Santa Misa, se nos da en el Pan
Eucarístico, para comunicarnos desde allí la infinita plenitud del Amor de su
Sagrado Corazón Eucarístico, para quedarse con nosotros, en nosotros, en nuestros corazones. Por eso, junto a los discípulos
de Emaús le decimos a Jesús Eucaristía: “Quédate en nosotros por la comunión
eucarística, Jesús, y no te vayas, porque la noche de esta vida se hace larga y
demasiado oscura; quédate en nosotros, porque ya es tarde y el día de esta vida
terrena se acaba y comienza la vida eterna; quédate en nosotros, camina con
nosotros por el resto del camino de nuestras vidas y condúcenos, por tu Pascua,
tu paso, de esta vida, a la vida eterna, al Reino de los cielos, el seno del
Eterno Padre”.
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