jueves, 25 de septiembre de 2014

“Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”


(Domingo XXVI - TO - Ciclo A – 2014)
         “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios” (Mt 21, 28-32). Esta durísima advertencia la dirige Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, es decir, a quienes se supone que tienen un gran conocimiento de la religión y que por lo tanto poseen un alto grado de santidad. La advertencia es tanto más dura, cuanto que aquellos a quienes va dirigida, son personas religiosas, los sacerdotes y los ancianos del pueblo, y equivale a decirles que, prácticamente, se encuentran a un paso de quedar fuera del Reino de los cielos. Para llegar a esta advertencia, Jesús utiliza la parábola de un padre con sus dos hijos: el padre les pide que vayan a trabajar a la viña; el primero le responde que no irá, pero luego se arrepiente y va; el segundo le dice que sí irá a trabajar, pero no lo hace. Jesús les pregunta a los mismos sacerdotes y ancianos cuál de los dos hijos hizo la voluntad del padre y ellos le responden que el primero, es decir, el que contestó que no iría a trabajar, pero luego se arrepintió y fue a trabajar. Tomando pie en su propia respuesta, les hace la durísima advertencia: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”, y luego da el fundamenta de la aseveración: “Juan vino por el camino de la justicia y no creyeron en él; en cambio, los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Pero ustedes, ni al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él”. Es decir, Jesús les hace ver, a los sacerdotes y ancianos -los religiosos-, que no por aparentar religiosidad, se salvarán y que, por el contrario, aquellos que parecen excluidos de la religión, llegan antes al Reino de los cielos.
El motivo es que Dios no se deja engañar por las apariencias, y aquí radica la enseñanza central de la parábola del padre con los dos hijos: Jesús nos quiere decir que no nos salvaremos por frecuentar el templo y por aparentar religiosidad; nos quiere decir que no nos salvaremos por ocupar cargos dentro de la Iglesia; nos quiere decir que no nos salvaremos por ser sacerdotes, ni por ser dirigentes de movimientos parroquiales o diocesanos; nos quiere decir que no nos salvaremos por aparentar piedad y devoción ante los demás. La razón es que Él, en cuanto Dios, ve la profundidad de los corazones y por lo tanto, no se deja engañar, y sabe qué es lo que hay dentro: sabe si ese corazón es un corazón contrito y humillado, es decir, si es un corazón triturado por el dolor de los pecados y si es un corazón que se humilla ante su Presencia divina; Jesús, en cuanto Dios, sabe si el corazón del hombre es un corazón humilde, que se humilla interiormente ante Él, postrándose en silenciosa e íntima adoración; Jesús, en cuanto Dios sabe, cuando Él entra por la comunión eucarística, si el cuerpo del cristiano es “templo del Espíritu Santo”, como dice San Pablo (cfr. 1 Cor 6, 19), es decir, si está adornado, hermoseado e iluminado interiormente por la gracia y si el corazón ha sido convertido en un altar en donde se lo adore a Él en su Presencia sacramental eucarística o si, por el contrario, su Presencia eucarística pasa desapercibida, a pesar de haber sido recibido en la comunión, porque el cuerpo del cristiano ha sido convertido, de templo del Espíritu Santo, en lúgubre refugio de sombras vivientes, y el corazón, que estaba destinado a ser un altar viviente para la Eucaristía, ha sido convertido en cueva de alimañas y en altares de ídolos paganos. Jesús sabe, en cuanto Dios, más allá de las apariencias externas, si el hombre convierte su corazón en un altar en donde sólo se lo adora a Él y nada más que a Él, y por lo tanto, le son agradables las pobrísimas y humildes oraciones que pueda hacer un corazón como este, aún si este corazón pertenece a un pecador público o a una prostituta, como sería el caso de los ejemplos dados por Jesús.
         “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”. Al hacer esta durísima advertencia, Jesús nos está advirtiendo a todos nosotros, sacerdotes incluidos, que Él, en cuanto Dios, ve la profundidad de todos los corazones, sin excepción y que escudriña con especial atención y cuidado los así llamados “religiosos” y que Él no presta atención a las apariencias externas, sino que Él ve en la profundidad del ser de cada uno. Él sabe cómo somos todos y cada uno de nosotros, porque Él es nuestro Creador, nuestro Redentor y nuestro Santificador, y no se deja engañar por las apariencias, y por eso es que examina nuestros corazones con muchísimo más rigor que los de aquellos que no son llamados “religiosos”, es decir, de aquellos que, por un motivo u otro, no tienen fe; esos son los “periféricos existenciales”, del Papa Francisco, y a los que nosotros, en nuestra soberbia, podemos marginar con el pensamiento, diciendo: “No tienen fe, llevan una mala vida, son pecadores, son malas personas, yo soy mejor que ellos, porque vengo a misa, yo me voy a salvar y ellos no se van a salvar”, y sin embargo, no es así a los ojos de Dios, porque con nosotros cumple a rajatabla lo que dijo en el Evangelio: “Al que mucho se le dio, mucho se le pedirá” (Lc 12, 48). A nosotros, se nos dio mucho: se nos dio el Bautismo; se nos dio el Catecismo, se nos dio la Comunión, se nos dio la Confirmación, se nos dio la posibilidad de la Misa diaria, o al menos, semanal; se nos dio la Madre de Dios, como Madre propia; en cada Domingo, Dios Padre nos dona todo lo que Él tiene, su Hijo Jesús en la Eucaristía, y muchísimas veces, los cristianos lo despreciamos y lo dejamos olvidado en el altar, porque preferimos al televisor antes que a Jesús en la Eucaristía. ¡Cuántos de estos, a quienes consideramos pecadores e indignos, si supieran lo que nosotros sabemos, y si hubieran recibido todo lo que nosotros hemos recibido, no serían mil veces más santos que nosotros! Y ésa es la razón por la cual Jesús nos advierte que ellos, que son pecadores, entrarán antes en el Reino que nosotros, que nos creemos buenos, pero que en el fondo, somos más pecadores que ellos, porque no somos santos, como deberíamos serlo: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”.
         Jesús, en cuanto Dios, ve en el fondo de los corazones de los cristianos, los escudriña a fondo y busca hasta la más mínima mota de polvo y ve si en esos corazones hay no ya odio, que no lo puede haber, ni tampoco rencor ni deseos de venganza, sino ni siquiera enojo, impaciencia; escudriña para ver si encuentra ira, lujuria, pereza, avaricia, soberbia, tristeza, calumnia, difamación, y todo género de maldad, y cuando los encuentra, repite: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”, y se retira de ese corazón, porque la santidad, la majestad, el Amor y la Sabiduría divinos, no soportan estar en un corazón lleno de esas cosas, y mientras se retira de ese corazón, continúa diciendo: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”.
         Jesús no soporta el mal; Jesús no soporta el pecado mortal; Jesús no soporta el pecado venial; Jesús no soporta la imperfección; Jesús quiere que seamos perfectos, como su Padre celestial: “Sed perfectos, como mi Padre es perfecto” (Mt 5, 48). Y podemos serlo, porque en cada comunión eucarística, recibimos la totalidad del Amor infinito y eterno del Sagrado Corazón de Jesús; esto quiere decir, que si nosotros no opusiéramos obstáculos a la acción transformadora del Amor Divino del Sagrado Corazón, derramado sin límites en cada comunión eucarística, una sola comunión bastaría para convertirnos en los más grandes santos que la tierra jamás haya conocido. Baste el ejemplo de Santa Imelda Lambertini, la niña que es Patrona de los niños que realizan la Primera Comunión, que murió de éxtasis de amor, precisamente, en su Primera Comunión: fue tanto el Amor que recibió en su Primera Comunión Eucarística, que murió de amor, literalmente (cfr. http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar). Esto nos hace ver la manera en la que derrochamos la inmensidad de gracias y dones en las comuniones eucarísticas realizadas fríamente, indiferentemente –da terror pensar que algunos la realizan de modo sacrílego-, y que si no hay cambios en nuestra conducta exterior, es decir, si nuestros prójimos no reciben amor, pero no amor sentimental, humano, sino el Amor de Cristo, que es el Amor de caridad, el Amor propiamente divino, el Amor de su Sagrado Corazón, el que hemos recibido en la comunión eucarística, es porque hemos comulgado en vano, es porque el Amor que Jesús derramó en nuestros corazones, no pudo penetrar en ellos, porque nuestros corazones, en vez de ser como esponjas secas arrojadas en el mar –que así deberían ser, para ser impregnadas por el Amor Divino-, se comportaron como frías y duras rocas, impermeables al Amor de Dios.

         ¿Cómo es nuestro corazón, al momento de recibir la Sagrada Eucaristía? ¿Como una roca, fría y dura, impenetrable al Amor Divino, que permanece igual antes, durante y después de la comunión, y así queda al margen del Reino de los cielos? ¿O, por el contrario, nuestro corazón es como una esponja seca, que arrojada en el mar, se empapa del Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y que luego comunica de ese Amor a sus hermanos, haciéndose merecedor del Reino de Dios?

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