(Domingo
XXVI - TO - Ciclo A – 2014)
“Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes
al Reino de Dios” (Mt 21, 28-32). Esta
durísima advertencia la dirige Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos
del pueblo, es decir, a quienes se supone que tienen un gran conocimiento de la
religión y que por lo tanto poseen un alto grado de santidad. La advertencia es
tanto más dura, cuanto que aquellos a quienes va dirigida, son personas
religiosas, los sacerdotes y los ancianos del pueblo, y equivale a decirles
que, prácticamente, se encuentran a un paso de quedar fuera del Reino de los
cielos. Para llegar a esta advertencia, Jesús utiliza la parábola de un padre
con sus dos hijos: el padre les pide que vayan a trabajar a
la viña; el primero le responde que no irá, pero luego se arrepiente y va;
el segundo le dice que sí irá a trabajar, pero no lo hace. Jesús les pregunta
a los mismos sacerdotes y ancianos cuál de los dos hijos hizo la voluntad del
padre y ellos le responden que el primero, es decir, el que contestó
que no iría a trabajar, pero luego se arrepintió y fue a trabajar. Tomando pie en su propia respuesta, les hace la
durísima advertencia: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que
ustedes al Reino de Dios”, y luego da el fundamenta de la aseveración: “Juan vino por el
camino de la justicia y no creyeron en él; en cambio, los publicanos y las
prostitutas creyeron en él. Pero ustedes, ni al ver este ejemplo, se han
arrepentido ni han creído en él”. Es decir, Jesús les hace ver, a los
sacerdotes y ancianos -los religiosos-, que no por aparentar religiosidad, se
salvarán y que, por el contrario, aquellos que parecen excluidos de la religión, llegan antes al
Reino de los cielos.
El
motivo es que Dios no se deja engañar por las apariencias, y aquí radica la
enseñanza central de la parábola del padre con los dos hijos: Jesús nos quiere
decir que no nos salvaremos por frecuentar el templo y por aparentar religiosidad; nos quiere decir que no nos salvaremos por ocupar cargos dentro de
la Iglesia; nos quiere decir que no nos salvaremos por ser sacerdotes, ni por ser dirigentes de movimientos parroquiales o diocesanos; nos quiere decir que no
nos salvaremos por aparentar piedad y devoción ante los demás. La razón es que
Él, en cuanto Dios, ve la profundidad de los corazones y por lo tanto, no se
deja engañar, y sabe qué es lo que hay dentro: sabe si ese corazón es un
corazón contrito y humillado, es decir, si es un corazón triturado por el dolor
de los pecados y si es un corazón que se humilla ante su Presencia divina; Jesús,
en cuanto Dios, sabe si el corazón del hombre es un corazón humilde, que se
humilla interiormente ante Él, postrándose en silenciosa e íntima adoración; Jesús,
en cuanto Dios sabe, cuando Él entra por la comunión eucarística, si el cuerpo
del cristiano es “templo del Espíritu Santo”, como dice San Pablo (cfr. 1 Cor 6, 19), es decir, si está
adornado, hermoseado e iluminado interiormente por la gracia y si el corazón ha
sido convertido en un altar en donde se lo adore a Él en su Presencia
sacramental eucarística o si, por el contrario, su Presencia eucarística pasa
desapercibida, a pesar de haber sido recibido en la comunión, porque el cuerpo
del cristiano ha sido convertido, de templo del Espíritu Santo, en lúgubre
refugio de sombras vivientes, y el corazón, que estaba destinado a ser un altar
viviente para la Eucaristía, ha sido convertido en cueva de alimañas y en
altares de ídolos paganos. Jesús sabe, en cuanto Dios, más allá de las
apariencias externas, si el hombre convierte su corazón en un altar en donde
sólo se lo adora a Él y nada más que a Él, y por lo tanto, le son agradables
las pobrísimas y humildes oraciones que pueda hacer un corazón como este, aún
si este corazón pertenece a un pecador público o a una prostituta, como sería
el caso de los ejemplos dados por Jesús.
“Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes
al Reino de Dios”. Al hacer esta durísima advertencia, Jesús nos está
advirtiendo a todos nosotros, sacerdotes incluidos, que Él, en cuanto Dios, ve
la profundidad de todos los corazones, sin excepción y que escudriña con especial atención y cuidado los así llamados “religiosos” y que Él no presta atención a las apariencias externas, sino que Él ve en
la profundidad del ser de cada uno. Él sabe cómo somos todos y cada uno de
nosotros, porque Él es nuestro Creador, nuestro Redentor y nuestro
Santificador, y no se deja engañar por las apariencias, y por eso es que
examina nuestros corazones con muchísimo más rigor que los de aquellos que no
son llamados “religiosos”, es decir, de aquellos que, por un motivo u otro, no
tienen fe; esos son los “periféricos existenciales”, del Papa Francisco, y a
los que nosotros, en nuestra soberbia, podemos marginar con el pensamiento,
diciendo: “No tienen fe, llevan una mala vida, son pecadores, son malas
personas, yo soy mejor que ellos, porque vengo a misa, yo me voy a salvar y
ellos no se van a salvar”, y sin embargo, no es así a los ojos de Dios, porque
con nosotros cumple a rajatabla lo que dijo en el Evangelio: “Al que mucho se
le dio, mucho se le pedirá” (Lc 12,
48). A nosotros, se nos dio mucho: se nos dio el Bautismo; se nos dio el
Catecismo, se nos dio la Comunión, se nos dio la Confirmación, se nos dio la
posibilidad de la Misa diaria, o al menos, semanal; se nos dio la Madre de
Dios, como Madre propia; en cada Domingo, Dios Padre nos dona todo lo que Él
tiene, su Hijo Jesús en la Eucaristía, y muchísimas veces, los cristianos lo
despreciamos y lo dejamos olvidado en el altar, porque preferimos al televisor antes
que a Jesús en la Eucaristía. ¡Cuántos de estos, a quienes consideramos
pecadores e indignos, si supieran lo que nosotros sabemos, y si hubieran
recibido todo lo que nosotros hemos recibido, no serían mil veces más santos
que nosotros! Y ésa es la razón por la cual Jesús nos advierte que ellos, que son
pecadores, entrarán antes en el Reino que nosotros, que nos creemos buenos,
pero que en el fondo, somos más pecadores que ellos, porque no somos santos,
como deberíamos serlo: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que
ustedes al Reino de Dios”.
Jesús, en cuanto Dios, ve en el fondo de los corazones de
los cristianos, los escudriña a fondo y busca hasta la más mínima mota de
polvo y ve si en esos corazones hay no ya odio, que no lo puede haber, ni
tampoco rencor ni deseos de venganza, sino ni siquiera enojo, impaciencia;
escudriña para ver si encuentra ira, lujuria, pereza, avaricia, soberbia,
tristeza, calumnia, difamación, y todo género de maldad, y cuando los
encuentra, repite: “Los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes
al Reino de Dios”, y se retira de ese corazón, porque la santidad, la majestad,
el Amor y la Sabiduría divinos, no soportan estar en un corazón lleno de esas
cosas, y mientras se retira de ese corazón, continúa diciendo: “Los publicanos
y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”.
Jesús no soporta el mal; Jesús no soporta el pecado mortal;
Jesús no soporta el pecado venial; Jesús no soporta la imperfección; Jesús
quiere que seamos perfectos, como su Padre celestial: “Sed perfectos, como mi
Padre es perfecto” (Mt 5, 48). Y
podemos serlo, porque en cada comunión eucarística, recibimos la totalidad del
Amor infinito y eterno del Sagrado Corazón de Jesús; esto quiere decir, que si
nosotros no opusiéramos obstáculos a la acción transformadora del Amor Divino
del Sagrado Corazón, derramado sin límites en cada comunión eucarística, una
sola comunión bastaría para convertirnos en los más grandes santos que la
tierra jamás haya conocido. Baste el ejemplo de Santa Imelda Lambertini, la
niña que es Patrona de los niños que realizan la Primera Comunión, que murió de
éxtasis de amor, precisamente, en su Primera Comunión: fue tanto el Amor que
recibió en su Primera Comunión Eucarística, que murió de amor, literalmente (cfr. http://infantesyjovenesadoradores.blogspot.com.ar). Esto
nos hace ver la manera en la que derrochamos la inmensidad de gracias y dones
en las comuniones eucarísticas realizadas fríamente, indiferentemente –da terror
pensar que algunos la realizan de modo sacrílego-, y que si no hay cambios en
nuestra conducta exterior, es decir, si nuestros prójimos no reciben amor, pero
no amor sentimental, humano, sino el Amor de Cristo, que es el Amor de caridad,
el Amor propiamente divino, el Amor de su Sagrado Corazón, el que hemos
recibido en la comunión eucarística, es porque hemos comulgado en vano, es
porque el Amor que Jesús derramó en nuestros corazones, no pudo penetrar en
ellos, porque nuestros corazones, en vez de ser como esponjas secas arrojadas
en el mar –que así deberían ser, para ser impregnadas por el Amor Divino-, se
comportaron como frías y duras rocas, impermeables al Amor de Dios.
¿Cómo es nuestro corazón, al momento de recibir la Sagrada
Eucaristía? ¿Como una roca, fría y dura, impenetrable al Amor Divino, que
permanece igual antes, durante y después de la comunión, y así queda al margen
del Reino de los cielos? ¿O, por el contrario, nuestro corazón es como una
esponja seca, que arrojada en el mar, se empapa del Amor del Sagrado Corazón
Eucarístico de Jesús, y que luego comunica de ese Amor a sus hermanos,
haciéndose merecedor del Reino de Dios?
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