“Señor
no soy digno de que entres en mi casa” (Mt
8, 5-11). La respuesta del centurión romano a Jesús, reveladora de un corazón
contrito y humillado, de alguien que se reconoce indigno de ser visitado por el
Hijo de Dios en Persona, Cristo Jesús, condice en un todo con el tiempo
litúrgico de Adviento, en donde el alma está llamada a la penitencia, a la
oración y a la práctica de la misericordia, como medios de purificación que permitan al corazón ser
menos indignos a la hora de recibir a Dios Hijo, que viene como Niño, en Belén.
El
corazón humano tiene absoluta necesidad de purificación, toda vez que está
contaminado con la malicia que supone el pecado; como tal, es un lugar indigno,
que no puede recibir a Dios Niño, en su inmensa majestad y santidad. Si bien el pecado original ha sido quitado con la
gracia santificante, queda el fomes pecati, la tendencia al mal que no se
quiere, pero que por debilidad se obra. El contraste entre Dios, Ser
perfectísimo de Bondad infinita, de Amor eterno, de Santidad inabarcable, con
el corazón del hombre, indigente por naturaleza, necesitado de todo, incapaz de
obrar el bien aunque lo quiera, hace absolutamente necesaria la purificación,
si es que quiere que su corazón sea morada digna de Dios Niño. Para llevar a
cabo esta purificación, es que la Iglesia pide en Adviento oración, obras de
misericordia, penitencia, porque de esta manera el alma se pone en comunicación
con Dios y se hace receptiva a su gracia y a todo lo que esta le comunica, la
vida divina, que contiene en sí lo que vuelve al hombre verdaderamente feliz:
amor, luz, paz, alegría, dicha, porque el alma se une a Dios, y unida a Él ya
nada más quiere ni desea.
“Señor
no soy digno de que entres en mi casa”. La frase del centurión es apropiada
para el tiempo de Adviento, tiempo litúrgico en el que, por medio de la
reflexión y la oración, nos damos cuenta que somos indignos de que un Dios de
majestad infinita, a quien los ángeles no se atreven a mirar, permaneciendo
postrados ante su presencia, no solo venga a nuestro mundo, sino que pretenda
venir a nuestro corazón, que sin la gracia santificante bien puede compararse a
la cueva de Belén antes del Nacimiento, cueva llena de deshechos de animales
por ser refugio de estos, antes de servir de lugar de Nacimiento del Señor.
“Señor
no soy digno de que entres en mi casa”. Que la humildad del centurión nos sirva
de ejemplo para reconocer que no somos dignos de que el Dios Hijo venga a
nosotros, primero como Niño en Belén, y como Pan de Vida eterna en la comunión
después, y que así nos haga crecer en la propia humildad, en la oración, en la
penitencia, en la misericordia. Sólo si aprovechamos de esta manera el tiempo
de Adviento, podremos recibir dignamente al Niño Dios en Navidad.
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