“El
que quiera ser primero y grande sea servidor de todos” (Mc 10, 32-45). Jesús anuncia a sus discípulos su próxima Pasión y
luego, advertido de las peleas y discusiones entre ellos acerca de “quién sería
el más grande”, les advierte que como discípulos de Él deben distinguirse de aquellos
que son primeros y grandes según el mundo. Los que reciben honor y poder
mundano se caracterizan por ejercer sobre sus súbditos un dominio despótico y
carente no ya de caridad cristiana, sino de bondad humana, “haciendo sentir su
autoridad” y “dominando a las naciones como si fueran sus dueños”. Esto se debe
a que los gobernantes mundanos –no los gobernantes del mundo, sino los
gobernantes mundanos, que es distinto- se guían por la ambición de poder, por
la sed de dinero y por la codicia, debido a que obedecen los preceptos del
Príncipe de las tinieblas, que “gobierna el mundo” (cfr. 1 Jn 5, 19). Estos gobernantes mundanos poseen una grandeza y una primacía pero de origen mundano, en el sentido peyorativo de aquello que se
entiende por “mundo”, es decir, de lo que está apartado de Dios y es contrario
a sus Mandamientos. Los gobernantes mundanos imitan y participan de la
soberbia, el orgullo, la vanidad, la codicia y la perversión del Ángel caído, y
esa es la razón de su modo despótico, autoritario, anti-humano y anti-cristiano
de gobernar. Esta es la razón por la cual en el gobierno de sus súbditos se
comportan como dueños de las personas, de los bienes y hasta de las naciones
enteras, utilizando sus recursos como si fueran propiedad personal, sumiendo en
la miseria más absoluta a grandes capas de la población. En vez de servir a los
demás desde el poder político, usan a los demás como esclavos y servidores
suyos, y en vez de mirar por el Bien Común de la ciudad, miran egoísta y
soberbiamente solo por su propio bienestar, sin interesarse por los demás.
Por
el contrario, los discípulos de Jesús, que por el solo hecho de ser discípulos
ya poseen una primacía y grandeza, la primacía y grandeza de la gracia, deben
caracterizarse no por la sed de poder, la avaricia, el orgullo y la codicia,
sino por su espíritu de servicio y de sacrificio, ocupando, si es necesario, el
último puesto, haciéndose “servidor de todos”. La razón de este comportamiento
no se debe a una mera disposición moral, como si fuera un precepto a cumplir
dentro de un catálogo de normas de comportamiento ejemplar: la razón por la
cual el cristiano, cualquiera sea su estado y condición en la Iglesia –sacerdote,
laico, religioso- debe destacarse por el espíritu de servicio y sacrificio en
la humildad, es decir, sin hacer alarde de su buen obrar, es que debe imitar a
Jesús, el Hombre-Dios, que por amor a los hombres vino a este mundo y sin dejar
de ser Dios, se encarnó en el seno virginal de María Santísima y con su
misterio pascual de muerte y resurrección obró el servicio más grande que jamás
nadie podría prestar a la humanidad entera, y es la salvación eterna. Desde el
inicio de su Encarnación, encarnándose como cigoto humano –no fecundado por
concurso de varón, porque San José solo fue su padre adoptivo-, pasando por su
vida oculta en la que lo tomaban de modo casi despectivo como “el hijo del
carpintero”, y en su vida pública pasando como esclavo de sus propios Apóstoles
-¡Él, que era Dios en Persona, se arrodilló como un esclavo y les lavó los pies
en la Última Cena!-, hasta su muerte en Cruz, muerte dolorosa y humillante,
Jesús apareció ante los ojos de los hombres –pero no a los ojos de Dios- como
el último de los hombres, siendo como era, Dios en Persona y obrando la obra
del más grande servicio que los hombres podrían recibir, la salvación de sus
almas. La razón por la cual el discípulo de Cristo debe, en el servicio a la
Iglesia –servicio por otra parte que debe ser eficaz, en el sentido de ser
hecho de la mejor manera posible, y no hecho de cualquier manera, porque Jesús
nos pide que seamos “perfectos, como su Padre es perfecto”-, comportarse con
humildad, como el “último de todos”, es que debe imitar a su Maestro, Jesús, que
fue “el primero y el servidor de todos”.
El
que quiera entender de qué manera hay que cumplir este mandato de ser “el
primero y el servidor de todos”, debe elevar la vista del alma y contemplar, en
el amor, a Cristo crucificado.
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