(Domingo
I - TC - Ciclo C – 2013)
“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Allí fue
tentado por el demonio luego de ayunar por cuarenta días” (cfr. Lc 4, 1-13). Aunque era metafísicamente
imposible que Jesús cediera a la tentación debido a su condición de Hombre-Dios
(era Dios perfecto y Hombre perfecto), Jesús permite que el demonio lo tiente. De
parte del Demonio, a su vez, éste sabía que Jesús era Dios y que por lo tanto
era imposible que pecara. La pregunta entonces, es, ¿Por qué el Demonio tentó a
Jesús, sabiendo que era inútil? La respuesta de un experto exorcista y
demonólogo, el P. Fortea[1], es
que, para el Demonio, la tentación fue demasiado grande, y no pudo resistirla:
¿qué pasaría si, en el mejor de los casos, lograra hacer pecar al mismísimo
Hombre-Dios? Todo el universo estaría a sus pies, porque eso demostraría que el
bien y el mal no existen; si Dios pecaba, entonces quedaba de manifiesto que no
era Dios; por lo tanto, no existía la eternidad, ni el bien, ni el mal[2]. Pero
sabía el Demonio que era una tarea inútil e imposible, y sin embargo lo tentó,
porque no pudo resistir tentar a Jesús, ya que le faltaba la virtud de la
fortaleza.
Si
la tentación de Jesús en el desierto por parte del Demonio fue una falta de
virtud y un error de cálculo para el ángel caído, por el contrario, de parte de
Jesús fue una muestra de su omnipotencia y poder divino ya que permitió la
tentación dejando obrar libremente al Demonio, y lo hizo principalmente por
nosotros, para que aprendiéramos de Él a resistirla. La tentación tiene una
función pedagógica, y el propósito de Jesús al permitir que el Demonio lo
tiente fue enseñarnos a nosotros a no caer en ella.
Debido entonces a que la enseñanza central de este Evangelio
es la resistencia y victoria contra la tentación, nos detenemos en la
consideración de esta para saber qué es y cómo actúa, para aprovechar mejor el
ejemplo de Jesús.
La
tentación es una imagen, un concepto, una especie inteligible, un deseo, que
despierta el apetito concupiscible del hombre. Se origina en el demonio, que
puede infundir los pensamientos en el hombre, aunque se origina también en el
mismo hombre, ya sea en su pensamiento o en su voluntad. Las especies inteligibles
a través de las cuales actúa la tentación pueden ser muy diversas: imágenes
producidas por la imaginación; imágenes externas al hombre, como las imágenes
de la televisión, de internet, del mundo exterior; especies inteligibles,
conceptos, pensamientos originados en la persona o en el espíritu maligno, como
por ejemplo urdir un plan por razonamientos, o maquinar una infidelidad; deseos
malignos concebidos en el corazón, como rencores, venganzas, etc. Cualquiera
que sea, la tentación tiene siempre una función pedagógica, una función de
enseñanza, por medio de la cual el hombre aprende qué es lo que no debe hacer
si quiere conservar la amistad con Dios.
La tentación consentida puede graficarse con la actividad
del pez en el agua, antes y después de ser pescado: antes de ser pescado, desde
el agua, el pez observa la carnada que ha tirado el pescador, pareciéndole esta
sabrosa, colorida, apetitosa; puesto que él tiene hambre, considera
instintivamente que eso que tiene apariencia sabrosa habrá de calmar su hambre;
en consecuencia, una vez que el instinto lo determina, el pez se dirige con
toda la fuerza de su impulso vital y la muerde pero, en el mismo instante en
que creía haber conseguido lo que quería, se da cuenta de que todo era un
engaño: la carnada no era apetitosa, no era sabrosa, no le satisfizo el hambre,
le provocó un gran dolor y le provocó la muerte porque lo sacó de su elemento
vital, el agua.
La tentación consentida –es decir, deseada, querida,
actuada, puesta por obra-, es como la carnada mordida por el pez. Primero,
parece algo apetitoso y sabroso, pero una vez obtenida, provoca dolor y muerte,
como es lo que sucede con el pecado mortal, que provoca la muerte del alma al
privarla de la gracia.
Si la carnada es la tentación (que reside fuera pero también
fuera del alma), y el anzuelo es el aguijón del pecado, el pescador de la
imagen es el Tentador por antonomasia, el Ángel caído, el Demonio, que busca
malignamente la perdición del hombre. El demonio, en sus comienzos un ángel de
luz, el más hermoso y el más perfecto de todos los creados por Dios, al haberse
pervertido voluntariamente por su rebelión, no puede hacer otra cosa que odiar
a Dios y al hombre, y así la tentación, por la cual el hombre recibe el daño
más grande que pueda recibir, está concebida por el odio angélico, aunque
también se origina en lo más profundo del corazón del hombre, como consecuencia
del pecado original.
La función de la carnada la ejerce el mundo de hoy a través
de múltiples actividades y falsos atractivos: alcohol, droga, música decadente
e indecente –entre otros géneros, cumbia y rock pesado-, erotismo, materialismo,
dinero, poder, placer, etc.
Todo eso presenta el mundo como carnada, las cuales son
preparadas cuidadosamente por el Príncipe de este mundo, el demonio, ayudado
por los hombres a él aliados; el mundo ofrece estas múltiples carnadas
multicolores, de toda clase de aspecto y sabor, adecuada para cada gusto en
particular; el demonio, una vez preparadas las carnadas, las arroja en el mar
que es el mundo y la historia de los hombres, los cuales son los peces,
principal objetivo del gran Tentador. Cuando se tira la carnada, si esta es lo
suficientemente apetitosa y sabrosa, el pescador puede estar seguro del éxito
de su pesca ya que el pez, guiado por el instinto, no podrá hacer otra cosa que
morder la carnada.
Con el hombre no sucede lo mismo, desde el momento en que,
por un lado, tiene algo superior al instinto y es la luz de la razón, la cual
ilumina a la voluntad advirtiéndole que tenga precaución porque lo que aparece
no es lo que parece, además de encerrar un gran peligro; por otro lado, si la
voluntad es débil –como lo es, a consecuencia del pecado original, y eso
explica que aunque sabemos que algo está mal lo deseamos igualmente e incluso
lo hacemos-, el hombre tiene el ejemplo de Cristo, que como Hombre-Dios no solo
resiste a la tentación en el desierto sino que la vence. Jesús vence a la
tentación de dos maneras: por un lado, analizando racionalmente los falsos
argumentos del demonio y desarmándolos con la lógica sobrenatural de la Palabra
de Dios, la Sagrada Escritura, con lo cual nos hace ver que para vencer a la
tentación hay que usar la razón iluminada por la fe.
Por otro lado, el hombre tiene no solo el ejemplo de Cristo,
sino que cuenta con su misma fuerza divina, concedida en la confesión
sacramental. En cada confesión sacramental Cristo, a través del sacerdote
ministerial, concede al alma la gracia santificante necesaria para que el
hombre no vuelva a cometer el pecado del cual se confiesa.
Por lo tanto, sea por el auxilio natural que le viene por la
luz de la razón natural, sea por el auxilio sobrenatural que le viene por el
auxilio de la gracia sacramental, gracia obtenida por Cristo en la cruz, el
hombre no puede decir que se encuentra desamparado frente a la tentación, ni
tampoco puede excusarse en la debilidad, porque la voluntad es fortalecida por
la gracia -y de tal manera es fortalecida, que si el hombre no quiere, no
pecará-, y tampoco puede excusarse en el instinto, porque posee la luz de la
razón natural, la luz de la fe, y la luz de la gracia.
“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Allí fue
tentado por el demonio luego de ayunar por cuarenta días”. En el episodio evangélico de las tentaciones
en el desierto Jesús nos enseña cómo resistir y vencer la tentación: Palabra de
Dios, ayuno, oración, tal como Él hizo en el desierto, además de concedernos su
gracia a través de los sacramentos. Pero hay algo en el ejemplo de Jesús, que está
presente desde el inicio, y sin el cual todo lo demás no alcanza su eficacia, y
es el Amor a Dios: el Evangelio dice que “el Espíritu llevó a Cristo al
desierto”, y ese Espíritu es el Espíritu Santo, el Amor de Dios, la
Persona-Amor de la Trinidad. Cristo, en cuanto Dios Hijo y en cuanto
Hombre-Dios, ama al Padre con amor inefable, con el Amor divino, el Espíritu
Santo, y es este mismo Espíritu de Amor el que inflama su Corazón y el que lo
lleva al desierto no solo a ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches,
sino a soportar la horrible presencia del Espíritu del mal; es el Amor que
tiene a Dios y a nosotros, los hombres, el que lo lleva a soportar la pavorosa
y siniestra presencia del ángel de las tinieblas, el ángel que perdió para
siempre la gracia, la amistad y el Amor de Dios, Satanás; es el Amor por
nosotros el que lo lleva a soportar la visión espantosa y abominable del Dragón
tenebroso, y a escuchar sus horribles proposiciones. Por lo tanto, esta es otra
enseñanza de Jesús para que aprendamos y pongamos en práctica en el tiempo
cuaresmal: la lectura de la Palabra de Dios, el ayuno, la oración, las obras de
caridad, deben estar impregnadas, empapadas, vivificadas, por el Amor de Dios.
De lo contrario, si no tenemos el Amor de Dios en el corazón, no solo la
práctica cuaresmal, sino el mismo corazón y la vida entera, será “como un metal
que resuena” (1 Cor 13, 1).
Jesús entonces no solo nos enseña a resistir a la tentación –Palabra
de Dios, oración, ayuno-; no solo nos da el arma para vencerla –la gracia
santificante de los sacramentos-, sino que nos advierte que sin el Amor de
Dios, el Espíritu Santo, nunca venceremos la tentación.
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