jueves, 8 de septiembre de 2011

La ceguera espiritual se cura en la contemplación del Cristo crucificado y del Cristo Eucarístico



“No puede un ciego guiar a otro ciego” (cfr. Lc 6, 39-42). Con un ejemplo tomado de la vida cotidiana, Jesús se refiere a la vida del espíritu: quien vive en tinieblas, es decir, en el pecado, en el mal, en la ignorancia de Dios, no puede guiar a otro hacia la luz.

A diferencia de la ceguera corporal, la espiritual puede revertirse; es decir, el ciego espiritual puede llegar a ver.

¿Cómo es posible?

Por medio de la contemplación de Cristo, puesto que Él dice de sí mismo: “Yo Soy la luz del mundo; quien me sigue, no andará en tinieblas” (Jn 8, 12). Quien contempla a Cristo crucificado, es iluminado por Él, porque Él desde la cruz irradia la luz divina con una intensidad tan grande, que disipa las tinieblas del alma y permite conocerlo como Dios encarnado: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que Yo Soy” (cfr. Jn 8, 21-30).

Pero también es iluminado quien lo contempla en su Presencia sacramental, que es lo que les sucede a los discípulos de Emaús, que lo reconocen en la fracción del pan: “Lo reconocieron al partir el pan” (cfr. Lc 24, 13-35). En el momento de la fracción de la Eucaristía, se desprende una potente luz espiritual, que emana de la misma Eucaristía, que hace abrir los ojos del alma a los discípulos de Emaús, y a partir de entonces, lo reconocen.

Es decir, el ciego espiritual, aquel que vive en la oscuridad del mal y del pecado, puede curar su ceguera; sólo le basta elevar sus ojos a Cristo crucificado, que es el mismo Cristo Eucarístico.

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