martes, 6 de septiembre de 2011

Salía de Él una fuerza que sanaba a todos



“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos” (cfr. Lc 6, 12-19). El evangelista relata con esta palabra, “fuerza”, a la virtud que emanaba del Hombre-Dios y que curaba a quienes se le acercaban.

Esta “fuerza sanadora” no se debe a que Jesús es un hombre santo, a quien el poder de Dios acompaña de manera especial; si así fuera, no se diferenciaría en nada ni de los ángeles ni de los santos, en quienes se sucede así.

Esta “fuerza” se deriva de la constitución íntima de Jesucristo: Jesucristo es la Persona del Verbo de Dios que asume una naturaleza humana, y su naturaleza humana sirve de envoltorio visible para su Persona divina invisible. La fuerza que salía de Él y que curaba a todos, es esta fuerza divina de su ser divino, que se comunica y transmite a través de su humanidad.

Reuniendo en sí las condiciones de un sacramento para ser sacramento –unión indivisible y constitutiva entre lo sobrenatural y divino y lo natural y humano, es decir, algo visible contiene en sí un misterio sobrenatural absoluto, un misterio referido a Cristo[1]- Jesús es el sacramento del Padre, el sacramentum pietatis[2], que el Padre ofrece a la humanidad para comunicar a la humanidad mucho más que remedios a sus males: Jesús es el sacramento del Padre[3] que da a la humanidad el Espíritu Santo.

Para su Iglesia, Cristo continúa estando presente con esta misma fuerza que, además de curar, dona el Espíritu Santo, y esta forma de estar presente Jesucristo en la Iglesia es por medio de los sacramentos.

Los sacramentos son como una continuación y una prolongación de la humanidad de Cristo, por medio de los cuales la Persona divina del Verbo continúa actuando en el tiempo y en la historia humana, porque Cristo quiere comunicarnos su influencia –la gracia, la “fuerza sanadora” del evangelio- mediante unos órganos visibles, los sacramentos, de manera que para el católico del siglo XXI, ubicado a siglos de distancia de la Presencia histórica del Salvador en la tierra, y siéndole imposible el contacto físico con su humanidad como lo hacían los contemporáneos de Jesús, pueda tener un contacto también físico con la humanidad de Jesús, unida hipostáticamente al Verbo, y reciba de Él la “fuerza sanadora”, es decir, la gracia -y, en el principal de los sacramentos, la Eucaristía, Cristo en Persona-, al Espíritu Santo en Persona.

“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”, podía decir el evangelista, viendo las curaciones milagrosas realizadas por Jesús. “Salía de la Eucaristía una fuerza que atraía a todos hacia sí: era la Presencia del Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo”, deberían decir los miembros de la Iglesia.


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 589.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 612.

[3] Cfr. J. Alfaro, Jesucristo, Sacramento del Padre, en Gregoriana, …

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