lunes, 19 de septiembre de 2011

Sobre la Exaltación de la Santa Cruz



Hace unos días celebramos la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, y esto nos plantea una doble pregunta.

¿Por qué celebrar una “fiesta” por la cruz? Y como si no bastase solo la fiesta, además, “exaltamos” la cruz. ¿Cómo se puede “exaltar” la cruz?

La respuesta a estas preguntas se torna difícil o casi imposible, cuando recordamos el uso que de la cruz se hacía en la Antigüedad.

La cruz era un instrumento de tortura, utilizado por los romanos para amedrentar, humillar, castigar a quienes cometían delitos, o a quienes se sublevaban contra el imperio, al tiempo que servía de público aviso, para que estuvieran advertidos aquellos que pretendían atentar contra la ley o contra el emperador.

Al hacer estas consideraciones acerca del origen de la cruz, las preguntas de porqué hacer “fiesta” de la cruz, y porqué “exaltar la cruz”, se presentan todavía con más fuerza: ¿por qué exaltar un instrumento de muerte, de tortura, de humillación, de castigo? ¿Cómo exaltar un leño cubierto de sangre, producto de una muerte brutal y humillante? ¿No es acaso un signo de barbarie inaudita, que repugna al hombre civilizado de hoy? La cruz da muerte la vida, trae dolor y tristeza, es imposible compaginar cruz y vida, ¿cómo puede la cruz convertirse en fiesta?[1]

La respuesta se hace urgente sobre todo en nuestro tiempo, la post-modernidad, caracterizada por el triunfo de la razón y de la ciencia, que pretenden explicarlo todo y que aparentan tener respuesta para toda pregunta del hombre de hoy.

Pero precisamente, no podemos contestar a estas preguntas con la razón científica, porque si así lo hacemos, corremos el riesgo mortal de errar el camino al cielo, tanto para nosotros, sacerdotes, como para los fieles.

No puede un sacerdote responder a estas preguntas con una mente fría, racionalista, lógica, y no porque la respuesta sea irracional, sino porque la respuesta es supra-racional, y por este motivo, no se encuentra ni en la mente humana ni en la inteligencia angélica, sino en el mismo Dios, que cuelga de la cruz.

La clave para entender el porqué de la fiesta de la exaltación de la cruz, nos la da la Palabra de Dios: “…nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 23-24).

Vista con los ojos del mundo, la cruz parece precisamente eso: escándalo y necedad.

Sin embargo, como sacerdotes, no podemos nunca la cruz -y a Cristo crucificado en ella- con los ojos del mundo, de la razón, de la lógica; sino con la luz de la fe, única manera no de entender el misterio que ella nos presenta, porque es un misterio sobrenatural, incomprensible, sino al menos de contemplarla en el silencio de la meditación, para que en el silencio, sea Cristo mismo quien nos dé la respuesta.

Haciendo estas consideraciones, podemos ahora sí, con la luz de la fe, formular nuevamente las preguntas del inicio, con la seguridad de encontrar las respuestas: ¿por qué hacer fiesta a la cruz? ¿Por qué exaltar la cruz?

Porque en la cruz Jesús cambia su sentido original de castigo, en señal de victoria, tal como nos lo dice San Josemaría: “En la Pasión, la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria”[2]. El Hombre-Dios convierte todo con su poder, y no solo restaura lo que el hombre ha arruinado, sino que le da un nuevo sentido, radicalmente distinto: antes, era lugar de castigo; ahora, es emblema de victoria.

¿Por qué exaltar la cruz?

Porque el que está en ella crucificado, es Dios todopoderoso, quien convierte, con su poder y con su sabiduría, con su amor y con su misericordia, el instrumento que los hombres habían ideado para dar muerte, en instrumento de salvación, de perdón, de redención y de misericordia, y en fuente de vida y de vida eterna, al vencer, con su muerte, a la muerte, para siempre[3].

¿Por qué exaltar la cruz?

Porque en la cruz Jesús, Dios infinitamente bueno e infinitamente perfecto en la simplicidad de su Ser divino convierte, con su bondad y con su humildad, al instrumento de humillación, en fuente de humildad para el alma, porque es la cruz en donde son vencidos para siempre, con la humildad de Dios Hijo encarnado, la soberbia y el orgullo, frutos de la participación al pecado en los cielos del ángel caído.

¿Por qué exaltar la cruz?

Porque en la cruz Cristo cambia el instrumento de tortura y de odio, en fuente de serenidad y de amor para el alma que se le acerca.

Porque en la cruz, el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo ofreció el supremo sacrificio de sí mismo.

Porque la cruz es el cayado del Buen Pastor, del Pastor eterno, Jesucristo, que desde su cielo eterno desciende al mundo para ahuyentar al oscuro lobo infernal, que quiere arrebatarle las ovejas de su propiedad, las almas compradas al precio de su sangre.

Porque la cruz, con Cristo crucificado, es la Puerta que conduce al cielo, a la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas, y quien pasa por esta puerta que es la cruz, alcanza la vida eterna y la salvación: “Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto” (Jn 10, 9).

Porque la cruz es el lugar de la revelación de la divinidad de Jesucristo: “Cuando levantéis al Hijo del hombre en alto, sabréis que Yo Soy” (cfr. Jn 8, 21-30). El “Yo Soy”, nombre con el cual los israelitas conocían a Dios, se lo aplica Jesús a sí mismo, revelándose de esta manera como Dios en Persona, pero este conocimiento es infundido al alma en la contemplación de Cristo crucificado, de sus llagas abiertas y de su sangre efundida. En la contemplación de la cruz, el alma recibe la luz de lo alto que le concede un conocimiento imposible de ser alcanzado por razonamientos humanos: Cristo crucificado es Dios Hijo en Persona.

Porque por la cruz todos los hombres de todos los tiempos son atraídos a la contemplación de Dios, y esta atracción se da particularmente en la Iglesia, en la Santa Misa: “Cuando sea levantado en alto atraeré a todos hacia Mí” (cfr. Jn 12, 20-33). En la plenitud de los tiempos, los griegos son atraídos por Jesús, Dios verdadero, a quien buscan para adorarlo; al fin de los tiempos, todos los hombres de todos los tiempos serán atraídos por la fuerza omnipotente del Hombre-Dios, que se irradiará desde la cruz hacia las almas y las llevará hacia sí; en el tiempo sacramental de la Iglesia, los hijos de Dios son atraídos por la fuerza de la cruz del altar, para adorar al Cordero de Dios que se inmola por todos.

Porque en la cruz el alma, sedienta de Dios a causa de haberse alejado de Él por el pecado, puede calmar esta sed bebiendo del manantial de la divinidad, el Corazón traspasado del Salvador.

Porque así como los israelitas en el desierto, al ser mordidos por las serpientes venenosas, se curaban con la serpiente de bronce elevada por Moisés, así los cristianos, el Nuevo Pueblo elegido que peregrina por el desierto de la historia humana hacia la Jerusalén celestial, es curado de las llagas supuradas de sus almas, producto del mal que anida en su corazón –“Es del corazón del hombre de donde salen las maldades”, dice Jesús (cfr. Mc 7, 14-23)-, y producto también de las mordeduras de la serpiente, la misma que tentó a Adán y Eva, en la contemplación de Cristo crucificado, porque sus llagas, de donde brota su sangre a raudales, son la medicina de este Médico celestial, con la cual cura toda fiebre de posesión, toda lujuria, toda avaricia, toda sed de poder, en suma, todo mal que pueda aquejar al hombre.

En la cruz Jesús cura nuestra fiebre de poseer bienes materiales, porque nos enseña la pobreza de la cruz: nada tiene de bienes materiales, y lo que tiene, le ha sido prestado por Dios Padre, para que lleve a cabo la redención de los hombres: los clavos, la corona de espinas, el leño de la cruz, el letrero que indica que es Rey.

En la cruz, Jesús cura nuestra tendencia a la rebeldía y a la desobediencia, ecos de la rebeldía y desobediencia en los cielos y en el Paraíso, iniciadas por el ángel apóstata, y continuadas en el Paraíso por Adán y Eva, porque Jesús crucificado obedece a la voz amorosa del Padre hasta la muerte, y la muerte más ignominiosa y humillante que pueda existir.

En la cruz, Jesús cura la concupiscencia carnal, al inmolar su carne purísima, santísima, y dejar que sus manos y sus pies sean traspasados por gruesos clavos de hierro, para que la humanidad, unida a Él en el sacrificio de la cruz, adquiera una pureza superior a la de los ángeles, porque a quien se une a Él en la cruz, le hace partícipe de su propia santidad y pureza.

¿Por qué exaltamos la cruz?

Porque en la cruz, Jesucristo, que es el Dios Tres veces Santo; que es el Dios Fuerte; que es el Dios Inmortal, nos comunica de su santidad, de su fortaleza y de su inmortalidad, aunque no parece ni santo, ni fuerte, ni inmortal.

No parece santo, porque es crucificado en medio de dos malhechores, y Él mismo es condenado –injustamente- como un malhechor, como un blasfemo, como un rebelde. Y sin embargo, Él es el Dios Tres veces Santo, el Dios “fuente de toda santidad”, como reza la Plegaria eucarística II, y como tal, comunica de su santidad y le da de beber de su divinidad a quien se le acerca.

No parece fuerte, porque en la cruz aparece como la expresión máxima de la máxima debilidad y del fracaso: aparece abandonado por sus discípulos y por todos aquellos a los que había favorecido con sus milagros; aparece traicionado, golpeado, insultado, coronado de espinas, flagelado. A los ojos de los hombres, aparece como un rabbí hebreo, como un maestro hebreo de religión, que ha fracasado en su intento de iniciar una nueva religión, y ha sido abandonado por todos, incluso hasta de Dios, según sus mismas palabras: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46); aparece como un hombre fracasado, abandonado por todos, acompañado solo por su Madre que parece ser tan débil como Él, pues la inunda el llanto. Y sin embargo, Jesús en la cruz es Dios omnipotente, ante cuya ira los ángeles tiemblan, pero que se nos acerca no en su justa ira, sino precisamente, como un hombre vencido, fracasado y abandonado, para que no tengamos miedo de acercarnos a Él.

No parece inmortal, porque muere realmente, en su cuerpo real, físico: “Jesús, dando un fuerte grito, expiró” (Mt 27, 50), y su cuerpo llagado, herido, golpeado, frío con el frío de la muerte, que expresa la ausencia del calor vital, es llevado en procesión fúnebre hasta el sepulcro nuevo de José de Arimatea, para ser sepultado. Pero Jesús es el Dios Viviente, que desde la cruz y desde la Eucaristía comunica de su vida, no una vida natural, sino la vida divina misma de la Trinidad, la vida eterna: “Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo (Jn 6, 51), “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día” (cfr. Jn 6, 54).

Porque fue desde la cruz que se derramó sobre la humanidad el torrente inagotable de Misericordia Divina, al ser traspasado el Corazón del Salvador.

Porque si bien en la tierra la cruz es de madera, en los cielos es de luz celestial, rodeada de miríadas y miríadas de ángeles de luz.

Finalmente, porque en la cruz fue donde recibimos la gracia de ser hijos adoptivos de Dios, y fue en la cruz en donde nos adoptó, como hijos de su Corazón, la Madre de Dios, y fue en la cruz en donde comenzamos a tener una Madre celestial (cfr. Jn 19, 27).

Por todo esto, exaltamos la cruz y como hijos de Dios y como sacerdotes de Jesucristo, nos gloriamos en ella, como dice la introducción a las fiestas de la Santa Cruz y de Semana Santa, inspiradas en Gálatas 6, 14: “Debemos gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, en quien está nuestra vida”.


[1] Cfr. Casel, O., El misterio de la cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 146.

[2] Via Crucis, II estación, n. 5.

[3] Cfr. Casel, o. c., 176ss.

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