(Domingo
III - TA - Ciclo B - 2017 – 2018)
“Juan
vio a Jesús (…) y dijo: “....A éste me refería yo cuando dije: -Detrás de mí
viene uno que (…) existía antes que yo Juan” (cfr. Jn 1, 6-8.19-28). Es importante saber quién es aquel a quien Juan
el Bautista precede y señala como el Mesías, porque es el mismo que ha de venir
para Navidad y es el mismo que ha de venir al Fin de los tiempos. La pregunta
acerca de “quién es”, es fundamental, porque no es lo mismo, en absoluto, si se
trata de un simple hombre, santificado por la gracia de Dios que obra en él, o
de alguien que es más que un hombre santo, porque es la Gracia Increada en sí
misma.
¿Quién
es, entonces, aquel a quien Juan el Bautista señala, el que ha de venir, por el
misterio de la liturgia, para Navidad, como un Niño, el que vendrá al Fin de
los tiempos para juzgar a la humanidad? Aquel a quien señala Juan –dice la
Liturgia Latina[1]-,
“existe –ES- antes que él, porque es Dios Eterno, Dios Tres veces Santo,
encarnado en una naturaleza humana; es el Hombre Jesús de Nazareth, que es Dios
Hijo Eterno del Padre al mismo tiempo, porque ha unido a su Persona divina,
hipostáticamente, a esa naturaleza humana, en el momento de la Concepción y
Encarnación por el Espíritu Santo, convirtiendo la Humanidad de Jesús de Nazareth
en la Humanidad Santísima del Verbo de Dios.
Aquel
a quien señala el Bautista, que a los ojos del cuerpo parece un hombre como
todos los demás, es Jesús de Nazareth, la Sabiduría Eterna de Dios, que
brotando de los labios del Altísimo, desde toda la eternidad, abarca los cielos
eternos y todo lo ordena con firmeza y suavidad, mostrándonos en Él mismo la
salvación, porque Él es el único Camino de salvación que conduce al seno eterno
del Padre.
Aquel
a quien señala el Bautista, que a los ojos de los hombres nació como un Niño en
Belén, es el Hijo de María Virgen, el Hijo de Dios, la Sabiduría del Dios
Altísimo encarnada y manifestada a los hombres como Niño Dios, que en el
Pesebre abre los brazos en cruz, para indicarnos el camino de la salvación, la
Santa Cruz de Jesús.
Aquel
a quien señala el Bautista es el Dios Altísimo, Adonai, el Pastor Eterno de la
Casa de Israel, la Puerta de las ovejas, que guarda a las almas de los hombres
de las garras del Lobo infernal; es el Que Es, Yahvéh, el Dios que se manifestó
a Moisés en la zarza ardiente en el Sinaí para darle su Ley; es el Dios que con
su gracia graba a fuego la Ley de Dios en nuestras almas, y es el Dios al que
le imploramos que nos salve con el poder de su brazo.
Aquel
a quien señala el Bautista, cuyo Nacimiento en Belén es conmemorado por la
Iglesia en Navidad por medio de un memorial litúrgico que hace presente el
misterio pascual recordado, es “el Renuevo del tronco de Jesé”, el Rey de reyes
y Señor de señores, que se eleva sobre la Cruz como un signo para los pueblos,
ante quien “los reyes enmudecen y cuyo auxilio imploran las naciones”, y al
cual suplicamos, desde lo más profundo de nuestras almas: “¡Ven a librarnos, Señor
Jesús, no tardes más!”.
Aquel
a quien el Bautista señala es “el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin, el
que estaba muerto en el sepulcro por tres días, pero ahora vive, glorioso y
resucitado para siempre; es la “Llave de David y el Cetro de la casa de Israel”,
el que abre las puertas del Cielo con su Sangre y nadie puede cerrar; el que cierra
las puertas del Infierno con su Cruz y nadie puede abrir; es Aquel a quien le
imploramos, por su gran misericordia, que venga a librarnos a los hombres, que
vivimos “cautivos en tinieblas y en sombra de muerte”.
Aquel
a quien el Bautista señala es el “Sol que nace de lo alto”, Jesucristo, Sol de
justicia, “Resplandor de la luz eterna” del Padre; Luz de Luz, que irradia la
luz de su gloria desde la Eucaristía y como un sol de gracia infinita, ilumina
la oscuridad de las mentes y corazones de quienes se postran ante Él en la
adoración eucarística.
Aquel
a quien el Bautista señala es el “Rey de las naciones y Deseado de los pueblos,
Piedra angular de la Iglesia”, que con su Cruz derriba el muro de odio que
separa a los pueblos entre sí desde el pecado de Adán y Eva, y con su Sangre
hace de los enemigos irreconciliables, hijos adoptivos de Dios que se unen a su
Cuerpo Místico por el Divino Amor, el Espíritu Santo; es el que convierte al
hombre, formado del barro de la tierra, en templo del Espíritu Santo y morada
de Dios Uno y Trino.
Aquel
a quien el Bautista señala es el “Emmanuel”, Dios con nosotros, Dios venido al
mundo como Niño, que prolonga su Encarnación en su Venida Eucarística, para
comunicarnos de su gracia y de su vida eterna; es el Rey y Legislador nuestro”,
la esperanza de las naciones y el Salvador de los pueblos, al cual imploramos
suplicantes: “¡Ven a salvarnos, Señor Dios nuestro, Tú que habitas en el Cielo,
en la Cruz y en la Eucaristía”.
Aquel
a quien el Bautista señala, como Quien Es desde toda la eternidad, es el mismo
que, con su Cuerpo glorioso y resucitado, con su Sangre Preciosísima, con su Alma
Santísima, con su adorabilísima Divinidad y con todo el Amor de su Sagrado
Corazón, está Presente en Persona, con su Acto de Ser divino trinitario, en la
Eucaristía, y Es a Quien la Iglesia, cuando el sacerdote hace la ostentación de
la Hostia recién consagrada y la muestra al Nuevo Pueblo Elegido, lo llama: “el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Jesús en la Eucaristía es Dios
hecho hombre sin dejar de ser Dios, que borrándonos los pecados al precio de su
Sangre Preciosísima, nos concede la gracia de la divina filiación por el
Bautismo sacramental, la misma filiación divina con la cual Él es Dios Hijo
desde toda la eternidad. Así como en el desierto Juan el Bautista dio
testimonio de Jesús de Nazareth, el Cordero de Dios, así nosotros estamos
llamados a dar, en el desierto de la vida y de la existencia humana, testimonio
de Jesús Eucaristía, el Cordero de Dios.
[1] Cfr. Liturgia latina, Antífonas
del Magníficat de los días 17 al 23 de diciembre. Referencias bíblicas: Dt 8, 5; Prov 8, 22s; Hb 1,4; Éx 20; Is 11, 10; 52, 15; 22, 22; 42,7; Lc 1, 78; Mal 3, 20; Ag 2, 7 Vulg; Is 28, 16; Ef 2, 14; Gn 2,5; Is 7, 14.
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