(Misa de medianoche - Ciclo B - 2017 – 2018)
En la conmemoración
litúrgica del Nacimiento del Salvador, la Santa Misa de Nochebuena, la Iglesia
canta el misterio del Pesebre de Belén, citando el Evangelio de Juan: “El Logos
se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria como de
Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”[1].
En este párrafo del Evangelio, está concentrado el increíble, asombroso,
inimaginable misterio que se esconde en el Pesebre de Belén: el Niño del Pesebre
es el Logos, es decir, el Verbo del Padre, la Palabra eternamente pronunciada
por el Padre, el Hijo de Dios, que procede del Padre no por creación sino por
generación, que posee el mismo Acto de Ser divino del Padre y la misma
naturaleza divina que la del Padre. El Evangelista Juan es representado con un
águila porque, al igual que el águila, que se eleva en vuelo hacia el cielo y
mira fijamente al sol, así el Evangelista Juan contempla, elevada su mirada a
lo sobrenatural por el Espíritu Santo, al Verbo de Dios, el Sol de justicia,
que procede del Padre desde la eternidad, y es a esto a lo que se refiere
cuando dice: “El Logos”. Pero de igual manera a como el águila, estando en el
cielo, mira hacia abajo, hacia la tierra, así también el Evangelista Juan,
luego de contemplar al Verbo en el seno del Padre, lo contempla, a ese mismo
Verbo, en el Niño de Belén, es decir, a Dios Hijo encarnado, a Dios, Espíritu
Puro, que se carne, y es a esto a lo que se refiere cuando dice: “El Logos se
hizo carne y habitó entre nosotros”. El Logos, el Verbo de Dios, Dios Invisible
y Espíritu Puro, se hace carne, toma un cuerpo y un alma humanos y se
manifiesta visible y sensiblemente a los hombres, en la tierra, y vive con
ellos, habita con ellos –para luego vivir en ellos, por la gracia-. Debido a
que el Niño de Belén es Dios Hijo, y Dios es Gloria Increada, la gloria de Dios
se hace visible en el Niño de Belén, y así la gloria de Dios, que permanecía
oculta e inaccesible a los ojos humanos, ahora se hace visible, porque quien
contempla al Niño de Belén, contempla la gloria de Dios: “hemos visto su
gloria, gloria como de Unigénito del Padre”. Pero además de ser la Gloria
Increada, el Niño de Belén es la Gracia Increada y la Verdad Suprema y Absoluta
de Dios: “lleno de gracia y de verdad”. Y en el día de Epifanía, la Iglesia
Esposa se aplica a sí misma estos versículos de los Profetas: “Levántate y
resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea
para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en las
tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria”
(Is 60, 1ss).
Es decir, mientras el
Evangelista Juan proclama que la gloria de Dios se ha hecho carne y es esta
gloria de Dios la que la Iglesia contempla en el Pesebre de Belén, el Profeta
Isaías proclama a su vez que esta gloria de Dios, que es el Niño de Belén,
ilumina con su resplandor a la Iglesia, mientras que el mundo permanece “en
tinieblas” y en “sombras de muerte”. En Navidad, la Iglesia celebra que la
Gloria de Dios, Dios Hijo, se ha encarnado, se ha manifestado como Niño y con
su luz ha iluminado la Iglesia y el mundo, desde el Portal de Belén, iniciando ya
con su Nacimiento su victoria total sobre las tinieblas. Pero para nosotros,
que vivimos alejados en el tiempo y en el espacio del Nacimiento de Belén,
también se nos hace posible contemplar la gloria eterna del Padre, encarnada en
el Niño de Belén, porque por medio del misterio de la liturgia eucarística de la
Santa Misa de Nochebuena, la Iglesia hace “memorial” del Nacimiento, pero no
una memoria psicológica, sino una memoria que hace presente aquello que evoca
en el recuerdo, y es el misterio del Nacimiento del Señor Jesús en el Portal de
Belén. En cada santa Misa y sobre todo en la Santa Misa de Nochebuena, se
actualiza el misterio del Nacimiento del Señor, por el poder del Espíritu
Santo, de manera que podemos decir que, al contemplar la Eucaristía, contemplamos
el misterio de la gloria de Dios, Cristo Jesús, que si a los pastores aparecía
bajo el velo de la humanidad, a nosotros se nos aparece bajo el velo de las
especies sacramentales. La Santísima Virgen y San José contemplaron la gloria
de Dios en el Niño Jesús, en la Noche Santa de Navidad, en el Portal de Belén;
nosotros contemplamos esa misma gloria de Dios, Cristo Jesús, en el Nuevo
Portal de Belén, el Altar Eucarístico, en la Santa Misa de Nochebuena, la
gloria que se oculta a los ojos del cuerpo, porque está velada por las especies
sacramentales, pero que resplandece a los ojos del alma iluminados por la luz
de la Fe. Por el misterio de la liturgia, nos encontramos ante el Niño Dios,
Presente en la Eucaristía, así como la Santísima Virgen y San José se
encontraron ante el Niño Dios la Noche Santa de Navidad. Entonces, al igual que
ellos, que adoraron al misterio de Amor Divino que venía hacia ellos en forma
de Niño, así también nosotros adoremos al misterio de Amor Divino que viene a
nosotros como Pan de Vida eterna, como Eucaristía. Y alegrémonos con alegría
celestial –alegrémonos con Dios, que es “Alegría infinita”[2]-,
porque Dios Eterno ha nacido en el tiempo, se nos manifiesta como Niño recién
nacido, para que lo recibamos en nuestros corazones y una vez allí, lo amemos y
adoremos en el tiempo, como anticipo del amor y la adoración que esperamos, por
su Misericordia, tributarle por la eternidad.
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