viernes, 22 de diciembre de 2017

Natividad del Señor


(Misa de medianoche - Ciclo B - 2017 – 2018)

         En la conmemoración litúrgica del Nacimiento del Salvador, la Santa Misa de Nochebuena, la Iglesia canta el misterio del Pesebre de Belén, citando el Evangelio de Juan: “El Logos se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”[1]. En este párrafo del Evangelio, está concentrado el increíble, asombroso, inimaginable misterio que se esconde en el Pesebre de Belén: el Niño del Pesebre es el Logos, es decir, el Verbo del Padre, la Palabra eternamente pronunciada por el Padre, el Hijo de Dios, que procede del Padre no por creación sino por generación, que posee el mismo Acto de Ser divino del Padre y la misma naturaleza divina que la del Padre. El Evangelista Juan es representado con un águila porque, al igual que el águila, que se eleva en vuelo hacia el cielo y mira fijamente al sol, así el Evangelista Juan contempla, elevada su mirada a lo sobrenatural por el Espíritu Santo, al Verbo de Dios, el Sol de justicia, que procede del Padre desde la eternidad, y es a esto a lo que se refiere cuando dice: “El Logos”. Pero de igual manera a como el águila, estando en el cielo, mira hacia abajo, hacia la tierra, así también el Evangelista Juan, luego de contemplar al Verbo en el seno del Padre, lo contempla, a ese mismo Verbo, en el Niño de Belén, es decir, a Dios Hijo encarnado, a Dios, Espíritu Puro, que se carne, y es a esto a lo que se refiere cuando dice: “El Logos se hizo carne y habitó entre nosotros”. El Logos, el Verbo de Dios, Dios Invisible y Espíritu Puro, se hace carne, toma un cuerpo y un alma humanos y se manifiesta visible y sensiblemente a los hombres, en la tierra, y vive con ellos, habita con ellos –para luego vivir en ellos, por la gracia-. Debido a que el Niño de Belén es Dios Hijo, y Dios es Gloria Increada, la gloria de Dios se hace visible en el Niño de Belén, y así la gloria de Dios, que permanecía oculta e inaccesible a los ojos humanos, ahora se hace visible, porque quien contempla al Niño de Belén, contempla la gloria de Dios: “hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre”. Pero además de ser la Gloria Increada, el Niño de Belén es la Gracia Increada y la Verdad Suprema y Absoluta de Dios: “lleno de gracia y de verdad”. Y en el día de Epifanía, la Iglesia Esposa se aplica a sí misma estos versículos de los Profetas: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en las tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (Is 60, 1ss).
         Es decir, mientras el Evangelista Juan proclama que la gloria de Dios se ha hecho carne y es esta gloria de Dios la que la Iglesia contempla en el Pesebre de Belén, el Profeta Isaías proclama a su vez que esta gloria de Dios, que es el Niño de Belén, ilumina con su resplandor a la Iglesia, mientras que el mundo permanece “en tinieblas” y en “sombras de muerte”. En Navidad, la Iglesia celebra que la Gloria de Dios, Dios Hijo, se ha encarnado, se ha manifestado como Niño y con su luz ha iluminado la Iglesia y el mundo, desde el Portal de Belén, iniciando ya con su Nacimiento su victoria total sobre las tinieblas. Pero para nosotros, que vivimos alejados en el tiempo y en el espacio del Nacimiento de Belén, también se nos hace posible contemplar la gloria eterna del Padre, encarnada en el Niño de Belén, porque por medio del misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa de Nochebuena, la Iglesia hace “memorial” del Nacimiento, pero no una memoria psicológica, sino una memoria que hace presente aquello que evoca en el recuerdo, y es el misterio del Nacimiento del Señor Jesús en el Portal de Belén. En cada santa Misa y sobre todo en la Santa Misa de Nochebuena, se actualiza el misterio del Nacimiento del Señor, por el poder del Espíritu Santo, de manera que podemos decir que, al contemplar la Eucaristía, contemplamos el misterio de la gloria de Dios, Cristo Jesús, que si a los pastores aparecía bajo el velo de la humanidad, a nosotros se nos aparece bajo el velo de las especies sacramentales. La Santísima Virgen y San José contemplaron la gloria de Dios en el Niño Jesús, en la Noche Santa de Navidad, en el Portal de Belén; nosotros contemplamos esa misma gloria de Dios, Cristo Jesús, en el Nuevo Portal de Belén, el Altar Eucarístico, en la Santa Misa de Nochebuena, la gloria que se oculta a los ojos del cuerpo, porque está velada por las especies sacramentales, pero que resplandece a los ojos del alma iluminados por la luz de la Fe. Por el misterio de la liturgia, nos encontramos ante el Niño Dios, Presente en la Eucaristía, así como la Santísima Virgen y San José se encontraron ante el Niño Dios la Noche Santa de Navidad. Entonces, al igual que ellos, que adoraron al misterio de Amor Divino que venía hacia ellos en forma de Niño, así también nosotros adoremos al misterio de Amor Divino que viene a nosotros como Pan de Vida eterna, como Eucaristía. Y alegrémonos con alegría celestial –alegrémonos con Dios, que es “Alegría infinita”[2]-, porque Dios Eterno ha nacido en el tiempo, se nos manifiesta como Niño recién nacido, para que lo recibamos en nuestros corazones y una vez allí, lo amemos y adoremos en el tiempo, como anticipo del amor y la adoración que esperamos, por su Misericordia, tributarle por la eternidad.




[1] Cfr. Jn 1, 14; Resp. XII de la Vigilia; cit. Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 199.
[2] Cfr. Santa Teresa de los Andes.

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