(Domingo III - TO - Ciclo C – 2022)
“El
Espíritu del Señor está sobre Mí” (Lc
1, 1-4; 4, 14-21). Jesús, que es un rabbí
judío, es decir, un letrado en la religión hebrea, sube al estrado para leer
las Sagradas Escrituras. No es por casualidad que abre las Escrituras en el
pasaje en el que Dios habla a través del Profeta Isaías –nada hay por
casualidad en la vida y en las obras de Jesús-, pasaje en el que el Mesías
revela que “el Espíritu de Dios” reposa sobre Él y que Dios lo ha enviado para
una misión: dar la vista a los ciegos, curar a los enfermos, llevar la
salvación a los hombres. Ahora bien, el hecho verdaderamente asombroso no es
que Jesús lea el pasaje del Profeta Isaías, sino que Jesús se auto-atribuya ese
pasaje como dedicado a Él; es decir, según las propias palabras de Jesús, el
Mesías al cual hace referencia el Profeta, sobre el cual se posa el Espíritu
del Señor y por medio del cual lo envía a cumplir una misión sobre la
humanidad, se refiere a Él, Jesús de Nazareth. Esto provoca una gran admiración
entre los asistentes a la sinagoga, porque para ellos, Jesús era un habitante
más del pueblo, el “hijo del carpintero”, “el hijo de José y María”, alguien
que había crecido entre ellos, como un hijo más entre tantos, como un hijo de
vecino más entre tantos. Y sin embargo, Jesús, que es Dios Hijo en Persona,
encarnado en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth, revela la verdad
acerca de la divinidad de su Persona, con lo cual revela al mismo tiempo que Él
es hijo adoptivo de San José, Hijo de María Virgen e Hijo del Eterno Padre, tan
Dios como su Padre Dios.
“El
Espíritu del Señor está sobre Mí y me ha enviado a curar a los enfermos y a
liberar a los cautivos”. Que nadie se engañe acerca del envío y la misión del
Mesías, Jesús de Nazareth: Él ha venido para principalmente curarnos de la
lepra espiritual que es el pecado, lepra que nos cerraba las puertas del Cielo
y nos abría las puertas del Infierno; Él ha venido para sanarnos de esta lepra
espiritual con su gracia santificante y ha venido también para liberarnos de la
esclavitud de la muerte y del Demonio para conducirnos, en la libertad de los
hijos adoptivos de Dios, a la felicidad eterna del Reino de los cielos. Jesús
no ha venido para liberarnos de la pobreza material ni para hacer de este mundo
un “mundo feliz”, sino para convertirnos en hijos adoptivos de Dios, en
herederos del Reino de los cielos y en adoradores del Padre, “en espíritu y en
verdad”.
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