martes, 16 de agosto de 2022

“Entonces será el llanto y rechinar de dientes”

 


(Domingo XXI - TO - Ciclo C – 2022)

          “Entonces será el llanto y rechinar de dientes” (Lc 13, 22-30). Jesús revela en este Evangelio, entre otras cosas, tres verdades de fe: la primera, que Él regresará al fin de los tiempos en el Día del Juicio Final; la segunda, cuál es el verdadero ecumenismo y la tercera, la existencia del Infierno.

          Las revelaciones de Jesús se producen en ocasión de la pregunta que le formulan sus discípulos, acerca de la eterna salvación: “Señor, ¿serán muchos los que se salven?”.

          En su respuesta, Jesús revela cuál es el verdadero ecumenismo, el cual debe distinguirse del falso ecumenismo: el falso ecumenismo es aquel que rebaja a la Iglesia Católica al nivel de las otras falsas religiones; el verdadero ecumenismo es aquel en el que la Iglesia Católica se encuentra en la cima, por encima de todas las religiones e iglesias del mundo, porque la Iglesia Católica es la Verdadera y Única Iglesia del Verdadero y Único Dios, ya que solo la Iglesia Católica posee la Verdad acerca de Dios auto-revelada en la Persona del Hijo de Dios, Cristo Jesús. El verdadero ecumenismo se mostrará en el Día del Juicio Final, cuando todas las naciones del mundo reconozcan al Justo Juez, Cristo Jesús, como Dios Hijo encarnado.

          En su respuesta, Jesús revela otra verdad de fe, y es la de su Segunda Venida al fin de los tiempos, en el Día del Juicio Final, para dar a cada uno lo que cada uno libremente mereció con sus obras libremente realizadas, a los buenos, que se esforzaron por vivir según la Ley de Dios, recibiendo la gracia a través de los sacramentos, cargando la cruz de cada día, a ellos les dará el Reino de los cielos, mientras que a los malos, a los que no se preocuparon siquiera por vivir según los Mandamientos de Dios, a los que despreciaron los sacramentos de la Santa Iglesia Católica, a los que no amaron a su prójimo sino que lo trataron como a un objeto, comportándose de forma malvada e inhumana, a esos, a los malvados, les dará el Infierno como castigo por sus obras impenitentes y malvadas.

          La existencia del Infierno, adonde Jesús, Justo Juez, enviará a los impenitentes para toda la eternidad es, precisamente, la tercera verdad de fe revelada por Jesús. A pesar de que en la actualidad se niega la existencia del Infierno, incluidos sacerdotes y obispos que ocupan altos cargos en la jerarquía eclesiástica, que niegan la existencia del Infierno, como el actual superior de los Jesuitas[1], el hereje Arturo Sosa -y con él una multitud de obispos, sacerdotes y fieles-, es el mismo Dios Hijo en Persona quien revela su existencia, cuando dice: “Entonces será el llanto y rechinar de dientes”, porque con esa expresión describe lo que le sucederá a los condenados en el Infierno por toda la eternidad: llorarán para siempre, por haberse negado a amar a Dios y al prójimo en esta vida y sus dientes rechinarán por el dolor, porque en el Infierno el fuego, por un milagro de la omnipotencia divina, quema no solo el cuerpo, sin consumirlo, como así también el alma, también sin consumirla. A diferencia de los herejes, que niegan la existencia del Infierno, la multitud de santos de la Iglesia Católica atestigua su existencia, su realidad, su eternidad y la acerbidad de sus dolores, como por ejemplo Santa Verónica Giuliani, quien describe así el Infierno, luego de ser llevada en persona, en una experiencia misma, a los abismos del Infierno: “En un momento, me encontré en un lugar oscuro, profundo y pestilente; escuché voces de toros, rebuznos de burros, rugidos de leones, silbidos de serpientes, confusiones de voces espantosas y truenos grandes que me dieron terror y me asustaron. También vi relámpagos de fuego y humo denso. ¡Despacio! que todavía esto no es nada. Me pareció ver una gran montaña como formada toda por mantas de víboras, serpientes y basiliscos entrelazados en cantidades infinitas; no se distinguía uno de las otras. Se escuchaba por debajo de ellos maldiciones y voces espantosas. Me volví a mis Ángeles y les pregunté qué eran aquellas voces; y me dijeron que eran voces de las almas que serían atormentadas por mucho tiempo, y que dicho lugar era el más frío. En efecto, se abrió enseguida aquel gran monte, ¡y me pareció verlo todo lleno de almas y demonios! ¡En gran número! Estaban aquellas almas pegadas como si fueran una sola cosa y los demonios las tenían bien atadas a ellos con cadenas de fuego, que almas y demonios son una cosa misma, y cada alma tiene encima tantos demonios que apenas se distinguía. El modo en que las vi no puedo describirlo; sólo lo he descrito así para hacerme entender, pero no es nada comparado con lo que es. Fui transportada a otro monte, donde estaban toros y caballos desenfrenados los cuales parecía que se estuvieran mordiendo como perros enojados. A estos animales les salía fuego de los ojos, de la boca y de la nariz; sus dientes parecían agudísimas espadas afiladas que después reducían a pedazos todo aquello que les entraba por la boca; incluso aquellos que mordían y devoraban las almas. ¡Qué alaridos y qué terror se sentía! No se detenían nunca, fue cuando entendí que permanecían siempre así. Vi después otros montes más despiadados; pero es imposible describirlos, la mente humana no podría nunca nuca comprender. En medio de este lugar, vi un trono altísimo, larguísimo, horrible ¡y compuesto por demonios! Más espantoso que el infierno, ¡y en medio de ellos había una silla formada por demonios, los jefes y el principal! Ahí es donde se sienta Lucifer, espantoso, horroroso. ¡Oh Dios! ¡Qué figura tan horrenda! Sobrepasa la fealdad de todos los otros demonios; parecía que tuviera una capa formada de cien capas, y que ésta se encontrara llena de picos bien largos, en la cima de cada una tenía un ojo, grande como el lomo de un buey, y mandaba saetas ardientes que quemaban todo el infierno. Y con todo que es un lugar tan grande y con tantos millones y millones de almas y de demonios, todos ven esta mirada, todos padecen tormentos sobre tormentos del mismo Lucifer. Él los ve a todos y todos lo ven a él. Aquí, mis Ángeles me hicieron entender que, como en el Paraíso, la vista de Dios, cara a cara, vuelve bienaventurados y contentos a todos alrededor, así en el infierno, la fea cara de Lucifer, de este monstruo infernal, es tormento para todas las almas. Ven todas, cara a cara el Enemigo de Dios; y habiendo para siempre perdido Dios, y no tenerlo nunca, nunca más podrán gozarlo en forma plena. Lucifer lo tiene en sí, y de él se desprende de modo que todos los condenados participan de ello. Él blasfema y todos blasfeman; él maldice y todos maldicen; él atormenta y todos atormentan. - ¿Y por cuánto será esto?, pregunté a mis Ángeles. Ellos me respondieron: -Para siempre, por toda la eternidad. ¡Oh Dios! No puedo decir nada de aquello que he visto y entendido; con palabras no se dice nada. Aquí, enseguida, me hicieron ver el cojín donde estaba sentado Lucifer, donde eso está apoyado en el trono. Era el alma de Judas. Y bajo sus pies había otro cojín bien grande, todo desgarrado y marcado. Me hicieron entender que estas almas eran almas de religiosos; abriéndose el trono, me pareció ver entre aquellos demonios que estaban debajo de la silla una gran cantidad de almas. Y entonces pregunte a mis Ángeles: -¿Y estos quiénes son? Y ellos me dijeron que eran Prelados, Jefes de Iglesia y de Superiores de Religión. ¡Oh Dios! Cada alma sufre en un momento todo aquello que sufren las almas de los otros condenados; me pareció comprender que ¡mi visita fue un tormento para todos los demonios y todas las almas del infierno! Venían conmigo mis Ángeles, pero de incógnito estaba conmigo mi querida Mamá, María Santísima, porque sin Ella me hubiera muerto del susto. No digo más, no puedo decir nada. Todo aquello que he dicho es nada, todo aquello que he escuchado decir a los predicadores es nada. El infierno no se entiende, ni tampoco se podrá aprender la acerbidad de sus penas y sus tormentos. Esta visión me ha ayudado mucho, me hizo decidir de verdad a despegarme de todo y a hacer mis obras con más perfección, sin ser descuidada. En el infierno hay lugar para todos, y estará el mío si no cambio vida. ¡Sea todo a gloria de Dios, según la voluntad de Dios, por Dios y con Dios!”[2]. Quien niegue la existencia del Infierno como lugar de tormento eterno en el que la Justicia Divina y la Ira Divina se descargan sin piedad sobre los ángeles y los hombres rebeldes e impenitentes, es un blasfemo, porque contradice al mismo Jesucristo y comete además un pecado de herejía, al oponerse a una verdad revelada por el mismo Hijo de Dios en Persona.

“Entonces será el llanto y rechinar de dientes”. Si no solo queremos evitar el Infierno y así salvar el alma, sino también ingresar en el Reino de los cielos, entonces debemos hacer lo que el Señor Jesús nos manda a hacer: negarnos a nosotros mismos, cargar la cruz de cada día y seguirlo a Él por el Camino del Calvario, el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, el único camino que conduce al Cielo. Allí no solo no habrá llanto y rechinar de dientes, sino que todo será alegría y felicidad eterna, en la contemplación, en el amor y en la adoración del Cordero de Dios, Cristo Jesús.



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