sábado, 29 de junio de 2024

“Talitha qum (A ti te digo, niña: levántate”)

 


(Domingo XIII - TO - Ciclo B – 2024)

         “Talitha qum (A ti te digo, niña: levántate”). (Mc 5, 2-43). En este episodio del Evangelio podemos ver uno de los más asombrosos casos de resurrección por parte de Jesús, aunque propiamente hablando, no se trate de la “resurrección” gloriosa de los muertos al fin de los tiempos, sino más bien de una re-animación del alma de la niña en su cuerpo mortal, para luego seguir viviendo en esta vida mortal. El milagro de Jesús consiste en que Él, en cuanto Hombre-Dios, le ordena al alma de la niña, quien efectivamente ya había fallecido, regresar desde el más allá y re-unificarse o re-unirse a su cuerpo; le ordena a su alma que vuelva a unirse a su cuerpo para darle vida, tal como hace toda alma con su cuerpo desde el momento de la concepción. Jesús puede hacer este milagro porque Él es Dios Hijo encarnado; Él tiene el poder necesario para hacer este milagro; Él es dueño de las almas; Él nos creó y por lo tanto, es el Dueño de todas las almas y todas las almas -todos los seres humanos- le debemos obediencia, adoración y amor por sobre todas las cosas y por sobre toda creatura.

         Otro aspecto a considerar es la muerte, puesto que es el elemento central hasta la aparición de Jesús. En la Sagrada Escritura, en el Libro de la Sabiduría, se dice: “Dios no creó la muerte[1] (…) la muerte entró en el mundo por la envidia del Diablo y por el pecado del hombre”[2]. Entonces, los dos responsables de la muerte en la raza humana son el Diablo, quien al hacer caer en la tentación a Adán y Eva les hizo perder la vida de la gracia y la vida inmortal que la gracia conllevaba, y el hombre mismo, por cuanto es pecador. Dios no es autor de la muerte; por el contrario, Dios envió a su Hijo Jesucristo para que derrotara a los tres grandes enemigos del hombre: la muerte, el pecado y el Demonio.

         Precisamente, esta es la tercera consideración que podemos hacer en este Evangelio: cómo y cuándo Jesús derrota a estos tres grandes enemigos. El “cuándo” es en el Viernes Santo, en el día de la Crucifixión, en el día de la muerte de Jesús en el Calvario -aunque comienza su triunfo en el momento de la Encarnación, siendo en la Crucifixión el momento en el que este triunfo se consuma; el “cómo”, podríamos graficarlo de la siguiente manera, haciendo una aplicación de sentidos, como enseña San Ignacio de Loyola: imaginemos que estamos al pie de la Cruz, al pie de la Virgen, nos hacemos muy pequeños, la Virgen nos toma y nos introduce por el Costado abierto del Redentor, que ha sido ya traspasado por la lanza. Ingresamos a su Sagrado Corazón, según lo describen los santos y el mismo Jesús, es un “horno ardiente de Amor”, imaginemos entonces que estamos en un horno ardiente, pero con llamas que no queman sino que encienden las almas en el fuego del Divino Amor; sentimos el crepitar de las llamas que envuelven al Sagrado Corazón; escuchamos el respirar de Jesús; escuchamos y vemos los torrentes de su Sangre Preciosísima, que sin cesar se derraman por el Costado traspasado; ahora vemos cómo un frío helado, el frío de la muerte, pretende apoderarse del Cuerpo y del Corazón de Jesús, pero no lo logra, porque el calor de ese horno ardiente es tan grande, que no le deja ninguna posibilidad a la muerte de ingresar en su Cuerpo: Jesús ha vencido a la muerte; ahora una negra gangrena, que representa el pecado, insinúa apropiarse del Cuerpo de Jesús, pero no puede hacerlo ni siquiera por un instante y desaparece para siempre, dando lugar en cambio al fluir de la Sangre Preciosísima que expulsa en cada latido el Sagrado Corazón: Jesús ha vencido al pecado; por último, Satanás y el infierno todo, en un desesperado intento suicida, intentan apoderarse del Cuerpo de Jesús, pero son precipitados al instante a los más profundo del Infierno, por el poder de la Sangre gloriosa del Cordero y por las llamas de Amor del Sagrado Corazón: Jesús ha vencido a Satanás y al infierno todo. Jesús ha vencido así, desde la Cruz, en el día y el momento en el que los tres grandes enemigos de la raza humana creían haber triunfado, a estos tres -la muerte, el pecado y el demonio-, para dar paso, para nosotros, por medio de la comunicación de su Sangre Preciosísima, que brota de su Sagrado Corazón y se nos transmite a través de los sacramentos, sobre todo la Penitencia y la Eucaristía, en vez de la muerte, su Vida gloriosa y divina de Hombre-Dios; en vez del pecado, la gracia santificante en el tiempo y la gloria divina en la eternidad; en vez del Demonio, el Don de Sí mismo, de su Acto de Ser divino Trinitario y con Él, el don de las Tres Divinas Personas: nos da su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía para que, unidos a Él en el Amor del Espíritu Santo, seamos conducidos al Padre, para adorarlo por toda la eternidad.

“Talitha qum (A ti te digo, niña: levántate”). El mismo Jesús que resucitó a la niña en el Evangelio; el mismo Jesús que derrotó a la muerte, al pecado y al demonio en la Cruz, en el Monte Calvario; ese mismo Jesús está en Persona en el sagrario, en la Eucaristía y es Quien nos concederá su vida gloriosa y eterna en el Día del Juicio Final, si nos mantenemos fieles a su gracia. Le pidamos a la Virgen, Mediadora de toda Gracia, que interceda para que recibamos la gracia de unirnos y fusionarnos a ese horno ardiente que es el Sagrado Corazón de Jesús, así como el leño seco, convertido en brasa por la acción de las llamas, se fusiona y une al fuego y se convierte en uno solo con él, de tal manera que nada nos aleje de la felicidad eterna que significa adorar a su Hijo Jesús, primero en la tierra y en el tiempo y luego en el Cielo y por los siglos sin fin.



[1] Cfr. Sab 1, 13-14.

[2] Cfr. Sab 2, 23.


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