(Domingo XIII - TO - Ciclo B – 2024)
“Talitha
qum (A ti te digo, niña: levántate”). (Mc 5, 2-43). En este episodio del
Evangelio podemos ver uno de los más asombrosos casos de resurrección por parte
de Jesús, aunque propiamente hablando, no se trate de la “resurrección” gloriosa
de los muertos al fin de los tiempos, sino más bien de una re-animación del
alma de la niña en su cuerpo mortal, para luego seguir viviendo en esta vida
mortal. El milagro de Jesús consiste en que Él, en cuanto Hombre-Dios, le ordena
al alma de la niña, quien efectivamente ya había fallecido, regresar desde el
más allá y re-unificarse o re-unirse a su cuerpo; le ordena a su alma que vuelva
a unirse a su cuerpo para darle vida, tal como hace toda alma con su cuerpo desde
el momento de la concepción. Jesús puede hacer este milagro porque Él es Dios
Hijo encarnado; Él tiene el poder necesario para hacer este milagro; Él es
dueño de las almas; Él nos creó y por lo tanto, es el Dueño de todas las almas
y todas las almas -todos los seres humanos- le debemos obediencia, adoración y
amor por sobre todas las cosas y por sobre toda creatura.
Otro aspecto
a considerar es la muerte, puesto que es el elemento central hasta la aparición
de Jesús. En la Sagrada Escritura, en el Libro de la Sabiduría, se dice: “Dios
no creó la muerte[1]
(…) la muerte entró en el mundo por la envidia del Diablo y por el pecado del
hombre”[2]. Entonces,
los dos responsables de la muerte en la raza humana son el Diablo, quien al
hacer caer en la tentación a Adán y Eva les hizo perder la vida de la gracia y
la vida inmortal que la gracia conllevaba, y el hombre mismo, por cuanto es
pecador. Dios no es autor de la muerte; por el contrario, Dios envió a su Hijo
Jesucristo para que derrotara a los tres grandes enemigos del hombre: la
muerte, el pecado y el Demonio.
Precisamente,
esta es la tercera consideración que podemos hacer en este Evangelio: cómo y
cuándo Jesús derrota a estos tres grandes enemigos. El “cuándo” es en el Viernes
Santo, en el día de la Crucifixión, en el día de la muerte de Jesús en el Calvario
-aunque comienza su triunfo en el momento de la Encarnación, siendo en la
Crucifixión el momento en el que este triunfo se consuma; el “cómo”, podríamos
graficarlo de la siguiente manera, haciendo una aplicación de sentidos, como
enseña San Ignacio de Loyola: imaginemos que estamos al pie de la Cruz, al pie
de la Virgen, nos hacemos muy pequeños, la Virgen nos toma y nos introduce por
el Costado abierto del Redentor, que ha sido ya traspasado por la lanza. Ingresamos
a su Sagrado Corazón, según lo describen los santos y el mismo Jesús, es un “horno
ardiente de Amor”, imaginemos entonces que estamos en un horno ardiente, pero
con llamas que no queman sino que encienden las almas en el fuego del Divino
Amor; sentimos el crepitar de las llamas que envuelven al Sagrado Corazón;
escuchamos el respirar de Jesús; escuchamos y vemos los torrentes de su Sangre
Preciosísima, que sin cesar se derraman por el Costado traspasado; ahora vemos
cómo un frío helado, el frío de la muerte, pretende apoderarse del Cuerpo y del
Corazón de Jesús, pero no lo logra, porque el calor de ese horno ardiente es
tan grande, que no le deja ninguna posibilidad a la muerte de ingresar en su
Cuerpo: Jesús ha vencido a la muerte; ahora una negra gangrena, que representa
el pecado, insinúa apropiarse del Cuerpo de Jesús, pero no puede hacerlo ni siquiera
por un instante y desaparece para siempre, dando lugar en cambio al fluir de la
Sangre Preciosísima que expulsa en cada latido el Sagrado Corazón: Jesús ha
vencido al pecado; por último, Satanás y el infierno todo, en un desesperado
intento suicida, intentan apoderarse del Cuerpo de Jesús, pero son precipitados
al instante a los más profundo del Infierno, por el poder de la Sangre gloriosa
del Cordero y por las llamas de Amor del Sagrado Corazón: Jesús ha vencido a
Satanás y al infierno todo. Jesús ha vencido así, desde la Cruz, en el día y el
momento en el que los tres grandes enemigos de la raza humana creían haber triunfado,
a estos tres -la muerte, el pecado y el demonio-, para dar paso, para nosotros,
por medio de la comunicación de su Sangre Preciosísima, que brota de su Sagrado
Corazón y se nos transmite a través de los sacramentos, sobre todo la
Penitencia y la Eucaristía, en vez de la muerte, su Vida gloriosa y divina de Hombre-Dios;
en vez del pecado, la gracia santificante en el tiempo y la gloria divina en la
eternidad; en vez del Demonio, el Don de Sí mismo, de su Acto de Ser divino
Trinitario y con Él, el don de las Tres Divinas Personas: nos da su Cuerpo y su
Sangre en la Eucaristía para que, unidos a Él en el Amor del Espíritu Santo,
seamos conducidos al Padre, para adorarlo por toda la eternidad.
“Talitha qum (A ti te digo, niña: levántate”). El mismo
Jesús que resucitó a la niña en el Evangelio; el mismo Jesús que derrotó a la
muerte, al pecado y al demonio en la Cruz, en el Monte Calvario; ese mismo
Jesús está en Persona en el sagrario, en la Eucaristía y es Quien nos concederá
su vida gloriosa y eterna en el Día del Juicio Final, si nos mantenemos fieles a
su gracia. Le pidamos a la Virgen, Mediadora de toda Gracia, que interceda para
que recibamos la gracia de unirnos y fusionarnos a ese horno ardiente que es el
Sagrado Corazón de Jesús, así como el leño seco, convertido en brasa por la
acción de las llamas, se fusiona y une al fuego y se convierte en uno solo con
él, de tal manera que nada nos aleje de la felicidad eterna que significa
adorar a su Hijo Jesús, primero en la tierra y en el tiempo y luego en el Cielo
y por los siglos sin fin.
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