miércoles, 31 de julio de 2024

“Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna”


 

(Domingo XVIII - TO - Ciclo B - 2024)

“Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna” (Jn 6, 24-35). Jesús realiza el milagro de la multiplicación de panes y peces y la multitud, habiendo saciado su apetito corporal y habiéndose dado cuenta del prodigio obrado por Jesús, comienza a buscarlo para proclamarlo como rey. Pero Jesús, que no ha venido desde el seno del Padre al seno de la Virgen Madre para encarnarse y cumplir su misterio pascual de Muerte y Resurrección, solamente para saciar el hambre corporal de la humanidad y mucho menos para ser coronado como rey de la tierra, no permite ser coronado por la multitud. El objetivo de la Encarnación del Verbo de Dios, de su ingreso desde la eternidad en el tiempo y en el espacio de la humanidad, es otro muy distinto: no es el de dar pan material ni carne de pescado, sino Pan de Vida Eterna y Carne de Cordero asada en el Fuego del Espíritu Santo, la Sagrada Eucaristía, que es Él mismo, el Alimento celestial Vivo que contiene en Sí mismo la Vida divina de la Trinidad y comunica la Vida Eterna a quien lo consume en estado de gracia, con fe, con piedad y con amor. Mucho menos ha venido Jesús para ser coronado como rey terrenal, porque Él no necesita ser coronado rey por nadie, ya que Él es Rey de cielos y tierra desde toda la eternidad tanto por derecho propio, como por naturaleza y por conquista.

Jesús sabe que la muchedumbre no ha entendido que el signo de la multiplicación de panes y peces es únicamente el ser un anticipo y una pre-figuración de un prodigio infinitamente más grandioso, el de la multiplicación sacramental del Pan de Vida Eterna y de la Carde del Cordero de Dios, que es su Cuerpo y su Carne glorificados y ocultos en las especies eucarísticas. Jesús se da cuenta que la multitud quiere proclamarlo rey solo porque han satisfecho su apetito corporal, pero no por el signo en sí mismo, que es anticipo del Banquete celestial, el Banquete del Reino de los cielos, la Sagrada Eucaristía. Eso explica sus palabras, en las que corrige la intención de la muchedumbre: “Ustedes me buscan, pero no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse”. Les dice claramente que quieren nombrarlo rey porque quieren asegurar sus provisiones, porque quieren asegurar sus estómagos, quieren asegurar que no van a pasar hambre corporal de ahora en adelante, pero no lo buscan porque llegaron a entrever la prefiguración del signo del Pan de Vida eterna, que alimenta esencialmente el alma con la substancia divina, con la substancia de la Trinidad. Lo buscan porque les sació el hambre del cuerpo, pero no porque hayan entendido que era un signo que anunciaba la Eucaristía.

Es verdad que el Hombre-Dios Jesucristo tiene la capacidad más que suficiente para terminar con el hambre de toda la humanidad de todos los tiempos en menos de un segundo, porque es Dios, pero ese no es su objetivo; eso lo deja Él como tarea para el hombre, para que el hombre demuestre su amor por su hermano, para que sea el hombre quien, en vez de dedicarse a oprimir con dictaduras comunistas a sus hermanos, se dedique a saciar el hambre de su hermano y así demuestre su solidaridad; Jesús quiere saciar un hambre que el hombre no puede saciar y es el hambre de Dios y ese hambre el hombre no lo puede saciar porque es un hambre infinita, es el hambre del espíritu, es hambre de Amor Divino, de paz, de justicia, de misericordia, de alegría verdadera, de gloria, de felicidad sin fin, es el hambre de Dios. Es un hambre que todo hombre que viene a este mundo la trae consigo, aunque crea o no crea en Dios y Dios la sacia con sobreabundancia con el Don de Sí mismo por medio del Pan de Vida Eterna, el Pan Vivo bajado del cielo, el Verdadero Maná celestial, donado por el Padre en el peregrinar del Nuevo Pueblo de Dios hacia la Jerusalén celestial en el desierto de la vida; Dios sacia el hambre de Dios que posee el hombre mediante el Don de la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en las llamas del Divino Amor. Es esta la razón por la que Jesús le dice a la muchedumbre -y nos dice a nosotros, por lo tanto, ya que sus palabras eternas atraviesan el tiempo y el espacio y llegan a todos los hombres-, que “trabajen, no por el alimento que perece, sino por el alimento eterno”: “Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre”. Y ese “alimento que permanece hasta la vida eterna” no es otro que la Sagrada Eucaristía, el Verdadero Maná celestial, el Pan Vivo bajado del cielo y es por esto que el llamado de Jesús es a trabajar en su Iglesia, la Única Iglesia de Jesús, la Iglesia Católica, por la Eucaristía y para la Eucaristía. De esta manera, Nuestro Señor Jesucristo eleva el alma del hombre, despegándola de su mirada puramente terrena, material, mundana, pasional, horizontal, en la que solo piensa en satisfacer su apetito corporal y a cambio le propone trabajar por el pan, sí, pero por un Pan que no es de la tierra sino del cielo, un Pan que da Vida, una Vida nueva, desconocida, porque es la Vida de la Trinidad, la Vida Divina de Dios Uno y Trino, la Vida del Cordero de Dios, un Pan que les dará Él, un Pan que es su Carne, un Pan que es Carne de Cordero, la Sagrada Eucaristía.

Y ahora sí, al final del diálogo, la multitud comienza a entender qué es lo que Jesús quiere decirles; entienden que deben trabajar no solo para ganar el pan el terreno, como dice el Génesis –“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, por eso la pereza es pecado mortal-, sino que ahora entienden que deben trabajar para obrar según la voluntad de Dios: “Ellos le preguntaron: “¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?”. Jesús les respondió: “La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que Él ha enviado”. Sin embargo, aunque están cerca de la verdad, todavía creen que el verdadero maná es el que comieron sus padres en el desierto; no están convencidos del Pan de Vida eterna que Jesús quiere darles y por eso le exigen obras a Jesús: “¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo”. Los judíos creían erróneamente que el maná del desierto era el verdadero maná; esto le da ocasión a Jesús para revelarse y auto-proclamarse como Pan Vivo bajado del cielo, como el Verdadero Maná bajado del cielo, enviado por el Padre: “Jesús respondió: “Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo”. Jesús les dice que el signo que ellos piden es Él mismo; Él es el Verdadero Maná bajado del cielo, enviado por el Padre y que todo el que coma de ese Pan tendrá la Vida eterna”. Y es aquí cuando la multitud, iluminada por la gracia, entiende que hay un Pan, que no es el terreno, sino celestial, que da una vida nueva, que es la Vida eterna y ese Pan el que le pide a Jesús: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús les responde asegurándoles que siempre tendrán ese Pan, que es un Pan que da la Vida eterna y que ese Pan es Él en la Eucaristía y que el coma de ese Pan saciará por completo su hambre de Dios y la sed de Amor divino que hay en el alma de todo hombre: “Jesús les respondió: “Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed”.         Así como la muchedumbre del Evangelio entendió que lo importante en esta vida no es el pan que sacia el hambre del cuerpo, sino el Pan que sacia el hambre de Dios, el Pan de Vida Eterna, el Pan Vivo que baja del cielo, la Sagrada Eucaristía, le digamos nosotros a Jesús: “Jesús, Pan de Vida Eterna, danos siempre el Pan Vivo bajado del cielo, tu Cuerpo y tu Sangre en la Eucaristía; que nunca nos falte el Pan del altar, la Sagrada Eucaristía, que satisface nuestra hambre de Dios y sacia nuestra sed del Divino Amor”.


sábado, 27 de julio de 2024

“Jesús multiplicó panes y peces”

 



(Domingo XVII - TO - Ciclo B – 2024)

         “Jesús multiplicó panes y peces” (cfr. Jn 6, 1-15). Luego de una larga jornada de predicación por parte de Jesús, Él mismo se percata de la situación en la que se encuentra la multitud: han pasado horas escuchándolo atentamente y luego de hacerlo, experimentan, como le sucede a todo ser humano, hambre, es decir, necesidad fisiológica de alimentar el cuerpo. Ya se habían alimentado en el espíritu con la Palabra de Dios pronunciada por Jesús, pero como el ser humano está compuesto por cuerpo y alma, además de alimentar el alma con la Sabiduría Divina, el hombre necesita alimentar el cuerpo. Viendo esta situación, Jesús se compadece de la muchedumbre hambrienta y procede a realizar uno de sus más grandes milagros públicos, la multiplicación de panes y peces.

         Esta multiplicación milagrosa de panes y peces es el anticipo, la prefiguración, el preanuncio, de otro milagro, en el que el mismo Señor Jesucristo no hará una multiplicación de alimentos corporales, como carne de pescado y pan de trigo, que es en sí mismo un alimento inerte y este milagro es la multiplicación sacramental de la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo y del Pan de Vida eterna, un alimento vivo, que tiene vida en Sí mismo, porque es la Vida Eterna en Sí misma y es con este alimento celestial con el cual Nuestro Señor Jesucristo alimenta las almas.

En el milagro de la multiplicación de panes y peces, Jesús crea de la nada la materia, es decir, los átomos y las moléculas, que forman la estructura material orgánica de la carne de pescado y del pan de trigo; en el milagro de la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre, esas mismas moléculas materiales del pan y del vino se convierten en su substancia divina y en la materialidad glorificada de su Cuerpo resucitado y glorificado, quedando al mismo tiempo los átomos y las moléculas de la materialidad que constituyen los accidentes del pan y del vino, como el sabor, el color, el aroma, el peso, etc.

Entonces, si en la multiplicación de panes y peces Jesús dona su poder divino para saciar el hambre corporal de una multitud, esto solo es el anticipo y la pre-figuración del Milagro de los milagros, la donación de Sí Mismo, de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en el Santísimo Sacramento del Altar, la Sagrada Eucaristía, para alimentar el alma de miles de millones de almas a lo largo del tiempo y del espacio, por medio de la Iglesia y del sacerdocio ministerial.

Si nos asombra el milagro de la multiplicación de panes y peces y además nos conmueve la compasión de Jesús para con la muchedumbre, porque es para saciar su hambre corporal que realiza este prodigio, mucho más debe asombrarnos y conmovernos la infinita Divina Misericordia demostrada para con nosotros en cada Santa Misa, porque en el Altar Eucarístico Jesús no multiplica alimento sin vida como carne de pescado y pan de trigo, sino el Alimento de Vida Eterna, que comunica la Vida de la Trinidad, la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo y el Pan Vivo bajado del Cielo, la Sagrada Eucaristía, para alimentar nuestras almas. Es por eso que Jesús demuestra para con nosotros, cristianos del siglo XXI, al asistir a esta Santa Misa, al multiplicar su Presencia Sacramental en la Eucaristía, un Amor infinitamente más grande que el demostrado para con la multitud del Evangelio en el momento de realizar aquel milagro de la multiplicación de panes y peces.

“Jesús multiplicó panes y peces (…) la multitud quedó saciada (…) y decían: “Éste es, verdaderamente, el Profeta que debe venir al mundo” y querían hacerlo rey”. Luego de recibir el milagro de la multiplicación de panes y peces y de saciar su hambre corporal, la multitud percibe el prodigio y aunque no considera aun a Jesús como al Hombre-Dios, le da el título de “Profeta que debía venir al mundo” y por el solo hecho de haber saciado su hambre corporal con un milagro asombroso, quiere proclamarlo rey. Pero como Jesús no ha venido para saciar el hambre corporal, se retira y no permite esta coronación mundana.

Ahora bien, tomando en cuenta la actitud de la muchedumbre, nosotros debemos reflexionar cómo es nuestra actitud para con Jesús: Jesús, como vimos, realiza para con nosotros un milagro infinitamente más grande que el multiplicar un alimento sin vida como la carne de pescado y el pan de trigo y es el de multiplicar la Carne del Cordero de Dios y el Pan Vivo bajado del cielo, no para alimentar nuestros cuerpos -aunque ha habido santos que se han alimentado exclusivamente de la Eucaristía durante años, sin probar ningún alimento material- sino nuestras almas y muestra para con nosotros un Amor infinitamente más grande que el demostrado para con la muchedumbre del Evangelio y si esto es así: ¿obramos como la muchedumbre del Evangelio, proclamando a Jesús como Rey de nuestros corazones, de nuestras familias, de nuestra Patria? ¿O acaso el Don de su Sagrado Corazón Eucarístico, en el que Jesús se dona a Sí mismo con todo el Amor del Padre y el Hijo, el Espíritu Santo, es para nosotros casi igual a nada, porque nuestras comuniones son comuniones mecánicas, frías, indiferentes, equivalentes a consumir un pedacito de pan bendecido y nada más?

Debemos reflexionar profundamente, no solo en el milagro de la multiplicación de panes y peces y en la posterior reacción de la multitud que pretender proclamar rey a Jesús, sino principalmente en el Milagro de los milagros, la conversión del pan y del vino en la Carne del Cordero y en el Pan Vivo bajado del cielo y en nuestra reacción: ¿proclamamos a Jesús como a Nuestro Único Rey y Señor de nuestros corazones, de nuestras familias y de nuestra Patria, por este Milagro asombroso de la Sagrada Eucaristía, el Milagro de los milagros, un milagro infinitamente más grandioso que multiplicar un pan sin vida y una carne inerte de pescado, porque multiplica su Presencia Sacramental en la Eucaristía, para concedernos la Vida divina de su Sagrado Corazón Eucarístico? ¿Proclamamos a Jesús Eucaristía como el Rey de nuestros corazones, porque Jesús se nos dona a Sí mismo en el Santísimo Sacramento del altar?

Meditemos, reflexionemos, puesto que nos encontramos, en cada Santa Misa, ante un milagro infinitamente más grande, no solo que el milagro de la multiplicación de panes y peces, sino que el milagro de la creación del universo visible e invisible, el Milagro de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. No podemos permanecer escépticos, incrédulos, fríos e indiferentes, frente a esta manifestación de la omnipotencia y de la Misericordia Divina para con nosotros, por parte del Rey del universo, Cristo Jesús.

 

 


sábado, 20 de julio de 2024

“Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor”

 



(Domingo XVI - TO - Ciclo B – 2024)

“Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor”. El Evangelio nos relata una escena en la que Jesús ve a una muchedumbre de la cual se compadece porque la compara como a “ovejas que se encuentran sin pastor” (cfr. Mc 6, 30-34). Jesús ve a la muchedumbre y se compadece de la multitud porque “estaban como ovejas sin pastor”. Para poder comprender un poco mejor la compasión de Jesús por la muchedumbre, primero debemos reflexionar qué es lo que le sucede a un rebaño de ovejas cuando estas se encuentran sin pastor. Las ovejas son animales mansos, con un escaso sentido de supervivencia, dotadas de una casi nula capacidad de defensa frente a sus depredadores naturales, entre ellos y en primer lugar, el lobo de las llanuras, de manera tal que si no hay un pastor que las defienda, son una presa más que fácil para las garras y dientes afilados de estas fieras salvajes. El pastor cuenta también con perros de la pradera, que son sus ayudantes y que le ayudan en su tarea de guiar a las ovejas y de ahuyentar al lobo, de manera que, si no está el pastor, tampoco están los perros, con lo cual el lobo tiene el camino seguro para hacer estrago entre las ovejas que no tienen ninguna posibilidad de escapar de una muerte segura. Pero no es solo el lobo el único peligro al cual se enfrentan las ovejas sin pastor: al no haber pastor, las ovejas, al estar fuera del redil, se desorientan fácilmente, con lo cual pierden el camino hacia las fuentes seguras de alimentación, los pastos verdes y las aguas cristalinas de los arroyos, con lo cual las acecha, si no es la muerte por las dentelladas del lobo en sus carnes tiernas, la muerte por inanición y por sed. También corren el riesgo de perder el sendero seguro cuando al caer la noche quieren regresar al redil y en vez de seguir por el camino por el que los guiaría seguras el pastor, toman el camino equivocado, aumentando a cada paso que dan, por la oscuridad de la noche, el riesgo de caer por el barranco, quebrando sus huesos en la caída, desgarrando su piel y quedando inermes y sangrantes en el fondo del barranco, sin poder moverse, atrayendo a la manada de lobos con el olor de la sangre que sale de sus heridas y esperando así una muerte segura, aunque al final llega siempre el Buen Pastor, escuchando sus gemidos, viene en su ayuda, baja con su cayado, sana sus heridas con aceite, las venda, las carga sobre sus hombros, la sube barranco arriba y la pone a salvo en el redil. Esto es lo que les sucede a las ovejas sin pastor.

Esta imagen de las ovejas sin pastor es la que Jesús traslada a los hombres en la tierra, que vagan por el mundo desde la caída de Adán y Eva: las ovejas son la raza humana que desciende de Adán y Eva, caídos en el pecado original y que vagan en las tinieblas del mundo y de la historia humana; las ovejas están fuera del redil, que es la Iglesia Católica, todavía no fundada, porque será fundada en el momento de la Crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo; las ovejas mansas, indefensas, sin sentido de supervivencia, representan a la raza humana, indefensa frente a la superioridad de los ángeles caídos, los demonios, las tinieblas vivientes; los depredadores naturales de las ovejas, los lobos, representan a los lobos del Infiernos, los demonios y sobre todo al Lobo Infernal, Satanás, la Serpiente Antigua; las dentelladas y las garras afiladas de los lobos, cuando atacan a las ovejas, representan a los demonios cuando logran su objetivo con la tentación, que es hacer caer en pecado mortal a las almas de los hombres; el Pastor por antonomasia, por excelencia, el que con su cayado hace huir a los lobos de las llanuras, es decir, al Infierno todo, es Nuestro Señor Jesucristo, que vence al Infierno entero con el cayado de la Santa Cruz y con el poder de su Sangre Preciosísima; los perros del pastor, los que ayudan al Sumo Pastor a guiar a las ovejas, son los sacerdotes ministeriales, que conducen a las ovejas a las aguas cristalinas de la Sangre de Cristo en el Cáliz del altar y al pasto delicioso del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía; las ovejas que se desorientan en la noche en el regreso al redil y caen por el barranco son las almas que por propia voluntad se pierden en la noche de las pasiones sin control y caen en el abismo del pecado, quedando sus heridas irremediablemente heridas por el pecado mortal, siendo acechadas por el Lobo Infernal, aunque si el alma se arrepiente y clama la Misericordia del Buen Pastor, Jesús acude y baja hasta el fondo del alma en el que yace el alma en pecado con el cayado de la Cruz, la sana con el aceite de su gracia santificante, la venda con su Sangre Preciosísima, la carga sobre sus hombros y la regresa al seno de la Santa Iglesia Católica, el Santo Redil de Dios.

“Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor”. Hoy en día, muchos preguntan dónde está el Buen Pastor, ya sea en sus vidas, en la vida de la Nación, o en el mundo, visto el caos en el que el mundo está sumergido, pero no es que el Buen Pastor se haya ausentado; el Buen y Sumo Pastor, el Pastor Eterno, está donde siempre estuvo, desde la Resurrección: en el Cielo y en el Sagrario, en la Eucaristía: es el hombre el que lo ha olvidado y lo ha desplazado de su vida; es el hombre el que ha desplazado al Buen Pastor de sus leyes, promulgando leyes anticristianas como el aborto y la eutanasia entre otros; es el hombre el que se aleja de los Sacramentos, de la Confesión y de la Eucaristía, dejando al Buen Pastor solo en el Sagrario y luego las personas se preguntan por qué sus vidas son un caos; es el hombre el que ha desplazado al Buen Pastor de la sociedad y sin el Buen Pastor, la humanidad está extraviada, en las tinieblas del mundo, dirigiéndose a una Tercera Guerra Mundial Nuclear. No preguntemos “¿Dónde está el Buen Pastor?” si no lo queremos encontrar, si no queremos cargar su cruz, si no queremos seguir sus pasos camino del Calvario. Pero si queremos, como ovejas extraviadas, volver al redil, preguntemos dónde está el Buen Pastor, y el Buen Pastor nos dirá: “Estoy aquí, en el Sagrario, en la Sagrada Eucaristía, esperándote”.


domingo, 14 de julio de 2024

“Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros”

 


(Domingo XV - TO - Ciclo B – 2018)

         “Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros” (cfr. Mc 6, 7-13). Nuestro Señor Jesucristo envía a sus discípulos a una misión, pero no es una misión terrena, sino que se trata de una misión de carácter divina, sobrenatural, celestial, porque los manda para que iluminen, con la Palabra de Dios, las tinieblas preternaturales que cubren la faz de la tierra desde la caída de Adán y Eva, según lo que comenta San Cirilo de Alejandría[1]. Dice así este santo, al comentar este pasaje del Evangelio: “Nuestro Señor Jesucristo instituyó guías e instructores para el mundo entero, y también “administradores de los misterios de Dios” (1 Co 4, 1). Les mandó a brillar y a iluminar como antorchas no solamente en el país de los judíos…, sino también en todo lugar bajo el sol, para los hombres que viven sobre la faz de la tierra (Mt 5, 14)”. Según San Cirilo de Alejandría, Nuestro Señor Jesucristo envió a los Apóstoles tanto a los judíos como sino a los paganos, lo cual quiere decir a todos los hombres de la tierra, para que “brillaran como antorchas” y este “brillar como antorchas” no es en un sentido metafórico, sino real de un modo espiritual, porque tanto en la vida como en la realidad espiritual, allí donde no reina Jesucristo, reinan las triples tinieblas espirituales: las tinieblas vivientes, los demonios -aquí caben recordar las palabras del Padre Pío de Pietralcina, quien decía que si pudiéramos ver con los ojos del cuerpo a los demonios que actualmente andan libres por nuestro mundo, no seríamos capaces de ver la luz del sol, ya que es tanta la cantidad de demonios, que cubrirían por completo los rayos del sol, produciendo un eclipse solar que cubriría toda la faz de la tierra-; las tinieblas del error, las tinieblas del pecado, y las tinieblas de la ignorancia y del paganismo. Por esta razón, para que disipen con la luz de la Sabiduría divina, Nuestro Señor envía a los Apóstoles, para que iluminen, con la luminosa y celestial doctrina del Evangelio, a este mundo que yace “en tinieblas y en sombras de muerte”, las tinieblas del pecado, del error y del Infierno. Porque no es otra cosa que tinieblas y sombras de muerte la locura infernal deicida y suicida del hombre de hoy, el pretender vivir sin Dios y contra Dios. No es otra cosa que tinieblas y sombras de muerte pregonar como derechos humanos a la contra-natura, al genocidio de niños por nacer -como penosamente sucede en nuestro país, desde que se promulgó la ley del aborto decretando como “derecho humano” asesinar al niño en el vientre de la madre, desde el infame gobierno anterior-, a la ideología de género y a la doctrina de la guerra injusta -no a las guerras justas, como la Guerra de Malvinas y la Guerra contra la subversión marxista- como sacrificio ofrecido a Satanás.

También hoy, como ayer, la Iglesia es enviada al mundo, pero no para paganizarse con las ideas paganas del mundo, no para mundanizarse con la mundanidad materialista y atea del mundo, sino para santificar y cristificar el mundo con los Mandamientos de la Ley de Dios, con los Preceptos de la Iglesia santa y con los Mandamientos de Nuestro Señor Jesucristo dados en el Evangelio. Si ayer el mundo yacía en las tinieblas del paganismo y los fueron Apóstoles los encargados de derrotar esas tinieblas con la luz del Evangelio de Cristo, hoy en día las tinieblas del neo-paganismo son más oscuras, más densas, más siniestras que en los primeros tiempos de la Iglesia, porque antes no se conocía a Cristo, Luz del mundo, en cambio hoy se lo conoce, se lo niega -como hizo Europa públicamente, negando sus raíces cristianas-, se lo combate y se pretende expulsarlo de la vida, la mente y los corazones de los hombres. Por eso es que, si los Apóstoles fueron enviados a iluminar las tinieblas paganas, hoy como Iglesia estamos llamados a continuar su tarea y, con la luz del Evangelio de Jesús, luchar, combatir, derrotar y vencer para siempre a las tinieblas vivientes, los ángeles caídos; estamos llamados a disipar a las tinieblas del error, del neo-paganismo de la Nueva Era, del pecado, que todo lo invade, de la ignorancia, del cisma y de la herejía; estamos llamados a dar el buen combate y a dejar la vida terrena en el combate, si fuera necesario.

         A propósito de la misión de los Doce, Continúa San Cirilo de Alejandría: “(Los Apóstoles enviados por Jesús) deben llamar a los pecadores a convertirse, sanar a los enfermos corporalmente y espiritualmente, en sus funciones de administradores no buscar de ninguna manera a hacer su voluntad, sino la voluntad de aquél que los había enviado, y finalmente, salvar al mundo en la medida en que éste reciba las enseñanzas del Señor”. Aquí está entonces la función para todo católico del siglo XXI: llamar a los pecadores a la conversión –sin olvidar que nosotros mismos somos pecadores y que nosotros mismos, en primer lugar, estamos llamados a la penitencia y a la conversión-; sanar corporal y espiritualmente –obviamente, esto sucede cuando alguna persona tiene el don, dado por Dios, de la sanación corporal y/o espiritual- y no hacer de ninguna manera la propia voluntad, sino la voluntad de Dios en todo y ante todo, voluntad que está expresada en los Diez Mandamientos, en los Preceptos de la Iglesia y en los Mandamientos de Jesús en el Evangelio. Sólo así –llamando a la conversión a los pecadores, comenzando por nosotros mismos; sanando de cuerpo y alma a los prójimos si ése es el carisma dado y cumpliendo la santa voluntad de Dios, podrá el mundo salvarse de la Ira de Dios. De otra manera, si el mundo continúa como hasta hoy, haciendo oídos sordos y combatiendo a Dios y a su Ley, el mundo no solo no se salvará, sino que perecerá en un holocausto de fuego y azufre, preludios del lago de fuego que espera en la eternidad a quienes no quieren cumplir en la tierra y en el tiempo la amorosa voluntad de Dios Uno y Trino expresada en el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.



[1] Cfr. Comentario del Evangelio de San Juan 12,1.


sábado, 6 de julio de 2024

“¿Qué sabiduría le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María”


 


(Domingo XIV - TO - Ciclo B - 2024)

         “¿Qué sabiduría le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María” (Mc 6, 1-6). La multitud que escucha a Jesús y que también es testigo de sus milagros -resurrección de muertos, multiplicación de panes y peces, expulsión de demonios- es protagonista de una paradoja: son testigos de su sabiduría y de sus milagros, que hablan de la divinidad de Jesús pero, al mismo tiempo, no pueden establecer la conexión que hay entre esa sabiduría y esos milagros con Jesús, ya que si lo hicieran, no dudarían, ni por un instante, de que Jesús es Quien Él dice ser, el Hijo de Dios encarnado.

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 1-6). Las palabras de los vecinos de Jesús reflejan lo que constituye uno de los más grandes peligros para la fe: el acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, lo grandioso, lo desconocido, lo que viene de Dios. Tienen delante suyo al Hombre-Dios, a Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que obra milagros, signos y prodigiosos portentosos, jamás vistos entre los hombres, y desconfían de Jesús; tienen delante suyo a la Sabiduría encarnada, a la Palabra del Padre, al Verbo eterno de Dios, que ilumina las tinieblas del mundo con sus enseñanzas, y se preguntan de dónde le viene esta sabiduría, si no es otro que “Jesús el carpintero, el hijo de María”.

El problema del acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, es que está ocasionado por la incredulidad, y la incredulidad, a su vez, no deja lugar para el asombro, que es la apertura de la mente y del alma al don divino: el incrédulo no aprecia lo que lo supera; el incrédulo desprecia lo que se eleva más allá de sus estrechísimos límites mentales, espirituales y humanos; el incrédulo, al ser deslumbrado por el brillante destello del Ser divino, se molesta por el destello en vez de asombrarse por la manifestación y en vez de agradecerla, trata de acomodar todo al rastrero horizonte de su espíritu mezquino.

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”. La pregunta refleja el colmo de la incredulidad, porque en vez de asombrarse no solo por la Sabiduría divina de las palabras de Jesús, sino por el hecho de que la Sabiduría se haya encarnado en Jesús, se preguntan retóricamente por el origen de Jesús, como diciendo: “Es imposible que un carpintero, ignorante, como es el hijo de María, pueda decir estas cosas”.

Lo mismo que sucedió con Jesús, hace dos mil años, sucede todos los días con la Eucaristía y la Santa Misa: la mayoría de los cristianos tiene delante suyo al mismo y único Santo Sacrificio del Altar, la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, y continúan sus vidas como si nada hubiera pasado; asisten al Nuevo Monte Calvario, el Nuevo Gólgota, en donde el Hombre-Dios derrama su Sangre en el cáliz y entrega su Cuerpo en la Eucaristía, y siguen preocupados por los asuntos de la tierra; asisten al espectáculo más grandioso que jamás los cielos y la tierra podrían contemplar, el sacrificio del Cordero místico, la muerte y resurrección de Jesucristo en el altar, y continúan preocupados por el mundo; asisten, junto a ángeles y santos, a la obra más grandiosa que jamás Dios Trino pueda hacer, la Santa Misa, y están pensando en los afanes y trabajos cotidianos.

El acostumbramiento a la Santa Misa hace que se pierda de vista la majestuosa grandiosidad del Santo Sacramento del Altar, que esconde a Dios en la apariencia de pan, y es la razón por la cual los niños y los jóvenes, apenas terminada la instrucción catequética, abandonen para siempre la Santa Misa; es la razón por la que los adultos se cansen de un rito al que consideran vacío y rutinario, y lo abandonen, anteponiendo a la Misa los asuntos del mundo.

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”, preguntan incrédulamente -y neciamente- los contemporáneos de Jesús, dejando pasar de largo y haciendo oídos sordos a la Sabiduría divina encarnada. “¿No es acaso la Misa, la de todos los domingos, la que no sirve para nada?”. Se dicen incrédulamente -y neciamente- los cristianos, dejando a la Sabiduría encarnada en el altar, haciendo vano su descenso de los cielos a la Eucaristía.

Para no caer en la misma incredulidad y necedad, imploremos la gracia no solo de no cometer el mismo error, sino ante todo de recibir la gracia de asombrarnos ante la más grandiosa manifestación del Amor divino, la Sagrada Eucaristía, Cristo Jesús, el Señor.