jueves, 20 de febrero de 2025

“Amad a vuestros enemigos”

 


(Domingo VII - TO - Ciclo C - 2025)

         “Amad a vuestros enemigos” (Lc 6, 27-38). Con este mandato, el de “amar al enemigo” Jesús nos revela que la religión católica que Él fundó no es una religión que surja de la mente humana ni de los ángeles, tal como sucede con la totalidad de las otras religiones, incluidas el protestantismo y el islamismo. Estas sí son inventadas por hombres: por Lutero en el primer caso y por Mahoma en el segundo, pero la religión católica no, sino que es creada a partir de la revelación del Hombre-Dios Jesucristo y la prueba de ello es este mandato, el de “amar a los enemigos”. El fundamento para esta afirmación que el amor al enemigo, tal como lo pide Jesús, va más allá de las fuerzas naturales, porque según la naturaleza, al enemigo, por definición, no se lo ama, desde el momento mismo en el que es enemigo: al enemigo, en primer lugar, se lo combate con todas las fuerzas; en segundo lugar, se le puede y se le debe tener una consideración humanitaria, pero ante todo se lo debe combatir, pero no amar; es por esto que decimos que el amar al enemigo es una absoluta novedad revelada por Jesús: “Amad a vuestros enemigos”. Es verdad que en el Antiguo Testamento existía un mandamiento similar en relación a los enemigos, pero esto se limitaba al campo de batalla y se reducía más bien, a un trato humanitario y compasivo para con el enemigo vencido. Fuera del campo de batalla, en la relación de todos los días y sobre todo en relación al prójimo que por algún motivo era considerado enemigo, se aplicaba la ley del Talión: “ojo por ojo y diente por diente”. Esto significa que al enemigo debía aplicarle, en venganza y justificado por la ley, un daño recíproco al que me había hecho, esto es lo que literalmente significaba: “ojo por ojo, diente por diente”. Sin embargo, desde Jesús, la ley del Talión queda suprimida definitivamente y para siempre y es reemplazada por un nuevo mandato, el de amar al enemigo: “Ama a tus enemigos”. Entonces, si con la ley del Talión se buscaba a través de la venganza un equilibrio de justicia –un ojo por un ojo, un diente por un diente-, ahora, con la ley de Jesucristo, la de amar al enemigo, la misericordia prevalece por encima de la justicia y la venganza desaparece del horizonte del cristiano. Esta es la razón por la cual un verdadero cristiano jamás busca venganza, sin tener en cuenta el daño recibido, aunque no por ello pueda dejar de reclamar una justa reparación por el daño sufrido por su enemigo.

Algo que hay que considerar en el mandamiento de Jesús, es que es verdaderamente nuevo y distinto al mandamiento del Antiguo Testamento, porque en el Antiguo Testamento sí se mandaba amar al enemigo, pero en el mandato de Jesús hay un elemento esencial que lo hace totalmente distinto y la novedad del mandamiento de Jesús radica en la cualidad del amor con el cual debemos amar al enemigo. Cuando prestamos atención, Jesús nos dice que debemos amarnos los unos a los otros “como Él nos ha amado” –“Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”[1]-, y esto significa una diferencia radical con el amor al enemigo del Antiguo Testamento, porque el amor con el que nos ama Jesús es substancialmente otro distinto al amor meramente humano: ya no se trata del amor humano, como en el Antiguo Testamento, sino del Amor divino del Sagrado Corazón, que se derrama sin límites en la Cruz, desde su Cuerpo herido y su Corazón traspasado. Es decir, el amor con el cual hay que amar al enemigo, no es el amor humano, el cual está corrompido por el pecado original y por lo tanto es limitado, egoísta, superficial y se deja llevar por las apariencias: el amor con el que se debe amar a los enemigos es el Amor con el cual Jesús nos ha amado desde la Cruz y ese Amor es el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, la Persona-Amor de la Trinidad.

Aquí podemos ver con claridad la novedad radical del mandato de Jesús, que indica que la religión católica proviene de Dios y no de los hombres: cuando Jesús nos dice que debemos amar al enemigo “como Él nos ha amado” y Él nos ha amado, hasta la muerte de cruz y con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Amor-Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo. Es con este Amor Divino con el cual Jesús nos perdonó e imploró misericordia para nosotros, a pesar de que nosotros éramos los que le dábamos muerte por nuestros pecados: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Imitando a Jesús, así es como debemos obrar nosotros cuando recibamos alguna injuria por parte de nuestros enemigos: no es suficiente no guardar rencor ni tampoco perdonar por motivos meramente humanos: a nuestros enemigos debemos perdonarlos con el mismo perdón con el que Jesucristo nos perdonó desde la Cruz y amarlo con el Amor del Sagrado Corazón, el Espíritu Santo. Ésta es la única manera de vivir cristianamente el mandato de Jesús de amar al enemigo. Por el contrario, quien no solo no perdona a su enemigo, sino que además busca venganza, obra como un anti-cristo, en el sentido de ser contrario al mandato de Cristo. Solo podemos llamarnos “cristianos” cuando, con la ayuda de la gracia, tratemos de imitar a Jesús perdonando a nuestros enemigos como Él nos perdonó en la cruz, siendo nosotros sus enemigos y además pidamos la gracia de hacerlo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Este amor al enemigo no quita, por otra parte, que se deba buscar la justicia, tanto humana como divina, cuando sea el caso.

Algo que debemos tener en cuenta es que, si bien el amar a nuestros enemigos depende de nuestra libertad, debemos saber que si persistimos en nuestro enojo y deseo de venganza y no perdonamos y no amamos, entonces se nos aplicarán las palabras de Jesús: “La medida que uséis, la usarán con vosotros”[2]. En otras palabas, si negamos la misericordia a nuestros enemigos, no recibiremos misericordia de parte de Dios.

Una última consideración a tener en cuenta en el mandato al enemigo es la siguiente y es que se debe hacer una clara distinción entre los que consideramos simplemente “enemigos personales”, a los cuales hay que amar como Jesús nos manda, y los enemigos de Dios, de la Patria y de la Familia, porque a estos últimos no solo no se los debe amar, sino que se los debe combatir, con las armas adecuadas en cada caso. Así lo enseña Santo Tomás de Aquino; dice el santo que callar y soportar una injuria dirigida contra uno mismo, es algo meritorio y laudable, pero que callar y soportar una injuria dirigida contra Dios –y, por extensión, contra la Patria, don de Dios-, es “suma impiedad”. Es decir, callar ante los enemigos de Dios y de la Patria es algo contrario al Evangelio. El mandato del amor a los enemigos vale para los enemigos personales: a los enemigos de Dios y de la Patria hay que combatirlos, de modo cristiano, pero hay que combatirlos. De lo contrario, como lo dice Santo Tomás, cometeríamos el grave pecado de la suma impiedad. Por ejemplo, este mandato no se aplica contra el invasor y usurpador inglés, que ocupa ilegítimamente nuestras Islas Malvinas: no quiere decir que porque Jesús nos manda amar al enemigo, debemos renunciar a su reclamo y al hecho de que deben abandonar las Islas y pedir perdón por la usurpación, además de reparar por el ultraje ocasionado contra nuestra Patria. Por el contrario, se debe combatir a ese enemigo. Lo mismo cabe contra los enemigos de Dios, como la Masonería, el Comunismo, el Liberalismo y otras sectas que buscan destruir su Iglesia: no cabe para ellos el amor al enemigo, porque ellos ultrajan el nombre de Dios; cabe combatirlos, de modo cristiano, como dijimos, sin malicia en el corazón, pero combatirlos con todas nuestras fuerzas.

“Amad a vuestros enemigos”. Debido a que no poseemos, por naturaleza, el Amor con el cual poder perdonar y amar a nuestros enemigos tal como lo hizo Jesús con nosotros en la cruz, debemos por lo tanto recurrir a la fuente del Amor Misericordioso, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, en donde encontraremos Amor más que suficiente para amar a nuestros enemigos con el mismo Amor con el que Jesús nos amó desde la Cruz, el Divino Amor del Padre y del Hijo, la Persona-Amor de la Trinidad, el Espíritu Santo.

 



[1] Cfr. Jn 13, 34-35.

[2] Mc 4, 21-25.


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