miércoles, 5 de marzo de 2025

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”

 


(Domingo I - TC - Ciclo C - 2025)

         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio” (Lc 4, 1-13). El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto, para un objetivo determinado: que Jesús sea tentado por el Ángel caído, por el Diablo, Satanás, la Serpiente Antigua. Esta tentación no sobreviene en seguida, sino al finalizar los cuarenta días y noches de ayuno que realiza Jesús; es entonces cuando su naturaleza humana, unida a su Persona divina, experimenta hambre, según el relato del Evangelio: “Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre”. En ese momento es cuando se hace presente el Tentador, el Ángel caído, para intentar lo imposible, el hacer caer en la tentación a Jesús. El Demonio trata de tentar a Jesús porque no sabía que Jesús era Dios, aunque su inteligencia angélica le hacía sospechar que Jesús era un hombre muy especial, a quien Dios acompañaba con signos y prodigios que sólo Dios podía hacer; todo lo cual aumentaba su intriga acerca de quién era Jesús, aunque de ninguna manera podía saber que era Dios Hijo encarnado. Por esta razón es que se decide a hacer una empresa imposible y también blasfema: tentar a Dios, si es que Dios está en el hombre Jesús de Nazareth.

Para hacer caer a Jesús en algún pecado, el Demonio tienta a Jesús con tres tentaciones, la primera de las cuales es descripta así por la Escritura: “El tentador, acercándose, le dijo: “Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”. Visto humanamente, era una tentación muy grande, porque Jesús, después de cuarenta días de ayuno, era lógico que experimentara hambre, y si era un hombre de Dios, como suponía el Demonio, podía obrar ese milagro, hacer que las piedras se convirtieran en panes para así satisfacer su hambre. Pero Jesús rechaza la tentación y al mismo tiempo contesta con la Escritura: “Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios””. Así Jesús nos enseña que el alimento espiritual, que es la Palabra de Dios –la Escritura- es el alimento principal para el hombre, y en nuestro caso, los católicos, no solo lo es la Palabra de Dios “escrita”, sino también y sobre todo la Palabra de Dios encarnada y que prolonga su Encarnación y ese alimento espiritual es la Sagrada Eucaristía. Así Jesús nos enseña que, antes que preocuparnos por el alimento del cuerpo, debemos preocuparnos primero por el alimento del alma y este alimento espiritual es la Palabra de Dios escrita -Sagrada Escritura- y la Palabra de Dios encarnada -Cristo Jesús en la Eucaristía-, la cual sacia al alma con la substancia misma de la Trinidad con el Amor del Sagrado Corazón de Jesús, el Espíritu Santo. Solo después de saciar el hambre espiritual de Dios, debe el hombre ocuparse del alimento corporal, el cual a su vez de nada sirve si no se provee antes al alimento espiritual. Algo a tener en cuenta es que, si Jesús cedía a la tentación y realizaba el milagro que le proponía el Demonio, de convertir las piedras en pan, nos hubiera dado el mensaje de que el alimento corporal, material, prevalece sobre el alimento espiritual, la Escritura y la Eucaristía; pero al no hacer el milagro, nos hace ver que primero debemos procurar el alimento del alma y luego el del cuerpo. Además, en el rechazo de esta primera tentación, Jesús nos enseña cómo resistir y vencer a la concupiscencia de la carne, es decir, el apetito desordenado por “los placeres de los sentidos y de los bienes terrenales”[1].

Luego de ser vencido en la primera tentación, el Demonio vuelve a la carga con la segunda tentación y para eso lleva a Jesús “a la parte más alta del templo”, según lo relata el Evangelio: “Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad Santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”. Esta vez, Jesús no solo no cede a la tentación, sino que también le responde citando a la Sagrada Escritura, como en la primera tentación: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”. En este caso, el Ángel caído trata de que Jesús cometa el pecado llamado de presunción o temeridad, porque en realidad, Dios sí puede hacer que la humanidad de Jesús no sufra ninguna lesión, enviando a sus ángeles para que detengan su caída si se arroja desde lo alto del templo, pero si Jesús hiciera esto, cometería este pecado de presunción o temeridad, porque por un lado, no tiene ninguna necesidad de exponerse al peligro y por otro, es temerario y presuntuoso desafiar literalmente a Dios, para que lo salve de un peligro en el que Él se estaría exponiendo libremente. Es decir, se expone a un peligro mortal y luego le dice a Dios que lo salve y eso es temeridad y soberbia. Al rechazar esta tentación, Jesús nos advierte que no debemos ser presuntuosos y temerarios, en el sentido de pensar que, hagamos lo que hagamos, nos pongamos en el peligro en el que nos pongamos, Dios nos salvará por su misericordia, puesto que Dios no tiene obligación de quitar los obstáculos que nosotros mismos ponemos a nuestra salvación, es decir, el pecado. Si nosotros libremente nos ponemos en ocasión de perder la vida, no podemos luego desafiar a Dios pidiéndole que nos libre, porque así está escrito: eso es presunción, temeridad y soberbia. Si Jesús hubiera accedido hubiera cometido un pecado y Dios no tendría obligación de salvarlo, porque sería por libre decisión que se arrojaría desde el pináculo del templo y no importa que esté escrito que Jesús enviaría a sus ángeles para salvarlo, porque eso es para quien no desafía a Dios. Así, Jesús nos enseña a resistir la concupiscencia del espíritu que se origina en la soberbia, en el orgullo del propio “yo” que se pone en el centro de sí mismo, pretendiendo que todos, incluido Dios, estén a su servicio, sin permitir que nadie le indique qué es lo que debe hacer: ni Dios, con sus Mandamientos y Preceptos de la Iglesia, ni el hombre, con sus consejos. La soberbia, raíz de todos los pecados, hace que el hombre se coloque en el centro de sí mismo y siendo el centro de sí mismo, su única ley es su propia voluntad. El soberbio es el que dice: “Yo hago lo que quiero y nadie me va a dar indicaciones, ni Dios ni los hombres”. O incluso, todavía peor: “Yo hago lo que quiero y Dios tiene la obligación de obedecerme, porque así está escrito”. No es una casualidad que el primer mandamiento de la Iglesia Satánica sea precisamente: “Haz lo que quieras” y no es por casualidad, porque es un mandamiento satánico, que desafía directamente a Dios.

La Serpiente Antigua, derrotada en sus dos primeros intentos, arremete contra Jesús por tercera y última vez, con la tercera y última tentación. Con esta tentación, el Demonio, que no es más que una creatura y, peor todavía, una creatura que ha perdido la gracia y ha sido expulsada para siempre de los cielos eternos, pretende que Jesús, que es el Hombre-Dios, lo adore y esto a cambio de riquezas y poderes terrenos. Dice así el Evangelio: “El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: “Te daré todo esto, si te postras para adorarme”. Nuevamente Jesús, haciendo recurso a las Sagradas Escrituras, le responde con las Escrituras: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a Él solo rendirás culto”. Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo”. Esta tercera tentación, o tercer pecado, si es que se ceden a las dos primeras, constituye la profundización de la caída espiritual del hombre: con la primera tentación, la conversión de piedras en pan, se significa la satisfacción de las pasiones, es decir, la satisfacción de la concupiscencia de la carne; con la segunda tentación, se cae en la satisfacción sacrílega de la concupiscencia del espíritu, que consiste en la adoración de sí mismo, al ser el hombre el legislador de su propia ley, desplazando a la Ley de Dios; finalmente, luego de ceder a la concupiscencia de la carne y del espíritu, luego de la satisfacción de la carne y del espíritu, con el auto-ensalzamiento de sí mismo, el hombre cae en el peor de los pecados, y es la adoración sacrílega de una creatura, de un ángel caído, Satanás, la Serpiente Antigua, que no es más que una simple creatura; una creatura que, además de ser nada más que una simple creatura, no merece ni siquiera la admiración por su hermosura, como los ángeles de Dios, sino el desprecio y rechazo absoluto, por ser un rebelde y un insolente contra Dios, por haberse negado cumplir aquello para lo cual había sido creado, el adorar, amar y servir a la Trinidad y al Hombre-Dios Jesucristo. La adoración al Demonio se da de diversas maneras en nuestros días: con el ocultismo, la magia, el esoterismo, la wicca –brujería moderna-, el umbandismo, el culto a las figuras del Demonio como el Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa; también se adora al demonio de modo indirecto al considerar al dinero como fin supremo de la vida, de ahí la advertencia de Jesús: “sólo a Dios se debe adorar”. Dios, que está en la Cruz y en la Eucaristía, al contrario del Demonio, no nos promete bienes, dinero, poder y fama en este mundo y aunque nos promete lo contrario, humillaciones, tribulaciones, padecimientos por su Nombre y, con la Eucaristía, ninguna satisfacción sensible –porque no se lo ve, ni se lo siente, ni se lo oye-, sí nos promete en cambio, en la otra vida, a quien lo adore a Él en la cruz, besando sus pies ensangrentados y postrándose ante su Presencia Eucarística en la adoración, la alegría eterna en la Jerusalén celestial.

         “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio”. También nosotros, católicos del siglo XXI, que peregrinamos por el desierto de la vida, del tiempo y de la historia humana hacia la Jerusalén celestial, también somos tentados por la Serpiente Antigua, el Ángel caído, el Príncipe de las tinieblas, el espíritu inmundo, pero el Hombre-Dios Jesucristo, con su ayuno de cuarenta días en el desierto y con la firme resistencia a las tentaciones del Demonio, nos da las armas para resistir toda tentación, cualquier tentación -ayuno, oración, Palabra de Dios escrita y encarnada, la Sagrada Eucaristía- y así el triunfo nuestro comienza cuando, movidos por su gracia y por el Espíritu Santo y con el corazón contrito y humillado, nos postramos Jesús crucificado y besamos sus pies ensangrentados y cuando nos postramos en el altar del sacrificio ante su Presencia Eucarística.

 



[1] http://www.religionenlibertad.com/que-es-la-concupiscencia-40636.htm. Este apetito concupiscible se opone al “apetito racional o natural”, que es “la subordinación de la razón a Dios” con el consecuente dominio de las pasiones por la razón, lo cual sin embargo es posible, después del pecado original, solo por la acción de la gracia santificante. En esta subordinación “gracia-razón-pasiones”, está todo el bien de la naturaleza humana.


martes, 4 de marzo de 2025

Miércoles de Cenizas

 



(Ciclo C – 2025)

         “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”. La Cuaresma, período litúrgico caracterizado espiritualmente por tener como objetivo la conversión del corazón a Jesús Eucaristía, a través la penitencia, el ayuno, el sacrificio, la mortificación y las obras de misericordia, comienza en un día muy especial, llamado por la Iglesia “Miércoles de Cenizas”.

         Este período litúrgico y de gracia comienza con una frase, pronunciada por el sacerdote en el momento de la imposición de cenizas al fiel; en esta frase, está contenido el mensaje que la Santa Iglesia Católica transmite a toda la humanidad: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”. La frase, con la cual comienza la Cuaresma, no es una simple metáfora, desde el momento en el que el objetivo de la Cuaresma no es un mero cambio de comportamiento del fiel cristiano, sino de una profunda conversión del corazón a Jesús Eucaristía; es decir, el objetivo de la Cuaresma es la “conversión eucarística” y no simplemente cambiar de comportamiento.

La Iglesia nos dice: “Recuerda que eres polvo, y en polvo te convertirás”: esto es una descripción del comienzo de nuestra existencia -el Génesis dice que Dios creó al hombre del barro, es decir, del polvo-, de nuestra realidad presente -somos lo que somos en la actualidad, según lo que fuimos en un principio, es decir, polvo- y también se trata del relato de nuestro fin terreno, porque al morir, cuando el alma, principio vital del cuerpo, se separa del cuerpo, este último se disgrega en sus componentes, los cuales terminan confundiéndose, es decir, siendo una sola cosa, con el suelo, con la tierra, en la que ha sido sepultado. Cuando la Iglesia nos recuerda a nosotros, los hombres, cuál es nuestra condición, la de ser “polvo” (tierra, barro) –“eres polvo”- que “vuelve al polvo”, que vuelve a la tierra –“en polvo te convertirás”-, su intención no es la de buscar un simple cambio de conducta; la Iglesia no pretende que el hombre sea más penitente, ni más bueno, ni siquiera que rece más, aun cuando sí aconseje y estimule todas estas prácticas, que son buenas y santas. Sin embargo, lo que la Iglesia pretende con esta frase “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, es algo mucho más profundo: es ayudarnos a que tomemos conciencia, primero, de nuestra nada existencial, porque somos literalmente “polvo”, ya que el cuerpo, al que tanto cuidamos y alimentamos y abrigamos, se convierte literalmente en polvo cuando el alma se desprende de él en el momento de la muerte; y a esto hay que agregarle lo que dicen los santos, los cuales, al referirse a la condición humana, dicen que somos “nada -polvo- más pecado”; esto es lo que la Iglesia pretende que tomemos conciencia en el Miércoles de Cenizas, al imponernos las cenizas en la frente, porque esas cenizas son un anticipo de lo que seremos en el futuro. Pero la Iglesia también nos da un mensaje de esperanza sobrenatural, que trasciende infinitamente nuestro horizonte existencial, que nos eleva a unas alturas a las cuales ni siquiera podemos imaginarnos, gracias al Sacrificio Redentor de Jesucristo: por Jesucristo, nosotros los hombres, que somos “polvo más pecado”, “nada más pecado”, estamos destinados a ser Dios por participación, según las propias palabras de Jesucristo: “No os dije, ¿seréis dioses?” (Jn 10, 34; Sal 82, 6). Entonces, nosotros que somos nada, dependemos de Jesucristo, en nuestro ser más íntimo, porque Él en cuanto Dios nos creó, nos redimió con su sacrificio en la Cruz y nos santificó, nos endiosó, por el don del Espíritu Santo, porque Él con el Padre es el Dador del Espíritu Santo, nuestro santificador.

Entonces, al decirle la Iglesia al hombre “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, le está diciendo que, comparado con el Acto de Ser perfectísimo de Dios, es igual a la nada, como nada es el “polvo”, la tierra, el barro, y que su destino natural es la muerte: “en polvo, en tierra, en barro te convertirás”: “Eres nada y en nada te convertirás”, y esto debe servir para crecer tanto en la humildad, para que cuando nos creamos ser mejores que los demás, recordemos lo que nos dice la Santa Iglesia: “Eres nada y en nada te convertirás”. Pero también tiene que servir para crecer en el Amor de Dios, porque aunque no lo mencione en la frase, está implícito en nuestra fe católica que Jesucristo, Dios Hijo, se encarnó por amor a nosotros, murió en la Cruz y resucitó por nuestra salvación, y por lo tanto nuestro destino ha cambiado radicalmente: nuestro cuerpo, que por el pecado original estaba destinado a convertirse en polvo luego de la muerte, ahora, gracias  a Jesucristo y a su gracia que se comunica por los Santos Sacramentos, nuestro cuerpo está destinado a convertirse en luminosa materia glorificada con la luz del Ser divino trinitario, si de corazón nos arrepentimos y nos convertimos a Jesús Eucaristía por el camino de la oración, la penitencia y la misericordia.

Por este motivo, la frase completa podría quedar así: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás; recuerda que viniste de la nada, y a la nada volverás; pero si por la gracia, dócilmente, dejas obrar en ti la conversión eucarística, si buscas a Cristo Dios en la Eucaristía de todo corazón; si obras la misericordia con el hermano que golpea a tu puerta; si te acuerdas de Él todos los días de tu vida, elevando tus manos en oración y en acción de gracias; si haces ayuno de obras malas, entonces te convertirás, de polvo que eres, en la luz radiante y gloriosa de Cristo Dios”.