(Domingo I - TC - Ciclo C - 2025)
“Jesús fue llevado por el Espíritu al
desierto, para ser tentado por el demonio” (Lc 4, 1-13). El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto, para un objetivo
determinado: que Jesús sea tentado por el Ángel caído, por el Diablo, Satanás,
la Serpiente Antigua. Esta tentación no sobreviene en seguida, sino al
finalizar los cuarenta días y noches de ayuno que realiza Jesús; es entonces cuando
su naturaleza humana, unida a su Persona divina, experimenta hambre, según el
relato del Evangelio: “Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches,
sintió hambre”. En ese momento es cuando se hace presente el Tentador, el Ángel
caído, para intentar lo imposible, el hacer caer en la tentación a Jesús. El
Demonio trata de tentar a Jesús porque no sabía que Jesús era Dios, aunque su
inteligencia angélica le hacía sospechar que Jesús era un hombre muy especial,
a quien Dios acompañaba con signos y prodigios que sólo Dios podía hacer; todo
lo cual aumentaba su intriga acerca de quién era Jesús, aunque de ninguna
manera podía saber que era Dios Hijo encarnado. Por esta razón es que se decide
a hacer una empresa imposible y también blasfema: tentar a Dios, si es que Dios
está en el hombre Jesús de Nazareth.
Para hacer caer a Jesús en algún pecado, el Demonio
tienta a Jesús con tres tentaciones, la primera de las cuales es descripta así
por la Escritura: “El tentador, acercándose, le dijo: “Si tú eres Hijo de Dios,
manda que estas piedras se conviertan en panes”. Visto humanamente, era una
tentación muy grande, porque Jesús, después de cuarenta días de ayuno, era
lógico que experimentara hambre, y si era un hombre de Dios, como suponía el
Demonio, podía obrar ese milagro, hacer que las piedras se convirtieran en
panes para así satisfacer su hambre. Pero Jesús rechaza la tentación y al mismo
tiempo contesta con la Escritura: “Está escrito: El hombre no vive solamente de
pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios””. Así Jesús nos enseña
que el alimento espiritual, que es la Palabra de Dios –la Escritura- es el
alimento principal para el hombre, y en nuestro caso, los católicos, no solo lo
es la Palabra de Dios “escrita”, sino también y sobre todo la Palabra de Dios
encarnada y que prolonga su Encarnación y ese alimento espiritual es la Sagrada
Eucaristía. Así Jesús nos enseña que, antes que preocuparnos por el alimento
del cuerpo, debemos preocuparnos primero por el alimento del alma y este
alimento espiritual es la Palabra de Dios escrita -Sagrada Escritura- y la
Palabra de Dios encarnada -Cristo Jesús en la Eucaristía-, la cual sacia al
alma con la substancia misma de la Trinidad con el Amor del Sagrado Corazón de
Jesús, el Espíritu Santo. Solo después de saciar el hambre espiritual de Dios,
debe el hombre ocuparse del alimento corporal, el cual a su vez de nada sirve
si no se provee antes al alimento espiritual. Algo a tener en cuenta es que, si
Jesús cedía a la tentación y realizaba el milagro que le proponía el Demonio, de
convertir las piedras en pan, nos hubiera dado el mensaje de que el alimento
corporal, material, prevalece sobre el alimento espiritual, la Escritura y la
Eucaristía; pero al no hacer el milagro, nos hace ver que primero debemos
procurar el alimento del alma y luego el del cuerpo. Además, en el rechazo de
esta primera tentación, Jesús nos enseña cómo resistir y vencer a la
concupiscencia de la carne, es decir, el apetito desordenado por “los placeres
de los sentidos y de los bienes terrenales”[1].
Luego de ser vencido en la primera tentación, el Demonio
vuelve a la carga con la segunda tentación y para eso lleva a Jesús “a la parte
más alta del templo”, según lo relata el Evangelio: “Luego el demonio llevó a
Jesús a la Ciudad Santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: “Si
tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Dios dará órdenes a
sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con
ninguna piedra”. Esta vez, Jesús no solo no cede a la tentación, sino que
también le responde citando a la Sagrada Escritura, como en la primera
tentación: “También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”. En este caso,
el Ángel caído trata de que Jesús cometa el pecado llamado de presunción o
temeridad, porque en realidad, Dios sí puede hacer que la humanidad de Jesús no
sufra ninguna lesión, enviando a sus ángeles para que detengan su caída si se
arroja desde lo alto del templo, pero si Jesús hiciera esto, cometería este
pecado de presunción o temeridad, porque por un lado, no tiene ninguna
necesidad de exponerse al peligro y por otro, es temerario y presuntuoso
desafiar literalmente a Dios, para que lo salve de un peligro en el que Él se
estaría exponiendo libremente. Es decir, se expone a un peligro mortal y luego
le dice a Dios que lo salve y eso es temeridad y soberbia. Al rechazar esta
tentación, Jesús nos advierte que no debemos ser presuntuosos y temerarios, en
el sentido de pensar que, hagamos lo que hagamos, nos pongamos en el peligro en
el que nos pongamos, Dios nos salvará por su misericordia, puesto que Dios no
tiene obligación de quitar los obstáculos que nosotros mismos ponemos a nuestra
salvación, es decir, el pecado. Si nosotros libremente nos ponemos en ocasión
de perder la vida, no podemos luego desafiar a Dios pidiéndole que nos libre,
porque así está escrito: eso es presunción, temeridad y soberbia. Si Jesús
hubiera accedido hubiera cometido un pecado y Dios no tendría obligación de
salvarlo, porque sería por libre decisión que se arrojaría desde el pináculo
del templo y no importa que esté escrito que Jesús enviaría a sus ángeles para
salvarlo, porque eso es para quien no desafía a Dios. Así, Jesús nos enseña a
resistir la concupiscencia del espíritu que se origina en la soberbia, en el
orgullo del propio “yo” que se pone en el centro de sí mismo, pretendiendo que
todos, incluido Dios, estén a su servicio, sin permitir que nadie le indique
qué es lo que debe hacer: ni Dios, con sus Mandamientos y Preceptos de la
Iglesia, ni el hombre, con sus consejos. La soberbia, raíz de todos los
pecados, hace que el hombre se coloque en el centro de sí mismo y siendo el
centro de sí mismo, su única ley es su propia voluntad. El soberbio es el que
dice: “Yo hago lo que quiero y nadie me va a dar indicaciones, ni Dios ni los
hombres”. O incluso, todavía peor: “Yo hago lo que quiero y Dios tiene la
obligación de obedecerme, porque así está escrito”. No es una casualidad que el
primer mandamiento de la Iglesia Satánica sea precisamente: “Haz lo que
quieras” y no es por casualidad, porque es un mandamiento satánico, que desafía
directamente a Dios.
La Serpiente Antigua, derrotada en sus dos primeros
intentos, arremete contra Jesús por tercera y última vez, con la tercera y
última tentación. Con esta tentación, el Demonio, que no es más que una creatura
y, peor todavía, una creatura que ha perdido la gracia y ha sido expulsada para
siempre de los cielos eternos, pretende que Jesús, que es el Hombre-Dios, lo
adore y esto a cambio de riquezas y poderes terrenos. Dice así el Evangelio: “El
demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los
reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: “Te daré todo esto, si te
postras para adorarme”. Nuevamente Jesús, haciendo recurso a las Sagradas Escrituras,
le responde con las Escrituras: “Retírate, Satanás, porque está escrito:
Adorarás al Señor, tu Dios, y a Él solo rendirás culto”. Entonces el demonio lo
dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo”. Esta tercera tentación, o
tercer pecado, si es que se ceden a las dos primeras, constituye la
profundización de la caída espiritual del hombre: con la primera tentación, la
conversión de piedras en pan, se significa la satisfacción de las pasiones, es
decir, la satisfacción de la concupiscencia de la carne; con la segunda
tentación, se cae en la satisfacción sacrílega de la concupiscencia del
espíritu, que consiste en la adoración de sí mismo, al ser el hombre el
legislador de su propia ley, desplazando a la Ley de Dios; finalmente, luego de
ceder a la concupiscencia de la carne y del espíritu, luego de la satisfacción
de la carne y del espíritu, con el auto-ensalzamiento de sí mismo, el hombre
cae en el peor de los pecados, y es la adoración sacrílega de una creatura, de
un ángel caído, Satanás, la Serpiente Antigua, que no es más que una simple
creatura; una creatura que, además de ser nada más que una simple creatura, no
merece ni siquiera la admiración por su hermosura, como los ángeles de Dios,
sino el desprecio y rechazo absoluto, por ser un rebelde y un insolente contra
Dios, por haberse negado cumplir aquello para lo cual había sido creado, el
adorar, amar y servir a la Trinidad y al Hombre-Dios Jesucristo. La adoración al
Demonio se da de diversas maneras en nuestros días: con el ocultismo, la magia,
el esoterismo, la wicca –brujería moderna-, el umbandismo, el culto a las
figuras del Demonio como el Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa;
también se adora al demonio de modo indirecto al considerar al dinero como fin
supremo de la vida, de ahí la advertencia de Jesús: “sólo a Dios se debe
adorar”. Dios, que está en la Cruz y en la Eucaristía, al contrario del Demonio,
no nos promete bienes, dinero, poder y fama en este mundo y aunque nos promete
lo contrario, humillaciones, tribulaciones, padecimientos por su Nombre y, con
la Eucaristía, ninguna satisfacción sensible –porque no se lo ve, ni se lo
siente, ni se lo oye-, sí nos promete en cambio, en la otra vida, a quien lo
adore a Él en la cruz, besando sus pies ensangrentados y postrándose ante su
Presencia Eucarística en la adoración, la alegría eterna en la Jerusalén
celestial.
“Jesús fue llevado por el Espíritu al
desierto, para ser tentado por el demonio”. También nosotros, católicos del
siglo XXI, que peregrinamos por el desierto de la vida, del tiempo y de la
historia humana hacia la Jerusalén celestial, también somos tentados por la
Serpiente Antigua, el Ángel caído, el Príncipe de las tinieblas, el espíritu
inmundo, pero el Hombre-Dios Jesucristo, con su ayuno de cuarenta días en el
desierto y con la firme resistencia a las tentaciones del Demonio, nos da las
armas para resistir toda tentación, cualquier tentación -ayuno, oración,
Palabra de Dios escrita y encarnada, la Sagrada Eucaristía- y así el triunfo
nuestro comienza cuando, movidos por su gracia y por el Espíritu Santo y con el
corazón contrito y humillado, nos postramos Jesús crucificado y besamos sus
pies ensangrentados y cuando nos postramos en el altar del sacrificio ante su
Presencia Eucarística.
[1] http://www.religionenlibertad.com/que-es-la-concupiscencia-40636.htm. Este apetito concupiscible se
opone al “apetito racional o natural”, que es “la subordinación de la razón a
Dios” con el consecuente dominio de las pasiones por la razón, lo cual sin
embargo es posible, después del pecado original, solo por la acción de la
gracia santificante. En esta subordinación “gracia-razón-pasiones”, está todo
el bien de la naturaleza humana.
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