jueves, 20 de marzo de 2025

"Convertíos"


 



(Domingo III - TC - Ciclo C – 2025)

“Convertíos” (Cfr. Lc 13, 1-9). Jesús nos advierte acerca de la necesidad de nuestra conversión, puesto que, en caso contrario, “todos pereceremos”. Siendo algo tan importante, nos preguntamos qué es la conversión y la respuesta es que la conversión es una actividad natural de la voluntad, por la cual libremente nos dirigimos a Dios[1]. Podemos decir que la conversión es despegar el rostro del alma, inclinado por el pecado a la tierra, para elevarlo a Dios, para contemplarlo y para unirse a Él y en esta unión, dejarse vivificar con su santidad. La conversión es lo opuesto al pecado, que es dirigirse a la creatura en forma desordenada[2]; el pecado es mirar a la tierra, a las creaturas, dando la espalda a Dios y a su santidad. Cuando el alma está en pecado deja de mirar hacia Dios y su vista espiritual queda atrapada bajo el influjo del falso y vano atractivo de las creaturas. Por el pecado el alma pierde al Creador, para quedarse con sus creaturas; da la espalda a la santidad divina, para quedarse con la nada y el vacío de las cosas creadas.

Debido al pecado, llevado por la fuerza incontrolable del pecado que la domina por completo, el alma se hace esclava de las creaturas, dando la espalda a Dios y postrándose en dirección de las creaturas, de lo terrenal; el alma se inclina de modo permanente en dirección a las creaturas, de la misma manera a como cuando a un árbol pequeño se le coloca un tutor que lo hace crecer de forma inclinada; a medida que pasa el tiempo, ese árbol quedará definitivamente inclinado hacia la tierra y eso es lo que sucede con el alma que vive en estado permanente de pecado.

Ahora bien, el hecho de estar en pecado significa para el alma no solo no hacer la voluntad de Dios en su vida, o también hacer lo que Dios prohíbe: de un modo más radical, el pecado es el rechazo voluntario y consciente del alma a ser lo que está llamada a ser a través del sacrificio de Cristo y su gracia: por el sacrificio de Cristo en la cruz y por la gracia que nos dan los sacramentos, estamos llamados a ser hijos adoptivos de Dios e imágenes de Dios[3], imágenes en las que el prójimo pueda ver la caridad de Dios, aunque sea de modo limitado, así como el espejo refleja de un modo limitado al ser en el que se origina la imagen reflejada.

Este proceso de ser imagen de Dios comienza con la recepción del Bautismo sacramental, ya que por este dejamos de ser simples seres humanos, hijos de nuestros padres biológicos, para comenzar a ser verdaderos hijos de Dios y somos verdaderos hijos de Dios porque la gracia bautismal nos hace partícipes de la filiación divina y eterna con la cual la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo, el Verbo de Dios, es Hijo de Dios desde la eternidad. Además de ser hijos de Dios, pertenecemos a Cristo como Cuerpo Místico suyo de Él, al ser unidos a Cristo por el Espíritu Santo que se nos infunde en el Bautismo y por el Espíritu Santo, somos consagrados como templos vivientes del Espíritu de Dios, del Espíritu del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo[4]. Esto último no es accidental, sino esencial, porque significa que, al ser incorporados a Cristo por el Espíritu Santo en el Bautismo, nuestro acto de ser, lo más profundo de nuestro ser y todo lo que de él se deriva, como nuestros pensamientos, deseos y acciones, pertenecen más a Cristo y al Espíritu Santo que a nosotros mismos. De ahí la necesidad del esfuerzo por una conversión continua, por dirigir el alma, con la ayuda de la gracia, hacia lo alto, hacia el Cristo Eucarístico, de manera de purificarnos de lo que no es de Cristo y su Espíritu. Si bien es la gracia santificante la que obra la transformación de nuestro antiguo yo en una copia viviente de Cristo, somos nosotros quienes debemos poner, conscientemente, el esfuerzo del pensamiento y de la voluntad para convertirnos al Cristo de la Cruz, al Cristo Eucarístico y es por esto que debemos hacer penitencia, ayuno, mortificaciones, obras de misericordia, no solo para que nuestras pasiones desordenadas y egoístas no terminen de arrastrarnos y dejarnos definitivamente inclinados hacia las creaturas, sino para que Cristo sea Todo en nuestro ser, de modo que desaparezca nuestro ser de pecado, para ser reemplazado por el ser de Cristo.

La conversión del corazón a Cristo Eucaristía es una gracia, es un don, preparado y concedido por el Supremo Pastor Jesucristo para que retornemos a Él, para que nos decidamos a despegarnos de la tierra y sus falsos atractivos y para que unamos nuestros corazones a su Sagrado Corazón, que late en la Eucaristía. Es por esto que cuando Jesús nos llama a la conversión, no se refiere a una simple penitencia exterior, sino que se dirige al interior del hombre, a su alma, a su corazón, a lo más profundo de su ser[5]. Por la conversión, obra de la gracia, el alma se despega de la tierra, deja de estar mirando a la tierra y a las creaturas, para dirigir su mirada al Hombre-Dios Jesucristo, Presente en persona en la Sagrada Eucaristía. Por esta razón, la conversión católica es esencialmente una conversión a la Eucaristía, en donde está el Hombre-Dios Jesucristo. Cualquier otra conversión es contraria a la doctrina, a la fe católica y a la salud espiritual del alma; cualquier otra conversión que no sea la conversión eucarística, significa poner en riesgo de condenación eterna al alma.

La conversión lleva consigo una transformación moral, pero es algo mucho más profundo que esto, puesto que no es simplemente “no portarse mal” y “comenzar a portarse bien”; por la conversión, el alma obra actos virtuosos y obra también la misericordia, pero estas obras son consecuencia de algo más profundo, que radica en el ser y es la transformación del ser, del acto de ser, por la gracia de Dios, que así pasa de ser una simple creatura a un ser que participa de la vida divina y por lo tanto comienza a vivir, ya en esta vida, por la gracia, la divinización que obra la gracia. Por la conversión se cumplen las palabras de Jesús: “Os llamo dioses”, porque el hombre se hace Dios por participación, se diviniza por participación, pero esto siempre y cuando la conversión sea Eucarística. En la conversión es la gracia santificante la que obra la divinización del ser del hombre, pero a esto le debe corresponder la respuesta libre y personal[6] de amor del hombre a la inhabitación trinitaria de Dios Trino en las almas por la gracia. Es decir, a la acción libre de Dios, que por amor llama al hombre a la unión consigo, le debe seguir la libre respuesta de adhesión, también por amor, del hombre a la llamada de Dios y en esto consiste la conversión.

Si decimos entonces que la conversión es volver el rostro y los ojos del alma a Dios, los católicos, que tenemos en nuestra Iglesia al Verdadero y Único Dios, debemos por lo tanto despegar el rostro de la tierra y sus falsos atractivos, para dirigir el rostro y los ojos del alma al Cristo Eucarístico, que desde el altar, Presente en Persona, nos dice en cada Santa Misa: “Creed en mi Presencia Eucarística, soy Yo, conviértanse a Mi Presencia Eucarística, para comenzar a vivir ya desde la tierra la eterna bienaventuranza preparada para ustedes en el Reino de los cielos”.

 

 

 



[1] Cfr. Matthias Joseph ScheebenLos misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 368.

[2] Cfr. Scheeben, Los misterios, 292.

[3] Cfr. Thomas MertonVita e santità, Ediciones Garzanti, Milán 1964, 16.

[4] Cfr. Merton, ibidem, 15.

[5] Cfr. X.L. León-DufourVocabulario de Teología Bíblica, Biblioteca Herder, Barcelona 1980, voz “Penitencia”, 676.

[6] Cfr. Merton, op. cit., 92.


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