(Domingo III - TC -
Ciclo C – 2025)
“Convertíos” (Cfr. Lc 13, 1-9). Jesús nos
advierte acerca de la necesidad de nuestra conversión, puesto que, en caso contrario,
“todos pereceremos”. Siendo algo tan importante, nos preguntamos qué es la
conversión y la respuesta es que la conversión es una actividad natural de la
voluntad, por la cual libremente nos dirigimos a Dios[1]. Podemos decir que
la conversión es despegar el rostro del alma, inclinado por el pecado a la
tierra, para elevarlo a Dios, para contemplarlo y para unirse a Él y en esta
unión, dejarse vivificar con su santidad. La conversión es lo opuesto al
pecado, que es dirigirse a la creatura en forma desordenada[2]; el pecado es mirar a la tierra, a las
creaturas, dando la espalda a Dios y a su santidad. Cuando el alma está en
pecado deja de mirar hacia Dios y su vista espiritual queda atrapada bajo el influjo
del falso y vano atractivo de las creaturas. Por el pecado el alma pierde al Creador,
para quedarse con sus creaturas; da la espalda a la santidad divina, para
quedarse con la nada y el vacío de las cosas creadas.
Debido al pecado, llevado
por la fuerza incontrolable del pecado que la domina por completo, el alma se
hace esclava de las creaturas, dando la espalda a Dios y postrándose en
dirección de las creaturas, de lo terrenal; el alma se inclina de modo
permanente en dirección a las creaturas, de la misma manera a como cuando a un
árbol pequeño se le coloca un tutor que lo hace crecer de forma inclinada; a
medida que pasa el tiempo, ese árbol quedará definitivamente inclinado hacia la
tierra y eso es lo que sucede con el alma que vive en estado permanente de
pecado.
Ahora bien, el hecho de
estar en pecado significa para el alma no solo no hacer la voluntad de Dios en
su vida, o también hacer lo que Dios prohíbe: de un modo más radical, el pecado
es el rechazo voluntario y consciente del alma a ser lo que está llamada a ser
a través del sacrificio de Cristo y su gracia: por el sacrificio de Cristo en
la cruz y por la gracia que nos dan los sacramentos, estamos llamados a ser
hijos adoptivos de Dios e imágenes de Dios[3],
imágenes en las que el prójimo pueda ver la caridad de Dios, aunque sea de modo
limitado, así como el espejo refleja de un modo limitado al ser en el que se
origina la imagen reflejada.
Este proceso de ser
imagen de Dios comienza con la recepción del Bautismo sacramental, ya que por
este dejamos de ser simples seres humanos, hijos de nuestros padres biológicos,
para comenzar a ser verdaderos hijos de Dios y somos verdaderos hijos de Dios
porque la gracia bautismal nos hace partícipes de la filiación divina y eterna
con la cual la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo, el Verbo de Dios, es
Hijo de Dios desde la eternidad. Además de ser hijos de Dios, pertenecemos a
Cristo como Cuerpo Místico suyo de Él, al ser unidos a Cristo por el Espíritu Santo
que se nos infunde en el Bautismo y por el Espíritu Santo, somos consagrados
como templos vivientes del Espíritu de Dios, del Espíritu del Padre y del Hijo,
el Espíritu Santo[4]. Esto último
no es accidental, sino esencial, porque significa que, al ser incorporados a
Cristo por el Espíritu Santo en el Bautismo, nuestro acto de ser, lo más
profundo de nuestro ser y todo lo que de él se deriva, como nuestros
pensamientos, deseos y acciones, pertenecen más a Cristo y al Espíritu Santo
que a nosotros mismos. De ahí la necesidad del esfuerzo por una conversión
continua, por dirigir el alma, con la ayuda de la gracia, hacia lo alto, hacia el
Cristo Eucarístico, de manera de purificarnos de lo que no es de Cristo y su Espíritu.
Si bien es la gracia santificante la que obra la transformación de nuestro
antiguo yo en una copia viviente de Cristo, somos nosotros quienes debemos
poner, conscientemente, el esfuerzo del pensamiento y de la voluntad para
convertirnos al Cristo de la Cruz, al Cristo Eucarístico y es por esto que
debemos hacer penitencia, ayuno, mortificaciones, obras de misericordia, no
solo para que nuestras pasiones desordenadas y egoístas no terminen de
arrastrarnos y dejarnos definitivamente inclinados hacia las creaturas, sino
para que Cristo sea Todo en nuestro ser, de modo que desaparezca nuestro ser de
pecado, para ser reemplazado por el ser de Cristo.
La conversión del corazón
a Cristo Eucaristía es una gracia, es un don, preparado y concedido por el
Supremo Pastor Jesucristo para que retornemos a Él, para que nos decidamos a
despegarnos de la tierra y sus falsos atractivos y para que unamos nuestros
corazones a su Sagrado Corazón, que late en la Eucaristía. Es por esto que
cuando Jesús nos llama a la conversión, no se refiere a una simple penitencia
exterior, sino que se dirige al interior del hombre, a su alma, a su corazón, a
lo más profundo de su ser[5].
Por la conversión, obra de la gracia, el alma se despega de la tierra, deja de
estar mirando a la tierra y a las creaturas, para dirigir su mirada al
Hombre-Dios Jesucristo, Presente en persona en la Sagrada Eucaristía. Por esta
razón, la conversión católica es esencialmente una conversión a la Eucaristía,
en donde está el Hombre-Dios Jesucristo. Cualquier otra conversión es contraria
a la doctrina, a la fe católica y a la salud espiritual del alma; cualquier
otra conversión que no sea la conversión eucarística, significa poner en riesgo
de condenación eterna al alma.
La conversión lleva
consigo una transformación moral, pero es algo mucho más profundo que esto,
puesto que no es simplemente “no portarse mal” y “comenzar a portarse bien”;
por la conversión, el alma obra actos virtuosos y obra también la misericordia,
pero estas obras son consecuencia de algo más profundo, que radica en el ser y
es la transformación del ser, del acto de ser, por la gracia de Dios, que así
pasa de ser una simple creatura a un ser que participa de la vida divina y por
lo tanto comienza a vivir, ya en esta vida, por la gracia, la divinización que
obra la gracia. Por la conversión se cumplen las palabras de Jesús: “Os llamo
dioses”, porque el hombre se hace Dios por participación, se diviniza por
participación, pero esto siempre y cuando la conversión sea Eucarística. En la
conversión es la gracia santificante la que obra la divinización del ser del
hombre, pero a esto le debe corresponder la respuesta libre y personal[6]
de amor del hombre a la inhabitación trinitaria de Dios Trino en las almas por la
gracia. Es decir, a la acción libre de Dios, que por amor llama al hombre a la
unión consigo, le debe seguir la libre respuesta de adhesión, también por amor,
del hombre a la llamada de Dios y en esto consiste la conversión.
Si decimos entonces que la
conversión es volver el rostro y los ojos del alma a Dios, los católicos, que
tenemos en nuestra Iglesia al Verdadero y Único Dios, debemos por lo tanto despegar
el rostro de la tierra y sus falsos atractivos, para dirigir el rostro y los
ojos del alma al Cristo Eucarístico, que desde el altar, Presente en Persona,
nos dice en cada Santa Misa: “Creed en mi Presencia Eucarística, soy Yo, conviértanse
a Mi Presencia Eucarística, para comenzar a vivir ya desde la tierra la eterna
bienaventuranza preparada para ustedes en el Reino de los cielos”.
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[1] Cfr. Matthias
Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones
Herder, Barcelona 1964, 368.
[2] Cfr.
Scheeben, Los misterios, 292.
[3] Cfr. Thomas
Merton, Vita e santità, Ediciones Garzanti, Milán 1964, 16.
[4] Cfr. Merton, ibidem,
15.
[5] Cfr. X.L. León-Dufour, Vocabulario de
Teología Bíblica, Biblioteca Herder, Barcelona 1980, voz “Penitencia”, 676.
[6] Cfr. Merton, op. cit.,
92.
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