(Domingo XX - TO - Ciclo C - 2025)
“He venido a
traer fuego sobre la tierra” (cfr. Lc 12, 49-53). Jesús dice
que “ha venido a traer fuego sobre la tierra” y frente a esta afirmación,
debemos preguntarnos si es una frase retórica, metafórica, o si se trata de un
fuego real. Esto es importante, porque si fuera una frase metafórica, Jesús
estaría hablando de un fuego imaginario, no real; si no se trata de un fuego
imaginario, sino real, entonces debemos preguntarnos qué clase de fuego viene a
traer Jesús. A estas preguntas, debemos responder que no se trata de una imagen
metafórica, ya que se trata de un fuego real y si es un fuego real, es obvio
que no se trata del fuego material, terreno, que todos conocemos, por lo que,
por descarte, se trata de un fuego espiritual. En otras palabras, cuando Jesús
dice que “ha venido a traer fuego sobre la tierra”, está hablando de un fuego
real, no imaginario, y de un fuego no terrenal, sino espiritual y celestial,
sobrenatural, invisible, insensible -en el sentido de que, salvo excepciones
concedidas a los místicos, no puede ser percibido por los sentidos-,
desconocido por nosotros los hombres y este fuego no es otro que el fuego del
Espíritu Santo, el fuego del Divino Amor, la Tercera Persona de la
Trinidad. Jesús no habla en un sentido figurado, ni
sus palabras son metáfora semítica: el fuego que Él trae es Él mismo, puesto
que uno de sus nombres, según los Padres de la Iglesia, es “carbón ardiente”:
su humanidad es el carbón encendido al contacto con su divinidad, en el momento
de la Encarnación en el seno de María Virgen. El fuego que Jesús ha venido
a traer es el Ser de Dios Trino, que es fuego de Amor divino, según la
descripción de San Juan: “Dios es Amor”, y es ese Amor de Dios, que une al
Padre y al Hijo, el que es manifestado por Cristo como fuego en Pentecostés.
“He venido a traer fuego sobre la tierra”. Entonces, el
fuego que trae Jesús no es el fuego terrenal, sino el Espíritu Santo, que es
Fuego de Amor Divino: es el Fuego que envuelve a su Sagrado Corazón; es el
fuego enviado sobre las almas desde la cruz, cuando desde el Costado traspasado
de Jesús se derramó Sangre y Agua y con la Sangre y el Agua, fue derramado el
Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo; es el mismo fuego enviado sobre
la Iglesia naciente en Pentecostés, es el fuego visible que como viento
impetuoso del Espíritu Santo abrasa a la Iglesia en el Amor de Dios[1]; es el fuego invisible que es el
Espíritu Santo, que al ser soplado sobre las ofrendas del altar en la Santa
Misa, convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús,
cumpliéndose así lo que rezamos y pedimos en la Plegaria eucarística III
del Misal Romano: “Envía, Señor, Tu Espíritu sobre estas ofrendas”[2]; es el fuego
invisible enviado al alma por el Cordero en la Comunión Eucarística,
encendiéndola en el fuego del amor divino, pero que también enciende al cuerpo,
del mismo modo así como el fuego comunica al carbón su calor, su luz y su
resplandor, y este cuerpo es el Cuerpo de Cristo, motivo por el cual los Padres
de la Iglesia comparaban a Cristo en la Encarnación con un carbón encendido: el
carbón era su humanidad y el fuego era la divinidad que al tomar contacto con
esta humanidad la encendía y la hacía resplandecer con su luz celestial. El
fuego que ha venido a traer Jesús es el fuego del Espíritu Santo y es el fuego
que enciende su Alma Santísima y su Cuerpo Purísimo en la Encarnación; es el
fuego que es su divinidad, la divinidad del Verbo, que en el momento de la
Encarnación glorifica tanto su Alma como su Cuerpo, convirtiendo su Cuerpo en
una brasa encendida, que lleva consigo el fuego del Divino Amor. Por esta
razón, todo aquel que entre en contacto con el Cuerpo de Jesús Sacramentado,
que está envuelto en las llamas del Divino Amor, arderá también en este Fuego
Santo, el Fuego del Amor Sagrado que Jesús ha venido a traer y que ya quiere
ver arder en los corazones de los hombres de buena voluntad que aman a Dios. La
imagen del carbón incandescente es la imagen para el cuerpo de Cristo de un
modo específico en la Eucaristía, como portador del fuego del Espíritu Santo, y
es ese fuego, de modo específico, que es el fuego del Espíritu Santo, el que
Jesús dice que ha venido a traer, el fuego que se propagó en el momento de su
Encarnación, desde la divinidad del Verbo hacia su cuerpo y que incendió su
cuerpo en el fuego del Amor divino, y es el mismo fuego por el cual van a ser
glorificados los cuerpos de los bautizados de la Iglesia Católica[3]. En otras palabras, el fuego que ha venido a traer Jesús
es el fuego divino que se propagó en la Encarnación en el Cuerpo humano de
Jesús de Nazareth y es el Fuego del Espíritu Santo, el mismo fuego del Divino
Amor, que se comunica a su Cuerpo Místico por medio de los sacramentos del
Bautismo y de la Eucaristía.
Ahora bien, este fuego de ardor divino, el Espíritu Santo, hará arder en el
Amor de Dios, como antorchas vivientes, en el amor eterno, a los santos, por la
eternidad, en el Reino de los cielos, a quienes tengan la dicha de morir en
gracia de Dios, pero también en esta vida terrena, a quienes vivan en estado de
gracia, en la soledad del desierto, en la austeridad de la penitencia, de
la oración, de la mortificación de los sentidos, del ayuno, de la adoración
silenciosa a Dios Uno y Trino, el fuego del Amor divino que arde en el
Hombre-Dios Jesucristo y que se comunica por la gracia y por la Eucaristía a
sus miembros de su cuerpo místico que más se esfuerzan por amarlo, adorarlo, en
la penitencia y en la caridad para con el prójimo, los convertirá también a ellos
mismos en antorchas resplandecientes y vivas, encendidas en el fuego vivo del
Amor de Dios, antorchas que arden misteriosamente e iluminan al mundo en
tinieblas con la luz del Divino Amor.
Es
esto lo que afirman los
testimonios de los Padres del desierto, uno de los más grandes tesoros de la
Iglesia Católica: “Abba Lot fue en busca de José y le dijo: “Appa, de acuerdo
con lo que yo puedo, recito un oficio corto, ayuno un poco, oro, medito, vivo
en el recogimiento y, tanto como puedo, me purifico de mis pensamientos. ¿Qué
más debo hacer?” Entonces el Anciano se levantó y extendió sus manos hacia el
cielo. Sus dedos se convirtieron en diez lámparas encendidas y le dijo: ‘Si tú
quieres, te conviertes enteramente en un fuego’”[4]. Es decir, lo que sucede aquí, es que, por medio de la
oración, la caridad, la vida de la gracia, la unión con Cristo Eucaristía,
quien les comunicaba de su propio fuego divino, se convertían, ya desde esta
vida, en antorchas espirituales vivientes, al haber recibido de Cristo el fuego
que Cristo vino a traer a este mundo.
Esto quiere decir que el mismo ardor divino, la misma
llama que enciende al Cuerpo de Cristo en la Encarnación del Verbo por el
Espíritu Santo, se lleva a cabo también en los miembros del Cuerpo Místico de
Cristo que están en gracia, de manera plena y total, con resplandor eterno en
el Reino de los cielos en la otra vida, aunque también ya en esta vida, de un
modo participado, incompleto, parcial, pero ya incoado, en esta vida terrena,
para quienes viven en estado de gracia santificante.
“He venido a traer fuego
sobre la tierra”. Si verdaderamente creemos en las palabras de Jesús, el
Hombre-Dios, si creemos verdaderamente nuestra religión católica, entonces
verdaderamente tenemos que creer que en la Eucaristía consumimos su Cuerpo
Humano glorificado, lo cual quiere decir impregnado, embebido, envuelto en
verdadero fuego divino, celestial, el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo;
tenemos que creer que consumimos el Cuerpo de Cristo Sacramentado, envuelto en
el Fuego invisible e insensible, pero real, espiritual, celestial,
sobrenatural, el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, el Amor de Dios, que
enciende a las almas con las llamas del Amor de Dios.
Por
último, si Jesús ha venido a traer fuego, y ese fuego es un fuego de orden
espiritual, debemos preguntarnos también
debemos qué es lo que Jesús quiere hacer arder con este fuego celestial y la
respuesta ya la hemos vislumbrado: las almas de los hombres y para darnos una
idea, podemos comparar a la acción del fuego terreno con la madera o con el
carbón: así como el fuego abrasa la madera y la convierte de
madera seca en leño ardiente; así como el fuego enciende el carbón y lo
convierte, de piedra fría y negra en brasa ardiente y luminosa, así el Amor de
Dios, al comunicarle su Llama de Amor Vivo, esto es, al encender el corazón del
hombre participándole de su Amor, ese corazón humano que es por sí mismo frío
por la falta de caridad y oscuro por la falta de luz divina en él, el Amor de
Dios lo convierte en brasa ardiente de caridad, que ilumina con el resplandor
de las llamas del Amor Divino.
Este Fuego Sagrado, que arde en su Sagrado Corazón Eucarístico, es el que Jesús
ha venido a traer y es el que Él quiere “ver arder” en los corazones de los
bautizados; es este Fuego Santo, que arde en su Sagrado Corazón Eucarístico, el
que Él desea que se propague en los corazones de los que lo reciben en la
Eucaristía, con fe, con amor, en gracia y con devoción. Que nuestros corazones
sean entonces como la leña seca, como el carbón ennegrecido, como el pasto
reseco, para que, al contacto con el Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en
las Llamas del Amor Divino, se conviertan en brasas ardientes de Amor a Dios.
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[1] Cfr. Hch 2,
23-33.
[2] Cfr. Misal Romano.
[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los
misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 544 n. 2.
[4] Cfr. Apotegmas de los Padres del Desierto,
Editorial Lumen, Buenos Aires 2000, 91.
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