(Domingo XXII – TO - Ciclo C - 2025)
“El que se
humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (cfr. Lc 14, 1. 7-14). Jesús es invitado a
comer a casa de uno de los fariseos más importantes y observa cómo, en el deseo
humano de querer parecer más importante ante los demás, se produce entre los invitados
una pequeña disputa sobre quién debe ocupar los lugares principales en la mesa.
Ésa es la razón del reproche de la actitud, hacia la cual va dirigida la frase:
“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. La
humillación o auto-humillación –el que se
humilla-, es el extremo de la humildad, mientras que el ensalzarse o
auto-ensalzarse, es el extremo de la soberbia. Ambos son actos voluntarios y
libres, por lo tanto, Jesús se refiere a dos actos libres, uno, virtuoso, la
humildad, con su extremo, la humillación, y el otro acto libre, vicioso, el
ensalzarse a sí mismo, con su extremo, la soberbia.
Podría
parecer que Jesús hace elogio de la virtud, a la par que condena a la falta de
virtud. Y es verdad que Jesús hace elogio de la virtud, pero no elogia a la virtud,
en este caso, la humildad, por sí misma, sino por algo más.
Es verdad
que la humildad es, como dice San Agustín, “signo de Cristo”[1],
es decir, identifica a Cristo, y el cristiano, en cuanto seguidor de Cristo, no
puede sino ser humilde –en caso contrario, sería una contradicción insalvable que
un seguidor de un Cristo humilde, sea soberbio, es decir, es una contradicción
que un cristiano sea soberbio-, y también es verdad que Cristo es modelo y
fuente de humildad: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”[2],
pero Cristo no elogia la humildad por ella en sí misma, por la sola virtud, ni
está dando una lección de moral.
Si
pensáramos que Cristo hace elogio de la humildad, y que con la humildad se
alcanza el reino de los cielos, nada nuevo estaría aportando, porque ya mucho
antes que Él, los filósofos de la antigüedad, como Aristóteles, Platón,
Sócrates, y después de Cristo, muchos otros pensadores, hicieron elogio de la
humildad. Si Cristo hiciera elogio de la humildad por la humildad en sí misma,
nada nuevo estaría aportando a la humanidad.
Lo nuevo
en Cristo es que la humildad esconde y a la vez revela, manifiesta y hace
aparecer a los hombres, un misterio divino, sobrenatural, celestial; es a
través de la humildad por la cual se hace Presente en el mundo el misterio de
Dios Hijo encarnado y muerto en la cruz; la humildad es el modo por el cual se
manifiesta el Ser divino trinitario, que en su perfección absoluta e infinita,
en su misterio insondable, se presenta a los hombres a través de una actitud y
de una acción conocida entre los hombres como “humildad”, pero encierra a la
vez que revela un misterio insondable, el misterio de la encarnación del Hijo
de Dios; es por la humildad, por medio de la cual el Acto de Ser divino
trinitario y perfectísimo de Dios se manifiesta a los hombres: la perfección
absoluta del ser divino hace que éste se encarne, que asuma personalmente y se
una a una naturaleza inferior, la naturaleza humana, y es la perfección
absoluta del ser divino la que hace que el Hijo de Dios encarnado muera en
muerte de cruz, muerte humillante, en donde la humildad se manifiesta en su
máximo esplendor.
No es que
el ser divino quiere manifestar y dar ejemplo de humildad extrema, humillándose
en la encarnación y en la cruz, sino que la perfección absoluta del ser divino
se manifiesta en ese modo de obrar virtuoso que los humanos llaman “humildad”.
El Acto de Ser divino trinitario no tiene necesidad ni de adquirir la virtud de
la humildad, ni de demostrar que la tiene; si se manifiesta ante los hombres
como “manso y humilde de corazón”, es porque ésa es la condición propia de la
perfección absoluta de la divinidad de Cristo, que se manifiesta ante los
hombres como la virtud de la humildad.
Sí es
necesario, por el contrario, para el cristiano, adquirir la humildad, puesto
que no se la tiene, y para ello, nada mejor que contemplar al ser divino
revelado, manifestado y hecho visible en Jesús de Nazareth y, ayudado por la
gracia, imitarlo en la medida de las posibilidades y el estado de vida de cada
uno.
Por otra
parte, en la realidad terrena vivimos la realidad de lo que sucedió en los
cielos y es por eso que Cristo traslada al plano terreno lo que sucedió en los
cielos. El demonio se ensoberbeció y fue humillado, perdiendo su condición de
ángel en gracia; Cristo se humilló en la encarnación, y fue exaltado hasta la
gloria, luego de la cruz, en la resurrección.
Es por
esto que, si el cristiano no imita a Cristo en su humildad, la humildad que lo
llevó a la humillación de la cruz, no puede entrar en el reino de los cielos,
ya que la perfección del ser divino es incompatible para el ser humano que no
posee humildad. Si el cristiano no es humilde, es soberbio y orgulloso, e imita
a la conducta angélica del ángel caído, la misma que lo llevó a ser arrojado de
los cielos, y se contradice de modo directo con el ser perfectísimo de Dios y así,
con la soberbia y el orgullo luciferino, jamás podrá entrar en el Reino de los
cielos.
“El que se
humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. El ser divino
perfectísimo se manifiesta ante los hombres por medio de la virtud de la
humildad, y lo hace en la encarnación y en la cruz y ambas manifestaciones del
ser divino se prolongan y se actualizan en el santo sacrificio del altar. Es por
esto que, si queremos contemplar e imitar la humildad del Sagrado Corazón de
Jesús, debemos contemplar y adorar y comulgar a Cristo Eucaristía, en donde el
Hombre-Dios, oculto bajo las especies del pan y del vino es, como en la
encarnación y en la cruz, modelo y fuente de humildad.
[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona 1993,
voz “humildad”, 401.402.
[2] Cfr. Mt 11, 29.
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