jueves, 21 de agosto de 2025

“…hemos comido y bebido contigo… Apartaos, no os conozco, malvados”

 


(Domingo XXI – TO - Ciclo C – 2025)

“…hemos comido y bebido contigo… Apartaos, no os conozco, malvados” (Lc 13, 22-30). En el Día del Juicio Final, muchos cristianos se llevarán una amarga sorpresa: serán rechazados por Nuestro Señor Jesucristo y este rechazo les valdrá la eterna condenación en el Infierno. Esto se deduce del breve diálogo entablado entre algunos cristianos -malos cristianos, cristianos superficiales, cristianos solo de nombre- y Nuestro Señor Jesucristo: “Hemos comido y bebido contigo… Apartaos, no os conozco, malvados”. El hecho de que digan “hemos comido y bebido contigo” indica que son cristianos, católicos, y de misa diaria o, al menos, de misa frecuente, de comunión frecuente, porque eso quiere decir “comer y beber”: se refiere al Cuerpo y la Sangre de Cristo, es decir, a la Sagrada Eucaristía, por eso, se trata de católicos de misa diaria o al menos de misa frecuente. Esto indica que Nuestro Señor no se dirige a los paganos, es decir, a los que pertenecen a otras religiones; se dirige a los discípulos, a los cristianos, a los católicos, a los que han tenido el privilegio inmerecido de compartir con Él la Sagrada Mesa, el Sagrado Banquete Pascual, la Santa Misa; se dirige a quienes han comido y bebido con Él –“Estoy a las puertas y llamo, si alguien abre, entraré y cenaré con él y él conmigo”-. Es muy importante tener presente a estos interlocutores, por la dureza de las palabras de Jesús: “Apartaos, no os conozco, malvados”, porque se supone que, siendo cristianos, siendo discípulos de Cristo, habiendo compartido el Banquete Pascual, habiendo comulgado tantas veces, habiendo recibido tantas veces la Sagrada Eucaristía, es más que impensable que alguien vaya a ser rechazado por Nuestro Señor Jesucristo y mucho menos todavía, ser tratado de “malvado” y, sin embargo, esto es lo que va a suceder con muchos católicos en el Día del Juicio Final, si es que dichos católicos no rectifican su mala conducta, su mal cristianismo, su catolicismo tibio y malvado.

Porque nos ama, Jesús nos advierte, con tiempo, y en el tiempo, antes de que se acabe el tiempo y dé inicio la eternidad, de que debemos corregir el rumbo; nos advierte de no todo aquel que haya comido y bebido con Él, entrará en el Reino de los cielos. En tiempos de Jesús, existía la creencia errónea y generalizada de que por el solo hecho de pertenecer al Pueblo Elegido, se obtenía la salvación de manera automática, sin importar las obras realizadas y ese mismo error se repite entre el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica. Hoy en día los católicos viven en un limbo, en un estado de letargo mortal, sin importarles el destino eterno de sus almas, como si el solo hecho de estar bautizados ya les garantizara el Reino de los cielos -eso si a alguno les importa el Reino de los cielos, porque a la mayoría ni siquiera eso les importa-. Pero las palabras de Nuestro Señor Jesucristo son atemporales, atraviesan el tiempo y el espacio, abarcan toda la historia humana, desde el inicio hasta el fin, desde el Génesis hasta el Apocalipsis y por eso mismo son válidas tanto para Adán y Eva como para el último hombre nacido en el último día de la historia humana: ningún hombre se salvará por haber comido y bebido con Él, sino por haber entrado en el Reino de los Cielos por la “puerta estrecha”: “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha” y la “puerta estrecha” no es otra que la Santa Cruz del Calvario, la Cruz del Viernes Santo.

         La puerta estrecha es la cruz y la cruz es la negación de sí, de las pasiones, del propio orgullo y de la propia vanidad; es la configuración con Cristo crucificado, por la gracia y por las obras de misericordia; es dejar de ser uno mismo para que Cristo crezca en mí.

         Sólo quien, en el Día del Juicio Final, sea una imagen viviente de Cristo, será reconocido por Cristo; por el contrario, quienes obraron el mal, quienes no se configuraron a Cristo, quienes no se dejaron moldear por la gracia, no se parecerán en nada a Cristo, sino que serán una imagen viva del Anticristo, una imagen maligna del Anticristo, de ahí la expresión de Cristo: “No os conozco, apartaos, malvados”. Esto les dirá a los malos cristianos, a los cristianos que, aun sabiendo que debían obrar el bien, que debían obrar la misericordia, obraron sin embargo el mal, o bien se abstuvieron de obrar el bien que podrían haber obrado, comportándose de forma tibia, mereciendo ser vomitados de la boca del Señor, según sus propias palabras en el Apocalipsis: “Ojalá fueras frío o caliente, pero porque eres tibio, te vomitaré de mi boca”.

         La exigencia de Jesucristo para sus discípulos de “pasar por la puerta estrecha” va mucho más allá de un simple voluntarismo o un cambio de costumbres: implica un misterio sobrenatural, que es la configuración y la participación al misterio de la muerte y resurrección de Cristo, implica poseer en el alma la vida de Cristo, la vida del Hijo de Dios, además de la vida propia.

El cristianismo es algo infinitamente más grande  que un simple sistema ético, y Cristo es Alguien infinitamente más grande que un profeta o un gran maestro: es Dios Hijo Encarnado, es el Hijo de Dios, el Segundo Adán, es la Cabeza y la Vida de toda la raza humana hecha de nuevo y, como tal, es el principio del que mana para nuestras almas toda la fuerza y la luz divina que nos dona la semejanza divina y nos hace hijos de Dios, capaces de conocer y de amar a Dios a la luz de la contemplación y de glorificarlo mediante la perfecta caridad hacia los demás hombres[1]. Por esta razón es que la exigencia de Jesucristo no significa un cambio exterior de conducta, sino que se funda en una nueva vida, la vida de la gracia, que es la participación en la vida misma del Hijo de Dios y del mismo Dios Trino.

La vida cristiana no es solo una enseñanza de Jesús: es una creación de Jesús en nuestras almas por la acción de Su Espíritu. Lo que Él nos exige, el sacrificio de la cruz, es decir, que nos configuremos con Él en el sacrificio de la cruz, que eso es lo que significa la “puerta estrecha”, es porque nuestra vida cristiana, nuestra vida en Cristo no se trata de una simple cuestión de perfección moral, de una mera cuestión de buenas costumbres; no se trata de simplemente ser buenos ciudadanos; no se trata de una cuestión de una buena voluntad ética. Se trata de una realidad espiritual, ontológica, sobrenatural, completamente nueva, concedida por la gracia santificante que nos transmiten los sacramentos y que transforman completamente nuestro ser interior[2]: en otras palabras, la gracia santificante crea en nosotros un nuevo ser, nacido de lo alto, el ser hijos adoptivos de Dios e inserta a este ser totalmente nuevo, celestial, en germen, ya en esta tierra, en la vida íntima de Dios Uno y Trino. De ahí que la “vida nueva” del cristiano no pueda ser otra que la “puerta estrecha”, es decir, la configuración, la imitación, la copia viviente, de Cristo Jesús. Y si no lo es, fracasa miserablemente en su nuevo ser cristiano, siendo desconocido por Nuestro Señor en el Día del Juicio Final y siendo rechazado por Él para la eternidad: “Apartaos, no os conozco, malvados”.

         La fuente de esta nueva vida sobrenatural, celestial y divina se encuentra, ontológicamente, fuera y por encima de nosotros, en la Trinidad. Pero espiritualmente ambos, la vida sobrenatural y Dios que nos la da se hallan en el centro de nuestro ser. Dios, que está infinitamente por encima de nosotros, por la gracia, está también dentro nuestro; la cumbre de nuestra vida espiritual y física está inmersa en Su propia actualidad. Si nosotros sólo somos verdaderamente reales en Él es porque Él comparte Su realidad con nosotros y la hace propiamente nuestra.

Si Jesús se dirige a sus discípulos, es decir, a aquellos que han comido y bebido con Él, también entonces se dirige a nosotros, que participamos del banquete eucarístico, que no solo comemos y bebemos con Él, sino que comemos de su carne y bebemos de su Espíritu en el que esta carne eucarística está empapada[3].

La “vida en Cristo” consiste en participar de su misterio de muerte y resurrección[4]. “Yo he venido para que tengan vida” (Jn 10, 10): la vida que vino a traernos es Su propia vida como Hijo de Dios, la comunicación de Su propio Espíritu como principio de nuestra vida y de la vida de nuestro espíritu; su Espíritu sella en nosotros su Imagen, el cual se convierte en Alma de nuestra alma, en fuente de una nueva vida, una nueva identidad y un nuevo modo de acción[5]. Esto quiere decir que, a partir de Cristo, es decir, a partir de que recibimos los Sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y sobre todo de la Eucaristía, ya no podemos más seguir viviendo como nosotros mismos, con nuestra propia vida natural, porque hemos recibido a Cristo Dios y al Espíritu de Dios que actúan como principios de nuestra vida. Si el alma es el principio natural de la vida del cuerpo, a partir de los Sacramentos, son los Sacramentos -principalmente la Eucaristía- los que cumplen la función de ser Alma del alma, es decir, Principio de vida, Principio vital del principio vital. Y como la Eucaristía es Cristo, la Eucaristía es el Principio Vital que debe dar vida a mi vida, que debe “cristificar” a mi vida, que debe hacer de mí “otro cristo”. Si no lo hace, la única explicación posible es que soy yo el que pone la resistencia para que no lo haga; soy yo el que, a través del “hombre viejo”, opongo resistencia para que Cristo crezca en mí y yo vaya desapareciendo cada vez más hasta desaparecer del todo.

Hay una consecuencia, la cual veremos con claridad en el Día del Juicio Final, si nos obstinamos día a día, por nuestro orgullo y nuestra soberbia, en rechazar al Espíritu Santo recibido en el día del Bautismo y en rechazar al mismo Cristo recibido cada vez en la Sagrada Eucaristía, al no obrar la misericordia, tal como lo exige el ser de Cristo y esa consecuencia son las palabras de Cristo pronunciadas por Cristo una sola vez, pero que resonarán en las almas de los condenados por la eternidad: “Apartaos, no os conozco, malvados”, una sentencia sentencia terrible, inapelable, dirigida a los malos cristianos, a los católicos superficiales, a los católicos que piensan que con oraciones mal hechas con corazones endurecidos Dios les debe el Cielo y más y que así y todo continúan viviendo con el hombre viejo, viviendo una vida falsamente cristiana, una vida falsamente en Cristo, sin dejar que sea Cristo quien viva en ellos.

“Apartaos, no os conozco, malvados”. Estas terribles palabras y severas advertencias valen también para todos y cada uno de nosotros. No pensemos que están dirigidas al prójimo que tenemos al lado. Están dirigidas, o pueden estar dirigidas, a nosotros, si nos comportamos como cristianos, como católicos, superficiales. Ni el laico, por asistir a misa, ni el sacerdote, por celebrar misa, tienen la salvación asegurada. Se pueden cumplir externamente a la perfección los oficios litúrgicos, se puede asistir y celebrar misa todos los días de la vida, pero si no nos configuramos a Cristo por la gracia y la misericordia, si no nos esforzamos por vivir la vida en Cristo y en su Espíritu de caridad, no poseemos su imagen en nosotros, y nos hacemos malvados, porque no hay otra opción: “Quien no está conmigo, está contra Mí”. Y de esa forma, nos hacemos merecedores del desprecio de nuestro Señor: “Apartaos, malvados, no os conozco”. Si no obramos la misericordia, Cristo no nos reconocerá, aun habiéndonos alimentado de su carne embebida en el Espíritu.

A esto se le contrapone aquel que, consciente de su nuevo ser en Cristo, de su pertenencia real a Él por el bautismo, obra como miembro suyo, como otro Cristo, animado por su Espíritu. Ése tal, podrá escuchar de Cristo: “Venid, benditos de mi Padre, entrad en la herencia eterna”.

 



[1] Cfr. Thomas Merton, El hombre nuevo, Editorial Hastinapura, Buenos Aires 1984, 115.

[2] Cfr. Merton, ibidem, 115.

[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, ...

[4] Cfr. Merton, ibidem, 116.

[5] Cfr. Merton, ibidem, 117.


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