(Domingo XXI –
TO - Ciclo C – 2025)
“…hemos comido y bebido contigo… Apartaos, no os
conozco, malvados” (Lc 13, 22-30). En el Día del Juicio Final, muchos cristianos
se llevarán una amarga sorpresa: serán rechazados por Nuestro Señor Jesucristo
y este rechazo les valdrá la eterna condenación en el Infierno. Esto se deduce
del breve diálogo entablado entre algunos cristianos -malos cristianos,
cristianos superficiales, cristianos solo de nombre- y Nuestro Señor
Jesucristo: “Hemos comido y bebido contigo… Apartaos, no os conozco, malvados”.
El hecho de que digan “hemos comido y bebido contigo” indica que son cristianos,
católicos, y de misa diaria o, al menos, de misa frecuente, de comunión
frecuente, porque eso quiere decir “comer y beber”: se refiere al Cuerpo y la
Sangre de Cristo, es decir, a la Sagrada Eucaristía, por eso, se trata de
católicos de misa diaria o al menos de misa frecuente. Esto indica que Nuestro
Señor no se dirige a los paganos, es decir, a los que pertenecen a otras
religiones; se dirige a los discípulos, a los cristianos, a los católicos, a
los que han tenido el privilegio inmerecido de compartir con Él la Sagrada
Mesa, el Sagrado Banquete Pascual, la Santa Misa; se dirige a quienes han
comido y bebido con Él –“Estoy a las puertas y llamo, si alguien abre, entraré
y cenaré con él y él conmigo”-. Es muy importante tener presente a estos
interlocutores, por la dureza de las palabras de Jesús: “Apartaos, no os
conozco, malvados”, porque se supone que, siendo cristianos, siendo discípulos
de Cristo, habiendo compartido el Banquete Pascual, habiendo comulgado tantas
veces, habiendo recibido tantas veces la Sagrada Eucaristía, es más que
impensable que alguien vaya a ser rechazado por Nuestro Señor Jesucristo y
mucho menos todavía, ser tratado de “malvado” y, sin embargo, esto es lo que va
a suceder con muchos católicos en el Día del Juicio Final, si es que dichos
católicos no rectifican su mala conducta, su mal cristianismo, su catolicismo
tibio y malvado.
Porque nos ama, Jesús nos advierte, con tiempo, y
en el tiempo, antes de que se acabe el tiempo y dé inicio la eternidad, de que debemos
corregir el rumbo; nos advierte de no todo aquel que haya comido y bebido con
Él, entrará en el Reino de los cielos. En tiempos de Jesús, existía la creencia
errónea y generalizada de que por el solo hecho de pertenecer al Pueblo
Elegido, se obtenía la salvación de manera automática, sin importar las obras
realizadas y ese mismo error se repite entre el Nuevo Pueblo Elegido, los
bautizados en la Iglesia Católica. Hoy en día los católicos viven en un limbo,
en un estado de letargo mortal, sin importarles el destino eterno de sus almas,
como si el solo hecho de estar bautizados ya les garantizara el Reino de los
cielos -eso si a alguno les importa el Reino de los cielos, porque a la mayoría
ni siquiera eso les importa-. Pero las palabras de Nuestro Señor Jesucristo son
atemporales, atraviesan el tiempo y el espacio, abarcan toda la historia
humana, desde el inicio hasta el fin, desde el Génesis hasta el Apocalipsis y
por eso mismo son válidas tanto para Adán y Eva como para el último hombre
nacido en el último día de la historia humana: ningún hombre se salvará por
haber comido y bebido con Él, sino por haber entrado en el Reino de los Cielos
por la “puerta estrecha”: “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha” y la “puerta
estrecha” no es otra que la Santa Cruz del Calvario, la Cruz del Viernes Santo.
La
puerta estrecha es la cruz y la cruz es la negación de sí, de las pasiones, del
propio orgullo y de la propia vanidad; es la configuración con Cristo
crucificado, por la gracia y por las obras de misericordia; es dejar de ser uno
mismo para que Cristo crezca en mí.
Sólo
quien, en el Día del Juicio Final, sea una imagen viviente de Cristo, será
reconocido por Cristo; por el contrario, quienes obraron el mal, quienes no se
configuraron a Cristo, quienes no se dejaron moldear por la gracia, no se
parecerán en nada a Cristo, sino que serán una imagen viva del Anticristo, una
imagen maligna del Anticristo, de ahí la expresión de Cristo: “No os conozco,
apartaos, malvados”. Esto les dirá a los malos cristianos, a los cristianos
que, aun sabiendo que debían obrar el bien, que debían obrar la misericordia,
obraron sin embargo el mal, o bien se abstuvieron de obrar el bien que podrían
haber obrado, comportándose de forma tibia, mereciendo ser vomitados de la boca
del Señor, según sus propias palabras en el Apocalipsis: “Ojalá fueras frío o
caliente, pero porque eres tibio, te vomitaré de mi boca”.
La exigencia
de Jesucristo para sus discípulos de “pasar por la puerta estrecha” va mucho
más allá de un simple voluntarismo o un cambio de costumbres: implica un
misterio sobrenatural, que es la configuración y la participación al misterio
de la muerte y resurrección de Cristo, implica poseer en el alma la vida de
Cristo, la vida del Hijo de Dios, además de la vida propia.
El cristianismo es algo infinitamente más
grande que un simple sistema ético, y Cristo
es Alguien infinitamente más grande que un profeta o un gran maestro: es Dios
Hijo Encarnado, es el Hijo de Dios, el Segundo Adán, es la Cabeza y la Vida de
toda la raza humana hecha de nuevo y, como tal, es el principio del que mana para
nuestras almas toda la fuerza y la luz divina que nos dona la semejanza divina
y nos hace hijos de Dios, capaces de conocer y de amar a Dios a la luz de la
contemplación y de glorificarlo mediante la perfecta caridad hacia los demás
hombres[1].
Por esta razón es que la exigencia de Jesucristo no significa un cambio
exterior de conducta, sino que se funda en una nueva vida, la vida de la
gracia, que es la participación en la vida misma del Hijo de Dios y del mismo Dios
Trino.
La vida cristiana no es solo una enseñanza de
Jesús: es una creación de Jesús en nuestras almas por la acción de Su Espíritu.
Lo que Él nos exige, el sacrificio de la cruz, es decir, que nos configuremos
con Él en el sacrificio de la cruz, que eso es lo que significa la “puerta
estrecha”, es porque nuestra vida cristiana, nuestra vida en Cristo no se trata
de una simple cuestión de perfección moral, de una mera cuestión de buenas
costumbres; no se trata de simplemente ser buenos ciudadanos; no se trata de
una cuestión de una buena voluntad ética. Se trata de una realidad espiritual,
ontológica, sobrenatural, completamente nueva, concedida por la gracia
santificante que nos transmiten los sacramentos y que transforman completamente
nuestro ser interior[2]:
en otras palabras, la gracia santificante crea en nosotros un nuevo ser, nacido
de lo alto, el ser hijos adoptivos de Dios e inserta a este ser totalmente
nuevo, celestial, en germen, ya en esta tierra, en la vida íntima de Dios Uno y
Trino. De ahí que la “vida nueva” del cristiano no pueda ser otra que la “puerta
estrecha”, es decir, la configuración, la imitación, la copia viviente, de
Cristo Jesús. Y si no lo es, fracasa miserablemente en su nuevo ser cristiano,
siendo desconocido por Nuestro Señor en el Día del Juicio Final y siendo rechazado
por Él para la eternidad: “Apartaos, no os conozco, malvados”.
La
fuente de esta nueva vida sobrenatural, celestial y divina se encuentra, ontológicamente,
fuera y por encima de nosotros, en la Trinidad. Pero espiritualmente ambos, la
vida sobrenatural y Dios que nos la da se hallan en el centro de nuestro ser.
Dios, que está infinitamente por encima de nosotros, por la gracia, está
también dentro nuestro; la cumbre de nuestra vida espiritual y física está
inmersa en Su propia actualidad. Si nosotros sólo somos verdaderamente reales
en Él es porque Él comparte Su realidad con nosotros y la hace propiamente
nuestra.
Si Jesús se dirige a sus discípulos, es decir, a
aquellos que han comido y bebido con Él, también entonces se dirige a nosotros,
que participamos del banquete eucarístico, que no solo comemos y bebemos con
Él, sino que comemos de su carne y
bebemos de su Espíritu en el que esta
carne eucarística está empapada[3].
La “vida en Cristo” consiste en participar de su
misterio de muerte y resurrección[4].
“Yo he venido para que tengan vida” (Jn 10, 10): la vida que vino a
traernos es Su propia vida como Hijo de Dios, la comunicación de Su propio
Espíritu como principio de nuestra vida y de la vida de nuestro espíritu; su
Espíritu sella en nosotros su Imagen, el cual se convierte en Alma de nuestra
alma, en fuente de una nueva vida, una nueva identidad y un nuevo modo de
acción[5].
Esto quiere decir que, a partir de Cristo, es decir, a partir de que recibimos los
Sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y sobre todo de la Eucaristía, ya
no podemos más seguir viviendo como nosotros mismos, con nuestra propia vida
natural, porque hemos recibido a Cristo Dios y al Espíritu de Dios que actúan
como principios de nuestra vida. Si el alma es el principio natural de la vida
del cuerpo, a partir de los Sacramentos, son los Sacramentos -principalmente la
Eucaristía- los que cumplen la función de ser Alma del alma, es decir, Principio
de vida, Principio vital del principio vital. Y como la Eucaristía es Cristo,
la Eucaristía es el Principio Vital que debe dar vida a mi vida, que debe “cristificar”
a mi vida, que debe hacer de mí “otro cristo”. Si no lo hace, la única
explicación posible es que soy yo el que pone la resistencia para que no lo
haga; soy yo el que, a través del “hombre viejo”, opongo resistencia para que Cristo
crezca en mí y yo vaya desapareciendo cada vez más hasta desaparecer del todo.
Hay una consecuencia, la cual veremos con
claridad en el Día del Juicio Final, si nos obstinamos día a día, por nuestro
orgullo y nuestra soberbia, en rechazar al Espíritu Santo recibido en el día
del Bautismo y en rechazar al mismo Cristo recibido cada vez en la Sagrada
Eucaristía, al no obrar la misericordia, tal como lo exige el ser de Cristo y
esa consecuencia son las palabras de Cristo pronunciadas por Cristo una sola
vez, pero que resonarán en las almas de los condenados por la eternidad: “Apartaos,
no os conozco, malvados”, una sentencia sentencia terrible, inapelable, dirigida
a los malos cristianos, a los católicos superficiales, a los católicos que
piensan que con oraciones mal hechas con corazones endurecidos Dios les debe el
Cielo y más y que así y todo continúan viviendo con el hombre viejo, viviendo
una vida falsamente cristiana, una vida falsamente en Cristo, sin dejar que sea
Cristo quien viva en ellos.
“Apartaos, no os conozco, malvados”. Estas terribles
palabras y severas advertencias valen también para todos y cada uno de
nosotros. No pensemos que están dirigidas al prójimo que tenemos al lado. Están
dirigidas, o pueden estar dirigidas, a nosotros, si nos comportamos como
cristianos, como católicos, superficiales. Ni el laico, por asistir a misa, ni
el sacerdote, por celebrar misa, tienen la salvación asegurada. Se pueden
cumplir externamente a la perfección los oficios litúrgicos, se puede asistir y
celebrar misa todos los días de la vida, pero si no nos configuramos a Cristo
por la gracia y la misericordia, si no nos esforzamos por vivir la vida en
Cristo y en su Espíritu de caridad, no poseemos su imagen en nosotros, y nos
hacemos malvados, porque no hay otra opción: “Quien no está conmigo, está
contra Mí”. Y de esa forma, nos hacemos merecedores del desprecio de nuestro
Señor: “Apartaos, malvados, no os
conozco”. Si no obramos la misericordia, Cristo no nos reconocerá, aun
habiéndonos alimentado de su carne embebida en el Espíritu.
A esto se le contrapone aquel que, consciente de su
nuevo ser en Cristo, de su pertenencia real a Él por el bautismo, obra como
miembro suyo, como otro Cristo, animado por su Espíritu. Ése tal, podrá
escuchar de Cristo: “Venid, benditos de mi Padre, entrad en la herencia
eterna”.
[1] Cfr. Thomas Merton, El hombre nuevo, Editorial Hastinapura,
Buenos Aires 1984, 115.
[2] Cfr. Merton, ibidem, 115.
[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben,
Los misterios del cristianismo,
Ediciones Herder, Barcelona 1964, ...
[4] Cfr. Merton, ibidem, 116.
[5] Cfr. Merton, ibidem, 117.
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