(Domingo XXX - TO - Ciclo C - 2025)
“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza
será humillado” (cfr. Lc 18, 9-14). En la parábola del fariseo
-que cree que él es justo, pero en realidad es injusto- y la del publicano -que
se considera pecador y que por esto recibe el perdón de Dios-, Jesús finaliza
con un elogio de la humildad y la condena de la soberbia: “El que se
humilla –el que sea humilde como el publicano- será ensalzado y el que se
ensalza –el que sea soberbio como el fariseo- será humillado”. La enseñanza de
la parábola sería, entonces, que debemos practicar la virtud de la humildad, al
tiempo que debemos evitar el pecado de soberbia. Sin embargo, hay algo más
profundo que el simple elogio de la virtud y el evidente rechazo del pecado.
La enseñanza de las virtudes
ha sido una constante a lo largo de la historia y esto antes y después de
Jesús, tanto por parte de autores, filósofos, ascetas, ermitaños, maestros de
religión, incluso paganos, los cuales hicieron elogio de las virtudes, entre
las primeras la humildad; por esto mismo, podríamos pensar que esta frase de
Jesús y este fragmento del Evangelio –“El que humilla será ensalzado y el que
se ensalza será humillado- no contienen ninguna novedad trascendental, nada que
no se haya dicho antes.
Sin embargo, si pensamos que
Jesús, con la parábola del fariseo y del publicano se limita a simplemente
alabar la humildad y condenar la soberbia, estaríamos reduciendo su enseñanza a
una simple lección de moral, con lo cual rebajaríamos de esta manera el
misterio de Jesús, de su Iglesia y de su misterio pascual al nivel de cualquier
otra religión.
Es verdad que Jesús alaba la humildad del publicano y
condena la soberbia del fariseo, pero detrás de esto, mucho más que una
enseñanza moral, se esconde un misterio sobrenatural, el misterio pascual de
Jesús, que es el misterio de la cruz, y es por este misterio por el cual las
realidades humanas, como la humildad, por ejemplo, adquieren otra dimensión,
otro significado: por el misterio de la cruz, la humildad se convierte de
simple virtud humana en manifestación de la divinidad del Hombre-Dios en la encarnación, en la Pasión, en la cruz,
en su Presencia gloriosa en el sacramento del altar.
En otras palabras, en Jesús,
la humildad es mucho más que una simple virtud: es la manifestación de la
divinidad a través de la Encarnación, a través de su Pasión, a través de la
Cruz.
Todo el misterio pascual de
Jesús se convierte así en una manifestación de su divinidad por medio de la
humildad: a través de su anonadamiento en la Encarnación, Jesús revela su
divinidad; al anonadarse y tomar la forma de un débil niño humano, sin dejar de
ser Dios omnipotente, Jesús se revela por medio de la humildad; por medio de la
humillación sufrida voluntariamente en su dolorosa Pasión, Jesús revela su
divinidad, apareciendo como el Gran Derrotado, cuando en realidad podía
aniquilar a sus enemigos con el aliento de su boca; Jesús revela su divinidad
al aparecer en la humildad de la gloria escondida del sacramento del altar,
como Pan de Vida eterna en medio de su Iglesia y no en el esplendor de su
gloria visible, tal como se encuentra en el Reino de los cielos.
Por la Encarnación y por el
misterio pascual de la cruz, Jesús da un nuevo significado a la humildad, un
valor y un que antes de la Encarnación de Dios Hijo la humildad no la poseía: por
ser una virtud vivida por el Hijo de Dios encarnado, la humildad se convierte, de
simple virtud humana, en la vía de la manifestación del Ser divino, a través
del misterio de la Pasión, de la Cruz y del Sacramento del Altar.
Antes del misterio de Jesucristo
crucificado, la virtud de la humildad era una virtud que ennoblecía y
engrandecía al alma que la practicaba, la poseía o al menos se esforzaba por practicarla;
pero a partir de Jesús, Quien se humilla y se anonada en su misterio pascual de
Muerte y Resurrección, la humildad se convierte en la vía de la manifestación
en la historia humana del ser divino y quien se une a Cristo por la gracia, se
une a esta manifestación particular de la divinidad bajo la forma de la
humildad. Ésta es la razón por la cual Jesús insiste en que se practique esta
virtud en particular: “Aprendan de Mí, que Soy manso y humilde corazón”, porque
la humildad es manifestación de la divinidad de la Trinidad, mientras que la
soberbia es manifestación del ser diabólico del ángel caído, Satanás, la Serpiente
Antigua.
“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza
será humillado”. Un cristiano que busca vivir la virtud de la humildad no se
limita a simplemente practicar una virtud, porque la práctica de la virtud también
la puede hacer y todavía mucho mejor que cualquier cristiano, un pagano: si un
católico, siguiendo el consejo de Jesucristo –“Aprendan de Mí, que Soy manso y
humilde de corazón”-, decide esforzarse por practicar la virtud de la humildad,
ayudado por la gracia santificante, combatiendo al mismo tiempo su propia
tendencia a la soberbia, lo que hace en realidad es imitar y prolongar, en el
tiempo y en el espacio, tanto la humildad de la Virgen Madre, que se humilla
llamándose y volviéndose esclava de Dios como así también imitar y prolongar,
al mismo tiempo, la humildad y la mansedumbre del Cordero, que siendo Dios
omnipotente y omnisciente, pasa por débil en la encarnación, apareciendo como
Niño en el Portal de Belén, como insano mental ante Herodes, quien lo trata
justamente como alguien que ha perdido la razón, como “gusano ante quien se da
vuelta la cabeza”, como dice el profeta Isaías y como un hombre fracasado y
abandonado por todos, menos por su Madre, en el Santo Sacrificio del Calvario.
Por el contrario, el cristiano que se deja llevar por la
soberbia, no sólo comete el pecado de soberbia, alejándose de modo radical de
la imitación de Cristo, sino que se asemeja al Gran Soberbio, Satán, y participando
de su rebelión en los cielos, prolonga en la tierra el grito demoníaco de la
Serpiente Antigua que le valió su expulsión de la Presencia de la Trinidad para
siempre: “Yo soy como Dios”.
“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza
será humillado”. Jesús no solo nos llama a practicar la virtud de la humildad,
sino que sus palabras iluminan nuestro camino hacia la eternidad: a partir de
Cristo, la humildad –o la ausencia de ella, la soberbia- determina el destino
eterno del alma: quien imite a Cristo en su humildad será exaltado en su gloria
con Él por toda la eternidad; quien acompañe al demonio en su soberbia, vivirá
para siempre en la humillación eterna, fuera de la humilde y grandiosa compañía
de Dios Uno y Trino.
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