martes, 21 de octubre de 2025

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”

 


(Domingo XXX - TO - Ciclo C - 2025)

            “El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (cfr. Lc 18, 9-14). En la parábola del fariseo -que cree que él es justo, pero en realidad es injusto- y la del publicano -que se considera pecador y que por esto recibe el perdón de Dios-, Jesús finaliza con un elogio de la humildad y la condena de la soberbia: “El que se humilla –el que sea humilde como el publicano- será ensalzado y el que se ensalza –el que sea soberbio como el fariseo- será humillado”. La enseñanza de la parábola sería, entonces, que debemos practicar la virtud de la humildad, al tiempo que debemos evitar el pecado de soberbia. Sin embargo, hay algo más profundo que el simple elogio de la virtud y el evidente rechazo del pecado.

          La enseñanza de las virtudes ha sido una constante a lo largo de la historia y esto antes y después de Jesús, tanto por parte de autores, filósofos, ascetas, ermitaños, maestros de religión, incluso paganos, los cuales hicieron elogio de las virtudes, entre las primeras la humildad; por esto mismo, podríamos pensar que esta frase de Jesús y este fragmento del Evangelio –“El que humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado- no contienen ninguna novedad trascendental, nada que no se haya dicho antes.

          Sin embargo, si pensamos que Jesús, con la parábola del fariseo y del publicano se limita a simplemente alabar la humildad y condenar la soberbia, estaríamos reduciendo su enseñanza a una simple lección de moral, con lo cual rebajaríamos de esta manera el misterio de Jesús, de su Iglesia y de su misterio pascual al nivel de cualquier otra religión.

          Es verdad que Jesús alaba la humildad del publicano y condena la soberbia del fariseo, pero detrás de esto, mucho más que una enseñanza moral, se esconde un misterio sobrenatural, el misterio pascual de Jesús, que es el misterio de la cruz, y es por este misterio por el cual las realidades humanas, como la humildad, por ejemplo, adquieren otra dimensión, otro significado: por el misterio de la cruz, la humildad se convierte de simple virtud humana en manifestación de la divinidad del Hombre-Dios en la encarnación, en la Pasión, en la cruz, en su Presencia gloriosa en el sacramento del altar.

          En otras palabras, en Jesús, la humildad es mucho más que una simple virtud: es la manifestación de la divinidad a través de la Encarnación, a través de su Pasión, a través de la Cruz.

          Todo el misterio pascual de Jesús se convierte así en una manifestación de su divinidad por medio de la humildad: a través de su anonadamiento en la Encarnación, Jesús revela su divinidad; al anonadarse y tomar la forma de un débil niño humano, sin dejar de ser Dios omnipotente, Jesús se revela por medio de la humildad; por medio de la humillación sufrida voluntariamente en su dolorosa Pasión, Jesús revela su divinidad, apareciendo como el Gran Derrotado, cuando en realidad podía aniquilar a sus enemigos con el aliento de su boca; Jesús revela su divinidad al aparecer en la humildad de la gloria escondida del sacramento del altar, como Pan de Vida eterna en medio de su Iglesia y no en el esplendor de su gloria visible, tal como se encuentra en el Reino de los cielos.

          Por la Encarnación y por el misterio pascual de la cruz, Jesús da un nuevo significado a la humildad, un valor y un que antes de la Encarnación de Dios Hijo la humildad no la poseía: por ser una virtud vivida por el Hijo de Dios encarnado, la humildad se convierte, de simple virtud humana, en la vía de la manifestación del Ser divino, a través del misterio de la Pasión, de la Cruz y del Sacramento del Altar.

          Antes del misterio de Jesucristo crucificado, la virtud de la humildad era una virtud que ennoblecía y engrandecía al alma que la practicaba, la poseía o al menos se esforzaba por practicarla; pero a partir de Jesús, Quien se humilla y se anonada en su misterio pascual de Muerte y Resurrección, la humildad se convierte en la vía de la manifestación en la historia humana del ser divino y quien se une a Cristo por la gracia, se une a esta manifestación particular de la divinidad bajo la forma de la humildad. Ésta es la razón por la cual Jesús insiste en que se practique esta virtud en particular: “Aprendan de Mí, que Soy manso y humilde corazón”, porque la humildad es manifestación de la divinidad de la Trinidad, mientras que la soberbia es manifestación del ser diabólico del ángel caído, Satanás, la Serpiente Antigua.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. Un cristiano que busca vivir la virtud de la humildad no se limita a simplemente practicar una virtud, porque la práctica de la virtud también la puede hacer y todavía mucho mejor que cualquier cristiano, un pagano: si un católico, siguiendo el consejo de Jesucristo –“Aprendan de Mí, que Soy manso y humilde de corazón”-, decide esforzarse por practicar la virtud de la humildad, ayudado por la gracia santificante, combatiendo al mismo tiempo su propia tendencia a la soberbia, lo que hace en realidad es imitar y prolongar, en el tiempo y en el espacio, tanto la humildad de la Virgen Madre, que se humilla llamándose y volviéndose esclava de Dios como así también imitar y prolongar, al mismo tiempo, la humildad y la mansedumbre del Cordero, que siendo Dios omnipotente y omnisciente, pasa por débil en la encarnación, apareciendo como Niño en el Portal de Belén, como insano mental ante Herodes, quien lo trata justamente como alguien que ha perdido la razón, como “gusano ante quien se da vuelta la cabeza”, como dice el profeta Isaías y como un hombre fracasado y abandonado por todos, menos por su Madre, en el Santo Sacrificio del Calvario.

Por el contrario, el cristiano que se deja llevar por la soberbia, no sólo comete el pecado de soberbia, alejándose de modo radical de la imitación de Cristo, sino que se asemeja al Gran Soberbio, Satán, y participando de su rebelión en los cielos, prolonga en la tierra el grito demoníaco de la Serpiente Antigua que le valió su expulsión de la Presencia de la Trinidad para siempre: “Yo soy como Dios”.

“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”. Jesús no solo nos llama a practicar la virtud de la humildad, sino que sus palabras iluminan nuestro camino hacia la eternidad: a partir de Cristo, la humildad –o la ausencia de ella, la soberbia- determina el destino eterno del alma: quien imite a Cristo en su humildad será exaltado en su gloria con Él por toda la eternidad; quien acompañe al demonio en su soberbia, vivirá para siempre en la humillación eterna, fuera de la humilde y grandiosa compañía de Dios Uno y Trino.


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