(Ciclo C - 2025)
         En este día la iglesia está de fiesta y
se alegra porque muchos de aquellos que forman parte de Ella, están en el
Cielo: son Todos los Santos, es decir, son todos aquellos niños, hombres,
mujeres, de todos los tiempos, de todos los países de la tierra, que recibieron
el Bautismo, formaron parte de la Iglesia Militante y hoy forman parte de la
Iglesia Triunfante, la Iglesia que adora al Cordero de Dios, en compañía de la
Virgen y de los ángeles de Dios, para toda la eternidad. Y como una muestra de
su alegría y de su gratitud porque sus hijos están en el Cielo, en la feliz
eternidad, para siempre, la Iglesia ofrece a la Santísima Trinidad un regalo de
valor infinito, el regalo que es el Cordero de Dios, la Sagrada Eucaristía, y
se lo ofrenda por medio de la Santa Misa, que es la renovación incruenta y
sacramental del Santo Sacrificio de Jesús en la Cruz.
         Los Santos son nuestros hermanos en
Cristo -todos somos hermanos en Cristo cuando recibimos el Bautismo- que ya
están en el Cielo, disfrutando y alegrándose para siempre, con una alegría
infinita y eterna junto a la Virgen y a los ángeles, adorando al Cordero de
Dios y a la Santísima Trinidad y es esto lo que la Iglesia celebra y es esto
por lo que la Iglesia festeja, pero es también a esta fiesta de los Cielos a la
que nos recuerda que estamos llamados también nosotros, como dice Jesús en el
Evangelio: “Bienaventurados los invitados al Banquete celestial”. La Iglesia
nos recuerda que también nosotros estamos invitados por Dios Padre a asistir a
las Bodas del Cordero, al Banquete del Reino de Dios, para que nos preparemos
aquí en la tierra y así, en el momento de partir de este mundo al otro, seamos
dignos de entrar en el Salón de Fiestas del Cordero.
         Por esto es que nos tenemos que
preguntar: ¿qué es lo que hicieron Todos los Santos para ser santos y para
merecer estar en el Cielo ahora y para siempre, en la alegría del Reino de
Dios?
         Lo primero a tener en cuenta es que
jamás vamos a entrar en el Reino de los Cielos con nuestras fuerzas solamente,
porque nuestras fuerzas humanas son completamente insuficientes para llevarnos
al Cielo. Para ir al Cielo, necesitamos indispensablemente de la gracia
santificante que nos conceden los Sacramentos de la Iglesia Católica, en
especial el Sacramento de la Penitencia y el Sacramento de la Eucaristía. Esto
quiere decir que, sin la gracia santificante, nadie puede entrar en el cielo, y
como los Santos querían estar con Jesús para siempre, evitaron siempre
cualquier clase de mal, para que estar siempre en gracia. Incluso algunos
prefirieron morir antes que perder la gracia santificante a causa de un pecado
mortal o venial deliberado y estos son los llamados “mártires”, quienes tienen
por Rey a Cristo, Rey de los Mártires. Pero el martirio cruento, el derramar la
sangre por Cristo, está reservada para unos pocos, para aquellos a quienes la
Trinidad ha elegido desde la eternidad; para la inmensa mayoría de los Santos,
la vía más común y ordinaria de alcanzar la santidad no consiste en derramar su
sangre de forma cruenta en persecuciones de regímenes comunistas, socialistas,
ateos, sionistas y anticristianos; para la inmensa mayoría de los Santos que
hoy viven en los Cielos, la santidad se consiguió aquí en la tierra por medio
del Sacramento de la Penitencia -la Madre Teresa de Calcuta se confesaba todos
los días-; obraban las obras de misericordia corporales y espirituales que nos
enseña la Iglesia y que estaban al alcance de sus posibilidades, como por
ejemplo, dar de comer al hambriento, de beber al sediento, orar por los
muertos, dar consejo al que lo necesita, etc.-. 
         Fue de esta manera como los Santos
ganaron su ingreso en el Reino de los Cielos: no solo evitando el mal, el
pecado, ya que el pecado es incompatible con la Presencia de Jesús en el
corazón, sino ante todo viviendo en estado de gracia santificante, confesándose
con frecuencia, comulgando con reverencia, con piedad, con amor, todas las
veces posibles, para fundir sus corazones con el Sagrado Corazón Eucarístico de
Jesús y además obrando la misericordia con sus hermanos más necesitados, sea en
lo material como en lo espiritual, porque en el prójimo necesitado está
Presente, misteriosamente, Jesús.
         Por último, nosotros no somos santos,
sino que somos pecadores, somos “nada más pecado”, como dicen los santos, y lo
seguiremos siendo hasta el último día de nuestra vida en la tierra; sólo se
puede llamar “santo” a quien ya se encuentra en la gloria de los Cielos
eternos, contemplando cara a cara al Cordero y a la Trinidad. Ahora bien, es
verdad que no somos santos, pero estamos llamados a serlo, estamos llamados,
como ellos, a ir al Cielo, estamos llamados a ser los habitantes del Cielo,
estamos invitados a las Bodas del Cordero, estamos invitados a la Fiesta Eterna
e infinita que es el Reino de Dios en la eternidad, pero no podremos ingresar a
ese Banquete celestial si en esta vida no imitamos a los Santos, por eso
debemos hacer el propósito de cargar la Cruz de cada día, de negarnos a
nosotros mismos, de vivir en estado de gracia acudiendo al Sacramento de la
Penitencia, de recibir a Jesús Eucaristía con amor en el corazón y de obrar la
misericordia para con el prójimo. Sólo así, solo de esta manera, escucharemos
de boca de Jesús aquello que será nuestro pase para la feliz eternidad: “Venid,
benditos de mi Padre, al Reino preparado para vosotros” (cfr. Mt 25, 34). 
 

 
 
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