(Domingo XXVIII - TO - Ciclo C - 2025)
“¿Ninguno
volvió a dar gracias a Dios?” (cfr. Lc
17, 11-19). Jesús cura milagrosamente a diez leprosos, pero solo uno de ellos
se muestra agradecido para con Jesús y vuelve para darle gracias, postrándose
ante su Presencia, significando con esto que reconoce a Dios hecho hombre en
Jesús de Nazareth. Sin embargo, los otros nueve leprosos, que han recibido el mismo
milagro de curación, mostrando una total y completa ingratitud e indiferencia para
con Jesús y el don recibido, continúan su marcha como si nada hubiera pasado,
sin siquiera pasárseles por la mente el dar gracias a Jesús. Esta muestra de
ingratitud es la que motiva la pregunta indignada de Jesús: “¿Ninguno volvió a
dar gracias a Dios?”.
Ahora bien, podríamos preguntarnos si esta escena se puede
aplicar a todos los cristianos y la respuesta parecería ser que no, porque no
todos han recibido milagros de curaciones de enfermedades tan graves como la
lepra; por esto mismo, se justificaría entonces el hecho de que no se encuentran
justificativos para agradecer a Jesús: si no he recibido una curación de una
enfermedad grave, si no he recibido la solución a un problema urgente, si no se
me ha concedido lo que a mí me parecía un asunto serio, entonces, no tengo
motivos para dar gracias a Dios. De hecho, la inmensa mayoría de los cristianos
se comportan de esta manera, que es desagradecida, por pensar de esta forma. Incluso
hay quienes se ofenden con Dios porque no les concede lo que piden. Entonces, así
podemos decir que esta escena no se aplica a los cristianos que no han recibido
milagros portentosos y por lo tanto, no tienen por qué mostrarse agradecidos
para con Dios.
Sin embargo, si consideramos las cosas de otra manera,
podemos decir que la escena aplica para todos los cristianos y la razón es que
la lepra, bíblicamente, es figura del pecado y en este sentido, todos los
cristianos, comenzando por el bautismo, hemos recibido un milagro infinitamente
más grandioso que el ser curados de una enfermedad grave y es la remisión del
pecado original; además, por el sacramento de la confesión, recibimos el perdón
de los pecados que se pudieran cometer luego del bautismo y es por esto que sí
se puede decir que este pasaje del evangelio se aplica, al menos
figurativamente, a todos los cristianos, aun cuando no se haya recibido la
curación de una enfermedad grave y crónica como la lepra, o la solución a algún
problema grave.
Entonces, si consideramos a la lepra como figura del pecado,
la escena de la curación de los leprosos por parte de Jesús sí puede aplicarse
a todos los cristianos católicos, a todos los que han recibido el perdón del
pecado original en el momento del Bautismo sacramental y a todos los que han
recibido luego sucesivamente el perdón de sus pecados a través del Sacramento
de la Confesión; por lo tanto, todos los católicos, sin excepción, debemos
postrarnos en acción de gracias eterna al Hombre-Dios Jesucristo, porque este
perdón de nuestros pecados nos ha sido concedido por su infinita misericordia y
por su dolorosa Pasión en el Calvario. Entonces, ya sea por el Bautismo o por
la Confesión sacramental, por haber sido curados de esa lepra espiritual que es
el pecado, todos los católicos debemos dar gracias a Jesucristo y en este
sentido, el extranjero que es curado y que regresa para dar gracias a Jesús,
debe -o al menos, debería- ser figura de todo católico.
Pero además de esto, hay algo más que debemos preguntarnos,
¿el perdón de los pecados es el único motivo para dar gracias a Dios? Es verdad
que Jesucristo, con su Sangre derramada en la Cruz y que se vierte sobre las
almas a través de los sacramentos, nos perdona los pecados y que ya por ese
solo motivo, debemos postrarnos en eterna acción de gracias al Cordero de Dios.
Pero hay también otros motivos para dar gracias a Jesucristo.
Por su sacrificio en cruz, Jesucristo mereció para el hombre
la remisión del pecado -es lo que se nos concede a través de los sacramentos-,
pero también el don de la gracia santificante, gracia por la cual, se nos hace
partícipes de la vida divina trinitaria, lo cual significa que, teniendo en
nuestras almas la vida de Dios, esta vida divina, que no es nuestra vida humana
sino la vida de la Trinidad, al ser la vida perfectísima de Dios Uno y Trino,
es una vida que no solo vence a la muerte terrena de una vez y para siempre,
sino que además nos obtiene algo que antes de Jesús no teníamos y es el don de
la vida eterna, el don de la vida divina trinitaria, la vida misma de la Santísima
Trinidad en nuestros corazones y con esto nos consigue la gracia el título o la
capacidad, digamos así, de adorar y alabar al Cordero de Dios y a la Trinidad
en el Reino de los cielos[1]
como hijos de Dios.
Cristo, con su sacrificio expiatorio en la cruz, ha quitado
la maldición de la culpa que pesaba sobre la humanidad[2]
y este es un enorme motivo para dar gracias a Dios eternamente; pero el
sacrificio de Cristo en el Calvario y en el Ara del altar, no solo tiene un
carácter expiatorio, sino que también está el carácter latréutico, de adoración,
y Cristo, Dios Hijo, nos asocia a su adoración, y para hacernos capaces de
adorar al Padre con su misma adoración de Dios Hijo, nos concede la gracia de
ser hijos de Dios, nos concede la filiación divina.
Al hacer la ofrenda sacrosanta de su Cuerpo y de su Sangre
al Padre, en el Amor del Espíritu Santo, Cristo ofrece a la Trinidad una adoración
y alabanza de gloria infinita, tan infinita, grandiosa y majestuosa, como no
podrían jamás ofrecer la adoración y la alabanza de todos los ángeles y santos
del cielo de todos los tiempos, y lo más asombroso de todo es que, es a esta
adoración eterna a la cual Cristo nos asocia, no externamente, sino desde
dentro, por la gracia, uniéndonos con su Espíritu a Él mismo, haciéndonos ser
parte de su ser y elevando toda nuestra existencia y nuestro ser como
holocausto que arde por la eternidad, junto a Él, junto al Cordero, para
siempre, delante del altar de
Aquí se encuentra entonces el motivo principal por el cual,
imitando al leproso del Evangelio, debemos postrarnos eternamente en acción de
gracias a Jesucristo: porque Él nos asocia a su sacrificio latréutico, nos asocia
a su sacrificio de adoración y no como simples creaturas, sino como verdaderos
hijos de Dios, como “hijos en el Hijo”, porque nos concede su misma filiación divina,
la misma filiación divina con la cual Él es Hijo de Dios por la eternidad.
El motivo
principal de acción de gracias es haber sido hechos hijos de Dios por el
sacrificio de Cristo en la cruz y el ser asociados con Él y en Él a su
sacrificio de expiación y de adoración.
De todo esto vemos entonces, que así como el leproso del
evangelio da gracias a Cristo, postrándose delante de Él, por haberlo curado de
su enfermedad, así los bautizados deben dar gracias a Cristo, Cordero de Dios,
postrándose delante de Él, que se hace Presente en el altar sacramentalmente,
como Pan y Vino, no sólo por haber recibido la cura de la lepra espiritual que
es el don del perdón de los pecados, sino también por haber recibido el don de
la filiación divina, que los convierte en hijos de Dios en el Hijo, con la
misma filiación divina y eterna del Hijo y nos asocia a su sacrificio de expiación
y de adoración.
Frente a Cristo, Hombre-Dios, que viene a nosotros como
Cordero de Dios oculto en el Pan, nos postramos delante del altar, como Iglesia
vivificada y guiada por el Espíritu, y con Él y en Él elevamos nuestra acción
de gracias y de adoración a Dios Trino por su infinita misericordia.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo,
Ediciones Herder, Barcelona 1964, 467.
[2] Cfr.
Scheeben, ibidem, 467.
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