viernes, 10 de octubre de 2025

“¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios?”


 

(Domingo XXVIII - TO - Ciclo C - 2025)

         “¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios?” (cfr. Lc 17, 11-19). Jesús cura milagrosamente a diez leprosos, pero solo uno de ellos se muestra agradecido para con Jesús y vuelve para darle gracias, postrándose ante su Presencia, significando con esto que reconoce a Dios hecho hombre en Jesús de Nazareth. Sin embargo, los otros nueve leprosos, que han recibido el mismo milagro de curación, mostrando una total y completa ingratitud e indiferencia para con Jesús y el don recibido, continúan su marcha como si nada hubiera pasado, sin siquiera pasárseles por la mente el dar gracias a Jesús. Esta muestra de ingratitud es la que motiva la pregunta indignada de Jesús: “¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios?”.

         Ahora bien, podríamos preguntarnos si esta escena se puede aplicar a todos los cristianos y la respuesta parecería ser que no, porque no todos han recibido milagros de curaciones de enfermedades tan graves como la lepra; por esto mismo, se justificaría entonces el hecho de que no se encuentran justificativos para agradecer a Jesús: si no he recibido una curación de una enfermedad grave, si no he recibido la solución a un problema urgente, si no se me ha concedido lo que a mí me parecía un asunto serio, entonces, no tengo motivos para dar gracias a Dios. De hecho, la inmensa mayoría de los cristianos se comportan de esta manera, que es desagradecida, por pensar de esta forma. Incluso hay quienes se ofenden con Dios porque no les concede lo que piden. Entonces, así podemos decir que esta escena no se aplica a los cristianos que no han recibido milagros portentosos y por lo tanto, no tienen por qué mostrarse agradecidos para con Dios.

         Sin embargo, si consideramos las cosas de otra manera, podemos decir que la escena aplica para todos los cristianos y la razón es que la lepra, bíblicamente, es figura del pecado y en este sentido, todos los cristianos, comenzando por el bautismo, hemos recibido un milagro infinitamente más grandioso que el ser curados de una enfermedad grave y es la remisión del pecado original; además, por el sacramento de la confesión, recibimos el perdón de los pecados que se pudieran cometer luego del bautismo y es por esto que sí se puede decir que este pasaje del evangelio se aplica, al menos figurativamente, a todos los cristianos, aun cuando no se haya recibido la curación de una enfermedad grave y crónica como la lepra, o la solución a algún problema grave.

         Entonces, si consideramos a la lepra como figura del pecado, la escena de la curación de los leprosos por parte de Jesús sí puede aplicarse a todos los cristianos católicos, a todos los que han recibido el perdón del pecado original en el momento del Bautismo sacramental y a todos los que han recibido luego sucesivamente el perdón de sus pecados a través del Sacramento de la Confesión; por lo tanto, todos los católicos, sin excepción, debemos postrarnos en acción de gracias eterna al Hombre-Dios Jesucristo, porque este perdón de nuestros pecados nos ha sido concedido por su infinita misericordia y por su dolorosa Pasión en el Calvario. Entonces, ya sea por el Bautismo o por la Confesión sacramental, por haber sido curados de esa lepra espiritual que es el pecado, todos los católicos debemos dar gracias a Jesucristo y en este sentido, el extranjero que es curado y que regresa para dar gracias a Jesús, debe -o al menos, debería- ser figura de todo católico.

         Pero además de esto, hay algo más que debemos preguntarnos, ¿el perdón de los pecados es el único motivo para dar gracias a Dios? Es verdad que Jesucristo, con su Sangre derramada en la Cruz y que se vierte sobre las almas a través de los sacramentos, nos perdona los pecados y que ya por ese solo motivo, debemos postrarnos en eterna acción de gracias al Cordero de Dios. Pero hay también otros motivos para dar gracias a Jesucristo.

         Por su sacrificio en cruz, Jesucristo mereció para el hombre la remisión del pecado -es lo que se nos concede a través de los sacramentos-, pero también el don de la gracia santificante, gracia por la cual, se nos hace partícipes de la vida divina trinitaria, lo cual significa que, teniendo en nuestras almas la vida de Dios, esta vida divina, que no es nuestra vida humana sino la vida de la Trinidad, al ser la vida perfectísima de Dios Uno y Trino, es una vida que no solo vence a la muerte terrena de una vez y para siempre, sino que además nos obtiene algo que antes de Jesús no teníamos y es el don de la vida eterna, el don de la vida divina trinitaria, la vida misma de la Santísima Trinidad en nuestros corazones y con esto nos consigue la gracia el título o la capacidad, digamos así, de adorar y alabar al Cordero de Dios y a la Trinidad en el Reino de los cielos[1] como hijos de Dios.

         Cristo, con su sacrificio expiatorio en la cruz, ha quitado la maldición de la culpa que pesaba sobre la humanidad[2] y este es un enorme motivo para dar gracias a Dios eternamente; pero el sacrificio de Cristo en el Calvario y en el Ara del altar, no solo tiene un carácter expiatorio, sino que también está el carácter latréutico, de adoración, y Cristo, Dios Hijo, nos asocia a su adoración, y para hacernos capaces de adorar al Padre con su misma adoración de Dios Hijo, nos concede la gracia de ser hijos de Dios, nos concede la filiación divina.

         Al hacer la ofrenda sacrosanta de su Cuerpo y de su Sangre al Padre, en el Amor del Espíritu Santo, Cristo ofrece a la Trinidad una adoración y alabanza de gloria infinita, tan infinita, grandiosa y majestuosa, como no podrían jamás ofrecer la adoración y la alabanza de todos los ángeles y santos del cielo de todos los tiempos, y lo más asombroso de todo es que, es a esta adoración eterna a la cual Cristo nos asocia, no externamente, sino desde dentro, por la gracia, uniéndonos con su Espíritu a Él mismo, haciéndonos ser parte de su ser y elevando toda nuestra existencia y nuestro ser como holocausto que arde por la eternidad, junto a Él, junto al Cordero, para siempre, delante del altar de la Trinidad en los cielos.

         Aquí se encuentra entonces el motivo principal por el cual, imitando al leproso del Evangelio, debemos postrarnos eternamente en acción de gracias a Jesucristo: porque Él nos asocia a su sacrificio latréutico, nos asocia a su sacrificio de adoración y no como simples creaturas, sino como verdaderos hijos de Dios, como “hijos en el Hijo”, porque nos concede su misma filiación divina, la misma filiación divina con la cual Él es Hijo de Dios por la eternidad.

El motivo principal de acción de gracias es haber sido hechos hijos de Dios por el sacrificio de Cristo en la cruz y el ser asociados con Él y en Él a su sacrificio de expiación y de adoración.

         De todo esto vemos entonces, que así como el leproso del evangelio da gracias a Cristo, postrándose delante de Él, por haberlo curado de su enfermedad, así los bautizados deben dar gracias a Cristo, Cordero de Dios, postrándose delante de Él, que se hace Presente en el altar sacramentalmente, como Pan y Vino, no sólo por haber recibido la cura de la lepra espiritual que es el don del perdón de los pecados, sino también por haber recibido el don de la filiación divina, que los convierte en hijos de Dios en el Hijo, con la misma filiación divina y eterna del Hijo y nos asocia a su sacrificio de expiación y de adoración.

         Frente a Cristo, Hombre-Dios, que viene a nosotros como Cordero de Dios oculto en el Pan, nos postramos delante del altar, como Iglesia vivificada y guiada por el Espíritu, y con Él y en Él elevamos nuestra acción de gracias y de adoración a Dios Trino por su infinita misericordia.

 



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 467.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 467.


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