miércoles, 5 de noviembre de 2025

“No conviertan en un mercado la Casa de mi Padre”


 

(Domingo XXII - TO - Ciclo C – 2025)

         No conviertan en un mercado la Casa de mi Padre” (cfr. Lc 19, 45-48). El Evangelio nos relata que Jesús, acercándose la Pascua de los judíos, Jesús sube a Jerusalén e ingresa en el Templo. Una vez dentro del Templo, contempla con indignación cómo el Templo ha sido convertido en una sucursal del mercado de la plaza, puesto que hay vendedores de bueyes, ovejas y palomas, además de cambistas de monedas; colmada la medida de la indignación de Jesús, hace un látigo de cuerdas y con violencia expulsa a los mercaderes del templo, acusándolos de haber convertido “la Casa de su Padre”, en “un mercado”, aunque en otro Evangelio paralelo dice “cueva de ladrones”. Contrariamente a lo que haría un pacifista a ultranza, Jesús hace un “azote de cordeles” y “echa a los mercaderes del Templo”, incluidos los animales, los bueyes y las ovejas; a los cambistas les tira por el suelo sus mesas de cambio junto con sus monedas y a los que venden palomas y a todos les dice, con una indignación que resuena en el Cielo, en la tierra y en el Abismo: “No conviertan en un mercado la Casa de mi Padre”.

De esta acción de Jesús debemos sacar dos enseñanzas, referidas al templo material, la parroquia en la que nos reunimos para celebrar la acción más sagrada, la Santa Misa y todos los otros sacramentos, pero también referidas a nuestro cuerpo, porque nuestro cuerpo es también templo y templo del Espíritu Santo, como nos enseñan las Escrituras y el Magisterio de la Iglesia: “Vuestro cuerpo es Templo del Espíritu Santo” y esto a partir del Bautismo Sacramental.

Hay quienes critican la reacción de Jesús calificándola de “violenta” y “contradictoria” con su mensaje de paz y de amor universal, pero eso es un error, porque el derecho de Dios de ser respetado y honrado por encima de todas las cosas, es superior al pacifismo a ultranza y esto es algo de sentido de común. Es como si un padre de familia, con tal de mantener la paz con un determinado sujeto que es su enemigo, permitiera que ese enemigo invadiera y destruyera su casa, con tal de mantener la paz con su enemigo. La paz familiar no está por encima del respeto y la seguridad de los integrantes de la familia. Si esto se justifica a nivel de simples mortales, mucho más en lo relativo a Dios, Jesús tiene no solo el derecho, sino el deber, en cuanto Hijo de Dios, de sacar a rebencazos y latigazos a quienes profanan la Casa de su Padre, el Templo, dedicado pura y exclusivamente a la oración y no al comercio. Jesús es Dios, es el Hijo de Dios y es por eso que defiende con celo divino el derecho de Dios Padre de que su Casa, su Templo, sea utilizado con el fin para el que fue construido: la oración, la adoración, la acción de gracias, la petición. La acción de Jesús va dirigida no solo a los mercaderes, sino principalmente a los sacerdotes y escribas porque ellos, siendo los principales responsables del Templo, eran los que, con su indolencia, indiferencia e incluso complicidad, habían permitido que los mercaderes se apoderaran del Templo y lo convirtieran en un mercado, en donde se vendían animales y se intercambiaban mercaderías y dinero. Al expulsarlos, Jesús devuelve, al Templo, su función única y original, que es la de ser “Casa de oración” y al mismo tiempo dirige su indignación y su reproche hacia los sacerdotes y escribas que han incumplido o cumplido mal su función.

Debemos tener muy presente esta acción de Jesús en relación al Templo material, porque lo mismo, exactamente lo mismo que hace con el Templo material, lo hace con el templo que es nuestro cuerpo, porque si el Templo material es propiedad de Dios Padre, el templo que es nuestro cuerpo es propiedad de Dios Espíritu Santo a partir del Bautismo Sacramental, tal como nos enseña la Santa Iglesia Católica en la Sagrada Escritura, en los Santos Padres y en el Magisterio: “Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo”. Y si nuestro cuerpo es propiedad del Espíritu Santo, eso significa que es templo santo y si es templo santo no es casa profana, porque algo no puede ser dos cosas a la vez y al mismo tiempo: o se es una cosa o se es otra; o se es santo, o se es pagano; o se es puro, o se es impuro; o se es propiedad del Espíritu Santo, o se es propiedad del Demonio. No hay término intermedio.

Precisamente, lo que debemos ver en este Evangelio es que en esta escena está representada, en el Templo, el alma del cristiano, pero el alma con sus pasiones, sin el control, ni de la razón, ni de la gracia santificante. Por el Bautismo, el alma es convertida en Templo del Espíritu Santo, lo cual quiere decir que es embellecida como un Templo santo, en donde inhabita propiamente el Espíritu Santo y en donde el corazón se convierte en altar viviente para que allí sea adorado Jesús Eucaristía. Sin embargo, cuando el alma, por propia voluntad, elige la oscuridad del pecado en lugar de la luz de la gracia, en ese momento, el alma deja de ser Templo del Espíritu Santo, porque Este se retira del lugar en donde reina la inmundicia de la letrina y también lo hace Jesús Eucaristía, porque Jesús Eucaristía no comparte el altar del corazón en un corazón en donde se adoran ídolos demoníacos; cuando el alma elige el pecado, el cuerpo deja de cumplir su función de ser Templo del Espíritu Santo, para ser refugio de demonios, desde el momento en que no pueden convivir, en el alma, la santidad de Dios, con la malicia del pecado.

Y es aquí en donde se completa la simbología de la escena evangélica: si en el alma reina en el pecado, no está la gracia, sin la gracia, no está Dios y sin Dios, el alma se convierte en refugio de demonios y es dominada por las pasiones, que están simbolizadas estas por las bestias irracionales como los bueyes, las ovejas –lujuria- , por los cambistas de dinero –avaricia- y por los vendedores de mercancía –apego  a los bienes terrenales-.

No conviertan en un mercado la Casa de mi Padre”. Por el Bautismo sacramental y por la gracia santificante, nuestra alma es Casa del Padre y Templo del Espíritu Santo y nuestro corazón es altar de Jesús Eucaristía; no la convirtamos, por el pecado, ni en “mercado”, “cueva de ladrones” y mucho menos en refugio de demonios; para ello, hagamos el propósito de evitar el pecado y de vivir en gracia de Dios todos los días, hasta el último día.

 


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