(Domingo XXII - TO - Ciclo C – 2025)
“No
conviertan en un mercado la Casa de mi Padre” (cfr. Lc 19, 45-48). El Evangelio nos relata que Jesús, acercándose la
Pascua de los judíos, sube a Jerusalén e ingresa en el Templo. Una vez dentro contempla
con indignación cómo el Templo ha sido convertido en una sucursal del mercado
de la plaza, puesto que hay vendedores de bueyes, ovejas y palomas, además de
cambistas de monedas; colmada la medida de la indignación de Jesús, hace un
látigo de cuerdas y con violencia expulsa a los mercaderes del templo,
acusándolos de haber convertido “la Casa de su Padre”, en “un mercado”, aunque
en otro Evangelio paralelo dice “cueva de ladrones”. Contrariamente a lo que
haría un pacifista a ultranza, Jesús hace un “azote de cordeles” y “echa a los
mercaderes del Templo”, incluidos los animales, los bueyes y las ovejas; a los
cambistas les tira por el suelo sus mesas de cambio junto con sus monedas y a
los que venden palomas y a todos les dice, con una indignación que resuena en
el Cielo, en la tierra y en el Abismo: “No conviertan en un mercado la Casa de
mi Padre”.
De
esta acción de Jesús debemos sacar dos enseñanzas, referidas al templo
material, la parroquia en la que nos reunimos para celebrar la acción más
sagrada, la Santa Misa y todos los otros sacramentos, pero también referidas a
nuestro cuerpo, porque nuestro cuerpo es también templo y templo del Espíritu
Santo, como nos enseñan las Escrituras y el Magisterio de la Iglesia: “Vuestro
cuerpo es Templo del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 3ss) y esto a partir
del Bautismo Sacramental.
Hay quienes critican la reacción de Jesús calificándola
de “violenta” y “contradictoria” con su mensaje de paz y de amor universal –“Amar
a Dios y al prójimo”, “Amar al enemigo”- pero eso es un error, porque el
derecho de Dios de ser respetado y honrado por encima de todas las cosas es
superior al pacifismo a ultranza y esto es algo de sentido de común. Es como si
un padre de familia, con tal de mantener la paz con un determinado sujeto que
es su enemigo, permitiera que ese enemigo invadiera y destruyera su casa, con
tal de mantener la paz con su enemigo. La paz familiar no está por encima del
respeto y la seguridad de los integrantes de la familia. Si esto se justifica a
nivel de simples mortales, mucho más en lo relativo a Dios. Por lo tanto, Jesús
tiene no solo el derecho, sino el deber, en cuanto Hijo de Dios, de sacar a
rebencazos y latigazos a quienes profanan la Casa de su Padre, el Templo,
dedicado pura y exclusivamente a la oración y no al comercio. Jesús es Dios, es
el Hijo de Dios y es por eso que defiende con celo divino el derecho de Dios
Padre de que su Casa, su Templo, sea utilizado con el fin para el que fue
construido: la oración, la adoración, la acción de gracias, la petición. Otro
elemento a tener en cuenta es que la acción punitiva de Jesús va dirigida no
solo a los mercaderes, sino principalmente a los sacerdotes y escribas porque
ellos, siendo los principales responsables del Templo eran los que con su
indolencia, indiferencia e incluso complicidad, habían permitido que los
mercaderes se apoderaran del Templo y lo convirtieran en un mercado, en donde
se vendían animales y se intercambiaban mercaderías y dinero. Al expulsarlos,
Jesús devuelve, al Templo, su función única y original, que es la de ser “Casa
de oración” y al mismo tiempo dirige su indignación y su reproche hacia los
sacerdotes y escribas que han incumplido o cumplido mal su función.
Debemos
tener muy presente esta acción de Jesús en relación al Templo material, porque
la misma, exactamente la misma acción correctiva que hace con el Templo
material, lo hará con el templo que es nuestro cuerpo y esto nos advierten las
Escrituras: “Dios destruirá vuestros cuerpos” si nosotros no tenemos cuidado de
nuestros cuerpos, porque si el Templo material es propiedad de Dios Padre, el
templo que es nuestro cuerpo es propiedad de Dios Espíritu Santo a partir del
Bautismo Sacramental, tal como nos enseña la Santa Iglesia Católica en la
Sagrada Escritura, en los Santos Padres y en el Magisterio: “Vuestro cuerpo es
templo del Espíritu Santo”. Y si nuestro cuerpo es propiedad del Espíritu
Santo, eso significa que es templo santo y si es templo santo no es casa
profana, porque algo no puede ser dos cosas a la vez y al mismo tiempo: o se es
una cosa o se es otra; o se es santo, o se es pagano; o se es puro, o se es
impuro; o se es propiedad del Espíritu Santo, o se es propiedad del Demonio. No
hay término intermedio. De ahí la necesidad imperiosa de cuidar el Templo del Espíritu
Santo que es el cuerpo, manteniéndolo, en la medida de lo posible, sano, y no
profanándolo, con substancias alucinógenas, narcóticas o alcohólicas, ni
provocándole incisuras ni tatuajes, que son una especie de consagración demoníaca.
Precisamente, lo que debemos ver en este Evangelio es
que en esta escena está representada, en el Templo, el alma del cristiano, pero
el alma con sus pasiones, sin el control, ni de la razón, ni de la gracia
santificante, en la primera parte, cuando el Templo está ocupado con las
bestias irracionales. En la segunda parte, cuando Jesús ingresa y expulsa a los
mercaderes y a las bestias, se significa a esa misma alma que, por el Bautismo,
es convertida en Templo del Espíritu Santo, lo cual quiere decir que es
embellecida como un Templo santo, en donde inhabita propiamente el Espíritu
Santo y en donde el corazón se convierte en altar viviente para que allí sea
adorado Jesús Eucaristía. Sin embargo, cuando el alma, por propia voluntad,
elige la oscuridad del pecado en lugar de la luz de la gracia, en ese momento,
el alma deja de ser Templo del Espíritu Santo, porque Este se retira del lugar
en donde reina la inmundicia de la letrina y también lo hace Jesús Eucaristía,
porque Jesús Eucaristía no comparte el altar del corazón en un corazón en donde
se adoran ídolos demoníacos; cuando el alma elige el pecado, el cuerpo deja de
cumplir su función de ser Templo del Espíritu Santo, para ser refugio de
demonios, desde el momento en que no pueden convivir, en el alma, la santidad
de Dios, con la malicia del pecado.
Y es aquí en donde se completa la simbología de la
escena evangélica: si en el alma reina en el pecado, no está la gracia, sin la
gracia, no está Dios y sin Dios, el alma se convierte en refugio de demonios y
es dominada por las pasiones, que están simbolizadas estas por las bestias
irracionales como los bueyes, las ovejas –lujuria- , por los cambistas de
dinero –avaricia- y por los vendedores de mercancía –apego a los bienes terrenales-.
“No
conviertan en un mercado la Casa de mi Padre”. Por el Bautismo sacramental y
por la gracia santificante, nuestra alma es Casa del Padre y Templo del
Espíritu Santo y nuestro corazón es altar de Jesús Eucaristía; no la
convirtamos, por el pecado, ni en “mercado”, “cueva de ladrones” y mucho menos
en refugio de demonios; para ello, hagamos el propósito de evitar el pecado y
de vivir en gracia de Dios todos los días, hasta el último día.

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