(Ciclo C – 2025)
“Sobre su cabeza había una
inscripción: ‘Este es el Rey de los judíos’” (cfr. Lc 23, 35-43). En el final del año litúrgico, en la ceremonia
litúrgica más importante, la Iglesia Católica reconoce pública, solemne y
oficialmente a todo el mundo que su Rey, su Único Re, es Jesucristo. Lo que
llama la atención en esta proclamación es el pasaje del Evangelio que utiliza
la Iglesia para proclamar la reyecía universal de Jesucristo, ya que el pasaje
elegido es el de la Crucifixión del Viernes Santo en el Monte Calvario.
Es decir,
la Iglesia nos dice que nuestro Rey es Cristo y la imagen que utiliza es la de
Cristo crucificado. Podríamos preguntarnos la razón de esta imagen, ya que
parece un contrasentido el proclamar como rey a un hombre que, a simple vista,
parece derrotado y vencido, suspendido en una cruz, con sus manos y pies
clavados al leño de la cruz por gruesos clavos de hierro. Además, si los reyes
tienen coronas de oro y plata y engarzadas de diamantes y todo tipo de piedras
preciosas, ¿por qué el Rey de la Iglesia Católica ostenta en cambio una gruesa
y dura corona de filosas espinas, que perforan su cuero cabelludo, llegando
hasta los huesos del cráneo, haciendo brotar abundante sangre de su cabeza?
Todos
estamos de acuerdo en proclamar a Jesús como Nuestro Gran Rey, pero, precisamente,
porque es el Rey del Universo, de todo lo visible e invisible, ¿no sería más
apropiado, en la proclamación de su condición de rey, elegir una lectura del Evangelio
en donde se lo muestre triunfante y victorioso en la Resurrección? ¿No sería
más adecuado, con su condición de Rey Victorioso, proclamarlo con una lectura
en la que aparece ante su Iglesia luminoso y glorioso, triunfante en la
Resurrección frente al Demonio, la Muerte y el Pecado? En lugar de aparecer
crucificado, cubierto de heridas, coronado de espinas, aparentemente derrotado,
¿no debería aparecer ante nuestros ojos con la luz gloriosa de la Resurrección,
con la corona radiante de la gloria divina y no con la corona de filosas e
hirientes espinas?
Podríamos
preguntarnos también si no sería más apropiado presentar a Jesús Rey del Universo
como al Cordero del Apocalipsis, que triunfa de la muerte y es adorado por
ángeles y santos en el cielo: “Y se postraron los veinticuatro ancianos, y los
cuatro vivientes, y adoraron al Dios sentado en el trono”[1].
Otra figura que sería representativa
de Jesús en cuanto Rey del Universo, es la del Apocalipsis, en la que se lo
muestra como el Cordero de Dios que es “Señor de señores y Rey de reyes, el
Vencedor de la Bestia, como lo dice el Apocalipsis: “El Cordero vencerá (a los
reyes de la bestia); porque es Señor de señores y Rey de reyes”[2]?
Mucho mejor aun sería
utilizar, para la solemnidad de Cristo Rey, un pasaje del Apocalipsis en el que
Jesucristo es descripto es descripto como Rey Victorioso: “Y vi el cielo
abierto, y he aquí un caballo blanco, y el que montaba es el que se llama Fiel
y Veraz (…). Viste un manto empapado de sangre, y su Nombre es: el Verbo de
Dios. (…) En su manto y sobre su muslo tiene escrito este nombre: Rey de reyes
y Señor de señores”?[3].
Sin embargo, a pesar de
todas estas imágenes y lecturas en las que Jesús aparece como lo que Es, Rey
Victorioso y Glorioso, revestido de majestad divina, la Iglesia elige para esta
solemnidad la lectura del Evangelio en el que Jesús aparece crucificado,
dándonos la imagen de un Rey, sí, porque es “Rey de los judíos”, como dice el
letrero que cuelgan los romanos en la cruz, pero un Rey derrotado, vencido por
sus enemigos, tanto sus enemigos humanos, los judíos y los romanos, como sus
enemigos preternaturales, los ángeles caídos, con Satanás a la cabeza, es
decir, el Infierno todo. La Iglesia elige un pasaje del Evangelio en el que Nuestro
Rey Jesucristo aparece derrotado y humillado y ante el cual todos se burlan y
se ríen y lo insultan: “Los jefes (del pueblo) se burlaban de Él (…) los
soldados se burlaban de Él (…) uno de los malhechores crucificados lo
insultaba”[4].
Es por esto que surge la
pregunta: ¿por qué
La respuesta
es que la Iglesia proclama a su Rey con la lectura y con la imagen de la
crucifixión porque un rey ostenta gloria y Jesús resucitado ostenta gloria,
pero de un modo particular: ostenta gloria divina en la humillación y en el
anonadamiento de la Pasión y manifiesta y ostenta esta gloria divina de una
manera tal que supera a la gloria de la resurrección[5],
porque por la cruz, eleva a la naturaleza humana a la participación de la vida
divina trinitaria. ¿Por qué? Porque no es la resurrección en donde Jesús hace
partícipe a la humanidad de su vida y de su gloria divina, sino mucho antes, en
la Pasión, porque es en la cruz en donde Jesús se hace partícipe de la derrota
de la humanidad por el pecado original, y no en la resurrección; es en la cruz
en donde Jesús, el Hombre-Dios, al morir, destruye a la muerte con su Vida
divina y al mismo tiempo hace partícipe al hombre de su Vida divina trinitaria.
En la resurrección, Jesús ya ha triunfado y aparece victorioso, triunfante,
glorioso, y esta no es la condición de la humanidad derrotada por el pecado; en
cambio, en la cruz, en donde aparentemente Jesús aparece como derrotado, sí se
asemeja a la humanidad derrotada por el pecado y es allí, en la cruz, en donde más
se asemeja al hombre vencido por el pecado, en donde Jesús, aparentemente
vencido pero en realidad triunfante, porque es Dios y Rey Todopoderoso, vence a
la muerte, al pecado y al Demonio, al mismo tiempo que hace partícipe al hombre
de su Vida divina y por esa razón es que la Iglesia elige la lectura de la
Pasión y Muerte en cruz de Jesús para proclamarlo como Rey, como su Único Rey,
como Rey Universal de todo lo creado. Apareciendo como vencido y humillado en
el Calvario, suspendido por los clavos de hierro en la cruz, Nuestro Rey Jesús
manifiesta, paradójicamente, el esplendor de la gloria divina y la majestad de
su reyecía divina al primero compartir el sufrimiento y la caída de la
naturaleza humana y luego al elevar a esta misma naturaleza que sufre, al no
solo vencer a sus tres enemigos, el Demonio, la Muerte y el Pecado, sino al
hacerla partícipe de la naturaleza divina trinitaria por la gracia santificante
y ése es el motivo por el cual
Jesús, Rey
Eterno, reina desde la cruz con majestad y gloria divina; Jesús, Rey de gloria
infinita y eterna, no se reserva para sí su reyecía, sino que quiere hacer partícipes
de la gloria de la cruz en el cielo y por la eternidad a todos los hombres que
a Él se asocien en el tiempo por medio de la de la derrota y de la humillación
de la cruz, por medio de la enfermedad, el dolor, la soledad, la tribulación, reflejos
y anticipos de la gloria de Cristo en el cielo para quien lleva la cruz con
humildad y amor.
A Jesús,
Nuestro Rey Eterno, el Cordero que reina en los cielos y que quiere donarnos su
gloria y su reyecía; a Jesús, Nuestro Rey Eterno, que como Pan de Vida Divina reina
en su Iglesia desde el sagrario; a Jesús, Rey Eterno que como Cordero del
sacrificio reina de la cruz, a Él, y sólo a Él, le sean dados todo el honor, la
alabanza, la gloria y la adoración, en el tiempo y por toda la eternidad.
[1] Cfr. Ap
19, 4.
[2] Cfr. Ap
12, 14.
[3] Cfr. Ap
19, 11. 13. 16.
[4] Cfr. Lc
23, 35-43.
[5] Cfr. Matthias
Joseph Scheeben, Los misterios del
cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 451.

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