“Éste
es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn 15, 12-17). En la Última Cena, Jesús
da un mandamiento nuevo, verdaderamente nuevo, que no se encontraba en la Ley
de Moisés y es el mandamiento de la caridad: “Ámense los unos a los otros, como
Yo los he amado”. Algunos sostienen que no es nuevo, porque Jesús manda a amar
al prójimo, y este mandamiento ya estaba en la ley mosaica, pero la novedad
radica en la segunda parte de la proposición: “como Yo los he amado”. Es decir,
es verdad que la Ley mosaica mandaba amar al prójimo, pero este mandato tenía
un límite y era que consideraba como “prójimo” solamente al que profesaba la
misma religión; el otro límite, era que excluía al enemigo, ya que, en relación
al enemigo, lo que imperaba era la ley del Talión –ojo por ojo y diente por
diente, una ley que buscaba la justicia pero que degeneraba en venganza-; el
otro límite era el humano: el amor con el que se amaba al prójimo en la ley
mosaica, era meramente humano.
Ahora,
Jesús introduce un elemento radicalmente nuevo, tan nuevo, que lo hace
absolutamente distinto: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. La novedad
radica, como decíamos, en la segunda parte de la proposición: “como Yo los he
amado”. Ahora, a partir de Jesús, el cristiano está obligado, por la ley de la
caridad, a amar a su prójimo, incluido su enemigo y, sin hacer acepción de
personas, a todo ser humano, practique o no su religión, “como Cristo lo ha
amado”, porque en eso radica el mandato de Jesús: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. ¿Y cómo nos ha
amado Jesús? Con un amor de cruz, con un amor sobrenatural, celestial, con un
amor de una fuerza tan grande, que lleva a subir a la cruz y a morir en la
cruz, literalmente hablando, y no de modo figurado o simbólico, por el prójimo,
como lo hizo Cristo Jesús por todos y cada uno de nosotros.
“Ámense
los unos a los otros, como Yo los he amado”. El amor por el prójimo es un amor
de cruz y como la Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio de
la cruz, el primer lugar en donde comienza la inmolación por amor hacia el
prójimo –para los esposos, el primer prójimo es el cónyuge; para los hijos, sus
padres, para los hermanos, sus hermanos, etc.-, es el altar eucarístico. No puede
nunca el alma asistir de modo pasivo a la Santa Misa, ya que allí se le
presenta la oportunidad de unirse sacrificialmente al Santo Sacrificio del
Altar, ofreciéndose al Padre, unida al sacrificio de Cristo, por los prójimos
que ama. Es la forma más perfecta de dar cumplimiento al mandato nuevo de la
caridad de Jesús: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”.
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