“Luego de encomendarles el
anuncio del Evangelio, el Señor Jesús fue llevado a los cielos” (Mc 16, 15-20). La Ascensión de Jesús a los
cielos no es simplemente una parte del ciclo litúrgico que señala el fin del
tiempo pascual y el inicio de otro.
En la Ascensión de Cristo
resucitado a los cielos vemos el destino final al cual todos los bautizados
estamos llamados: el Reino de los cielos, en la compañía y en la contemplación
de la Santísima
Trinidad, de Cristo resucitado, de la Virgen María y de todos los
ángeles y los santos.
La Ascensión de Jesús nos recuerda que esta vida terrena es solo
una estadía temporal, momentánea, muy breve, en comparación con la eternidad a
la que estamos destinados. Esta vida es, como dice Santa Teresa de Ávila, “una
mala noche en una mala posada”, y la Ascensión de Jesús nos hace ver que luego de la
noche de nuestro tiempo terreno y del sueño de una vida vivida en la mala
posada, que es la tierra, nos espera el día de la eternidad en las moradas
eternas del Padre.
Si esta vida es una “mala
noche en una mala posada”, Jesús resucitado y ascendido al cielo nos recuerda
que esta vida pasa pronto, y que antes que nos demos cuenta, nuestros años aquí
en la tierra se terminan, para dar lugar al día esplendoroso de la eternidad en
la Casa del
Padre. Jesús, que es Cabeza del Cuerpo Místico, asciende primero para
prepararnos un lugar, una morada, en la
Casa del Padre, tal como lo había prometido en la Última
Cena, antes de la crucifixión: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones (…)
voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 2).
Es por esto que la Ascensión de Jesús nos
debe hacer reflexionar en cómo vivimos esta vida, porque nuestro destino final
no es terreno, sino celestial, en la eternidad del Reino de los cielos. El gran
error de muchos cristianos, es precisamente olvidar que Cristo ha resucitado y
ha ascendido a los cielos, como preludio de nuestra propia resurrección y
ascensión, y así estos cristianos, olvidándose que están llamados para vivir en
el cielo, viven esta vida como si fuera la definitiva, dejando de lado los
Mandamientos de Dios y desplazando a Jesucristo, el Salvador, por los intereses
y los bienes materiales y terrenos.
En la Ascensión de Jesús vemos
entonces nuestro destino final, pero como no podemos ascender al cielo en este
estado, con el cuerpo y el alma no glorificados, y con la tendencia al mal y al
pecado, consecuencia del pecado original, Jesús asciende para enviarnos al
Espíritu Santo, que nos santifica con su gracia y nos capacita para entrar en
el cielo. Sin la gracia santificante, que nos viene por los sacramentos, jamás
podremos ingresar en los cielos, de ahí se ve el gran error de quienes
reemplazan la Santa Misa
dominical por los atractivos del mundo. Para muchísimos cristianos, lo más
importante del Domingo es la programación televisiva, las reuniones en familia,
los paseos, el fútbol, la política, las diversiones, sin darse cuenta de que
todo eso un día habrá de desaparecer, y no quedará nada, ni siquiera el
recuerdo, y entonces se darán cuenta que la Eucaristía y la Confesión sacramental, a
los que despreciaron y olvidaron en vida, eran lo único que podía introducirlos
en la vida eterna y llevarlos al cielo.
Jesús entonces asciende para
prepararnos un lugar en las moradas del Padre, y para enviarnos el Espíritu
Santo, que habrá de santificarnos por la gracia, convirtiéndonos en hijos
adoptivos de Dios por el Bautismo y perdonándonos nuestros pecados por la Confesión sacramental,
pero todavía no basta esto para que entremos en el cielo: hace falta que, de
nuestra parte, demostremos que deseamos entrar en el cielo, y esa demostración
es algo concreto, las obras de misericordia corporales y espirituales que manda
la Iglesia.
Muchos cristianos piensan
que las obras de misericordia que prescribe la Iglesia, son nada más que
una lección a memorizar entre tantas, para aprobar los cursos de Primera
Comunión y de Confirmación, lección que luego es olvidada en el cajón de los
recuerdos, y no se preocupan en lo más mínimo de practicarlas y de vivirlas,
sin darse cuenta que si no las practican, jamás entrarán en el Reino de los
cielos, según las palabras del mismo Jesús, quien juzgará a cada uno por esas
obras de misericordia: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve sed y me
disteis de beber; tuve hambre y me disteis de comer, estuve enfermo, preso, y
me visitasteis…” (Mt 25, 31-46).
Los que se salvarán, los que
ascenderán al cielo, serán aquellos que obraron la misericordia; en cambio, los
que se condenen, los que en vez de ser ascendidos, serán precipitados en el
infierno, serán aquellos que no obraron la misericordia, por entretenerse en
los vanos atractivos del mundo: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno,
porque tuve hambre y sed, y estuve enfermo y preso, y no me socorristeis”.
El otro aspecto de la Ascensión de Jesús es
que, si bien Jesús asciende con su Cuerpo glorioso y resucitado, no por eso
deja a su Iglesia y a sus amigos sin su Presencia, ya que al mismo tiempo que
asciende al seno del Padre, de donde vino, se queda aquí, en la tierra, en el
seno de su Iglesia, la
Eucaristía, para consolar a los hombres en las tribulaciones
y dolores de la vida presente.
Por todo esto, la
celebración de la
Solemnidad de la
Ascensión de Jesús, no puede quedar, para el cristiano, en un
mero recuerdo; debe ser el estímulo para obrar la misericordia, empezando desde
ahora, si es que quiere él también ascender a los cielos el día de su muerte.
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