“¿Quién
es éste, del que oigo tantas cosas?” (Lc
9, 7-). El tetrarca Herodes oye hablar “muchas cosas de Jesús”, pero no acierta
a saber “quién es”. Unos le dicen que es Juan el Bautista, que ha resucitado;
otros, que es Elías, que se ha aparecido; otros, que es un antiguo profeta, que
ha resucitado. En todos los casos, la figura de Jesús le llega a Herodes,
envuelta en un halo de misterio, y como rodeada de algún hecho fuera de lo
común, no perteneciente a este mundo, ya que todas las acciones que acompañan a
los personajes con los cuales lo confunden, no pertenecen a este mundo: “ha
resucitado”, o “se ha aparecido”, pero en ningún caso le dan la respuesta
adecuada, porque todos lo presentan como a un hombre más entre otros: un hombre
santo –un profeta-, pero no más que un hombre. Sea como sea, frente a la figura
de Jesús, Herodes se muestra desconcertado y se pregunta quién es: “¿Quién es
éste, del que oigo tantas cosas?”, y la respuesta que le da el mundo que lo
rodea, no le proporciona luz acerca de la Verdad sobre Jesús.
Muchos
cristianos, al igual que Herodes, hemos oído “tantas cosas” acerca de Jesús,
pero viendo cómo el mundo marcha hacia un abismo seguro, y viendo cómo en gran
medida, los responsables de este desenfreno somos los cristianos, llamados a
ser “luz del mundo y sal de la tierra”, desde el momento en que no damos
testimonio de Cristo, o el testimonio que damos es demasiado débil, pareciera
que, al igual que Herodes, estamos igual de confundidos, porque no acertamos a
tener una idea clara acerca de quién es Jesús.
“¿Quién
es éste, del que oigo tantas cosas?”, se pregunta Herodes en el Evangelio. También
nosotros debemos, con mucha mayor razón, hacernos la misma pregunta: “¿Quién es
Jesús?” pero, a diferencia de Herodes, no podemos nunca, como católicos y, por
lo tanto, como poseedores del Magisterio de la Iglesia, conformarnos con la
respuesta que nos dé el mundo, y ni siquiera con la respuesta que nos dé
nuestra propia razón. Ante la pregunta de quién es Jesús, debemos acudir a la
Santa Madre Iglesia, y es Ella quien nos lo dice, en el Credo
Niceno-Constantinopolitano, el que rezamos todos los domingos; es la Santa
Madre Iglesia quien nos dice que Jesús no es un hombre más entre tantos, sino
Dios Hijo, procedente de Dios Padre, de la misma naturaleza del Padre; es la
Madre Iglesia quien nos dice que Jesús no es un simple hombre, sino “Dios de
Dios, Luz de Luz”, “engendrado, no creado”, “por quien todo fue hecho”, que
sufrió la Pasión por nuestra salvación, que resucitó y que se nos dona,
glorioso y resucitado, en cada Eucaristía, porque es la misma Santa Iglesia,
quien lo hace bajar del cielo, por la voz del sacerdote ministerial y por el
prodigio de la transubstanciación, luego de convertir el pan y el vino en su
Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, nos lo muestra y nos lo ofrece, también
por intermedio del sacerdote ministerial, diciendo: “Éste es el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo”, y nos lo ofrece como Pan Vivo bajado del
cielo, para que nos comunique su Vida eterna, al recibirlo en la comunión
eucarística.
También
nosotros debemos preguntarnos: “¿Quién es Jesús en la Eucaristía?”. Y la Santa
Madre Iglesia nos lo responde: “Es Dios Hijo encarnado, que se dona como Pan
Vivo bajado del cielo, para donarte su Vida eterna y todo el Amor de su Sagrado
Corazón Eucarístico”.
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