“Perdonen
y serán perdonados” (Lc 6, 36-38). Jesús
pone como requisito para poder ser perdonados –y por lo tanto, para poder
entrar en el Reino de los cielos-, el perdonar a nuestros enemigos. En realidad,
se trata de imitarlo a Él, que desde la cruz nos perdonó a nosotros, que con
furia deicida, le quitamos la vida con nuestros pecados. Pero yendo aun más
lejos, se trata de imitar a Dios Padre, porque en última instancia, a quien
ofendimos con el decidio de la cruz, fue a Dios Padre, porque al matar a Jesús
en la cruz, matamos al Hijo de Dios, al Hijo de Dios Padre, pero Dios Padre, en vez
de aniquilarnos, como lo exigía la Divina Justicia, abrió de par en par las
puertas de la Divina Misericordia, el Corazón traspasado de su Hijo en la cruz, dejando que fluyeran los torrentes inagotables de la Divina Misericordia, la
Sangre y el Agua que contienen el Espíritu Santo, que no solo perdona
todos los pecados, sino que concede la filiación divina y enciende con el Fuego del Amor Divino el corazón de todo aquel que se postra en adoración ante Cristo crucificado,
pidiendo perdón por sus pecados con un corazón contrito y humillado.
“Perdonen
y serán perdonados”. Quien se niega a perdonar, no solo niega a su prójimo el
perdón: se niega a sí mismo la posibilidad de recibir el perdón divino, porque
es el requisito indispensable para recibir el perdón de Dios concedido con la
efusión de Sangre de su Corazón traspasado. Por el contrario, el que perdona,
abre para sí y para su prójimo los torrentes inagotables de la Divina
Misericordia, que fluyen ininterrumpidamente del Sagrado Corazón de Jesús.
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