Jesús perdona a la mujer adúltera
(Pieter Van Lint)
(Domingo
V - TC - Ciclo C – 2016)
“Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más” (Jn 8, 1-11). Jesús, en cuanto Divino
Legislador y Sumo y Eterno Juez, es también Dios de misericordia infinita, y
ante el caso de la mujer adúltera, muestra cómo la misericordia prevalece sobre
la Divina Justicia: “Yo tampoco te condeno”. Ahora bien, no hay que entender
esta misericordia divina de modo falsificado, porque Jesús perdona a la mujer
adúltera –que muchos dicen que es María Magdalena- y en esto la Misericordia
triunfa sobre la justicia, pero al mismo tiempo, le advierte que no vuelva a
pecar: “Vete y no peques más”. Es decir, si bien la misericordia triunfa sobre
la justicia, la justicia siempre está y está dispuesta a pasar por sobre la
misericordia si el alma se obstina, sin arrepentimiento, en el mal. Al decirle
Jesús: “Vete y no peques más”, le está diciendo que se aleje del pecado, que viva
en la gracia que acaba de recibir. Esto también les cabe a los jueces que
pretenden apedrearla, porque Jesús los desenmascara y les evidencia su
hipocresía: pretenden apedrear a una mujer por su pecado, cuando ellos mismos
están llenos de pecado, pero esto no significa una justificación del pecado de
la mujer ni mucho menos, sino que los pretendidos jueces justicieros quedan
evidenciados en su hipocresía y que a ellos mismos les vale la advertencia de
Jesús: “No pequen más”. Si esto no es así, entonces los jueces, por ser
hipócritas, justificarían el pecado de la mujer adúltera, lo cual es falso, porque
Jesús no justifica el pecado de nadie: los perdona, por su misericordia, pero
al mismo tiempo advierte que no se debe volver a pecar, porque con la misericordia
de Dios no se juega: “De Dios nadie se burla” (Gál 6, 7).
La
escena, real, anticipa el Sacramento de la Penitencia, en donde el penitente
expone, ante la Divina Misericordia, sus pecados, pero para que estos queden
destruidos por el poder de la Sangre de Jesús; ahora bien, la condición de la
actuación de la misericordia de Dios, en el Sacramento de la Penitencia, es el
arrepentimiento del penitente –y si es una contrición, es decir, un
arrepentimiento perfecto, mucho mejor-, es decir, que el penitente tome
conciencia de la malicia del pecado que anida en su corazón, de la magnitud de
la ofensa que esta malicia significa hacia la bondad y la majestad divina, y
también la repercusión que tiene sobre el Cuerpo real de Cristo, pues la corona
de espinas, los golpes, las flagelaciones y la misma crucifixión, se deben a
nuestros pecados personales, los que confesamos en el Sacramento de la
Penitencia. Es requisito indispensable, para la absolución, que el penitente se
arrepienta de sus pecados, para recibir la Misericordia de Dios, porque si el
corazón se cierra en su pecado y se convierte en impenitente, se vuelve
voluntariamente impermeable al perdón de
Dios y la Misericordia Divina nada puede hacer. Jesús le dice a la mujer
pecadora: “Vete y no peques más”, le está diciendo claramente que es necesario
su arrepentimiento y su propósito de enmienda y esto lo recuerda la Iglesia en
la fórmula que el penitente dice al final: “Propongo firmemente no pecar más y
evitar toda ocasión próxima de pecado”. Si no está esta condición, la de hacer
el propósito de no volver a pecar, no están dadas las condiciones para la
absolución.
“Yo
tampoco te condeno. Vete y no peques más”. Cada vez que nos confesamos, Jesús
nos repite las mismas palabras: “Vete y no peques más” y para eso es que hacemos
el propósito de “evitar las ocasiones próximas de pecado”: sólo así el alma se
asegura de vivir siempre en la gracia de Dios, con Jesús inhabitando en Persona
en el alma.
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