“Cuando
oren, digan de esta manera: ‘Padre nuestro que estás en el cielo’” (Mt 6, 7-15). Jesús enseña a sus
discípulos a orar de una manera nueva, desconocida hasta entonces: enseña que a
Dios se le puede dar el nombre de “Padre”. El calificativo de “Padre” dado por
Jesús a Dios no se debe a un mero sentimentalismo ni por mera sensiblería:
Jesús nos dice que llamemos a Dios “Padre” porque nos dona, por la gracia
bautismal, el don de ser hijos adoptivos de Dios. Por el bautismo, el alma se
convierte, de mera creatura, en hija adoptiva de Dios, porque la gracia la hace
ser partícipe de la condición filial del Hijo de Dios. En otras palabras, por
la gracia sacramental bautismal, el hombre se convierte, de simple creatura, en
hijo adoptivo de Dios, al donarle Jesús, por participación, su filiación
divina, la filiación con la cual Él es Hijo de Dios desde la eternidad, y esto
es un don que supera toda capacidad de comprensión.
“Cuando
oren, digan de esta manera: ‘Padre nuestro que estás en el cielo’”. Llamar a
Dios “Padre” no puede nunca, para el cristiano, ser una rutina; llamar a Dios “Padre”
no puede nunca dejar indiferente al cristiano, porque el solo hecho de decirle “Padre”,
debe despertar en su alma el deseo de contemplarlo y amarlo por toda la
eternidad, con el mismo Amor con el cual lo ama Dios Hijo, Cristo Jesús. El solo
hecho de llamar a Dios “Padre” debería –al menos en teoría- constituir para el
cristiano el alivio en las tribulaciones cotidianas, porque Dios es un Padre
amoroso que, para salvar a sus hijos adoptivos, no dudó en sacrificar a su Hijo
Unigénito en la cruz y no duda en prolongar y actualizar ese sacrificio en el
altar eucarístico, para que sus hijos adoptivos se alimenten del Amor del
Sagrado Corazón. Solo esto, el saberse amado por un Dios que es “Padre” amoroso,
debería bastarle al cristiano, para vivir en paz y en alegría, e inundado por
el Amor de Dios, aun en medio de las más duras y dolorosas pruebas.
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