(Ciclo
B – 2015)
“Ahora puedes dejar a tu siervo irse
en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar a las
naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. Simeón, llevado por el Espíritu
Santo –“movido por el Espíritu Santo”, dice el Evangelio, va al templo, en
donde encuentra a la Virgen y a San José, que han llevado al Niño Dios para
cumplir con el rito de la Purificación y para presentar a Jesús a Dios, como
establecía la Ley, según la cual, todo primogénito debía ser consagrado al
Señor, porque le pertenecía. Simeón había pedido la gracia de no morir antes de
ver al Salvador, y Dios le concede esa gracia, porque es el Espíritu Santo
quien lo lleva al templo y, de entre todas las madres con sus hijos
primogénitos, que han acudido a llevar a sus hijos para consagrarlo al Señor,
el Espíritu Santo le indica a Simeón a la Virgen, quien lleva entre sus brazos
al Niño Dios. Simeón lo toma a su vez entre sus brazos y en ese momento, recibe
la gracia del conocimiento y del amor sobrenatural del Mesías, reconociendo en
el hijo de María, al Niño Dios, al Redentor y Salvador de los hombres. Cuando Simeón
toma al Niño entre sus brazos y lo contempla, su alma es iluminada por el
Resplandor de la gloria del Padre, Cristo Jesús, y así es iluminado por la luz
de la gracia, que le permite contemplar, en el Niño que tiene entre sus brazos,
no a un niño más entre tantos, sino al Niño Dios, a Dios hecho Niño, que se ha
encarnado en una naturaleza humana para salvar a los hombres. Así, se cumple el
deseo de Simeón, de ver al Mesías antes de morir, y este deseo no es simple
curiosidad, sino el deseo de contemplar al Mesías anunciado por los profetas,
para adorarlo y amarlo. Esta es la razón por la cual Simeón exclama: “Ahora puedes
dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, luz
para alumbrar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. Simeón ve,
en el Niño Dios, a la “Luz de Luz eterna”, el Hijo del Padre que, por poseer su
mismo Ser divino y su misma naturaleza divina, es luz celestial y sobrenatural,
como el Padre; Simeón ve, en ese pequeño Niño, al Cordero de Dios, que es “la
lámpara de la Jerusalén celestial”, que con su luz divina ilumina y da vida a
los ángeles y santos en el cielo; Simeón ve, en el Niño que tiene entre sus
brazos, al Mesías anunciado a Israel, que glorificará a su Pueblo con su misma
gloria, e iluminará a los pueblos paganos con esta misma gloria divina, que
brota de su Ser divino, rescatándolos y librándolos de las “sombras de muerte”,
los ángeles caídos.
“Ahora puedes dejar a tu siervo
irse en paz porque mis ojos han visto a tu Salvador luz para alumbrar a las
naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. El anciano Simeón, movido por
el Espíritu Santo, ingresa en el templo para contemplar a Cristo Dios y así ser
iluminado por su luz eterna, y esto llena su alma de tanta alegría, paz y amor
divinos, que ya desea morir, para entrar a gozar de la visión beatífica, cara a
cara, de ese Dios Niño al que lleva en brazos. Sin embargo, a pesar de todas
estas gracias recibidas por Simeón, son pocas en comparación con las que recibe
el cristiano en cada Santa Misa y en cada comunión eucarística. El cristiano,
en cada Santa Misa, y en cada comunión eucarística, recibe una gracia
infinitamente más grande que la de Simeón: el cristiano, movido por el Espíritu
Santo, ingresa en el templo para contemplar a Cristo Dios que, por el misterio
de la liturgia eucarística, renueva los misterios de su vida, su Encarnación,
Pasión, Muerte y Resurrección, y, más que recibir al Niño Dios entre sus
brazos, lo recibe en su propio corazón, por la comunión eucarística, y por la
comunión, más que la gracia de conocer al Mesías, recibe el contenido de su
Sagrado Corazón Eucarístico, su Amor infinito, que se derrama sin reservas
sobre el alma que comulga con fe y con amor. Y si el anciano Simeón, movido e
iluminado por el Espíritu Santo, contempló al Verbo de Dios encarnado en el
Niño de la Virgen, análogamente, el cristiano, movido e iluminado por el
Espíritu Santo, contempla al Verbo de Dios que, por el misterio de la liturgia
eucarística de la Santa Misa, prolonga su Encarnación en la Eucaristía; entonces,
al igual que el anciano Simeón, el cristiano, al contemplar la Eucaristía, debe
exclamar, lleno de la misma alegría y del mismo amor que embargaban a San
Simeón: “He contemplado, con la luz de la fe, al Hijo de Dios encarnado; dame
la gracia, oh Dios, de continuar contemplando, cara a cara, luego de mi muerte,
al Cordero de Dios, Luz de la Jerusalén celestial, el Nuevo Israel, y gloria de
mi alma”.
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